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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (19 page)

Claro que no es forzoso que la mejor enseñanza sea la impartida en las escuelas públicas, organizadas estatalmente. Frente a la masificación o las deficiencias de éstas, son aceptables y deseables ofertas privadas sobre las que el Estado no ejerza sino un homologador control de calidad. Quizá hasta sean oportunos intentos revolucionarios como aquel que proponía Hans Magnus Enzesberger hace años; un grupo de padres de distintas profesiones y especialidades que ponen a sus hijos en común los van llevando rotativamente de uno de sus hogares a otro y en cada casa el progenitor de turno les da la lección correspondiente. En este campo es precisa mucha flexibilidad y una sintonía lo menos burocrática posible entre la comunidad docente de cada centro y el ministerio público que ha de encargarse de verificar los resultados de acuerdo con pautas pluralísticamente comunes.

Ahora bien, no nos engañemos: la enseñanza no puede ser un bien más de los que se ofrecen en el mercado. Si así fuera, no haría más que reproducir aquello que los liberales como usted y yo queremos dar oportunidad de superar a los nuevos individuos: las desigualdades de origen existentes. Los pudientes contarían con buenas escuelas bien remuneradas, con los mejores profesores y medios, con establecimientos excelentes en los barrios residenciales próximos a los hogares que habitan sus hijos. Los pobres, en cambio, no tendrían derecho más que a escuelas tan pobres como ellos mismos, las únicas que aceptarían instalarse en los barrios económicamente menos prometedores, gestionadas por santos de la resignación social o de la frustración profesional. Si se les diera ocasión de ir a otras mejores (por medio del llamado «bono escolar», por ejemplo) se verían obligados a largos desplazamientos o a tantear entre ofertas que sus padres, probablemente con formación cultural sólo discreta, tendrían muy difícil evaluar. Quienes más necesitan mejor instrucción, porque encuentran poco apoyo e impulso hacia ella en sus casas, estarían destinados, salvo azar venturoso, a la más mediocre, adocenada y carente de medios educativos. Excelentísima señora, como usted sabe muy bien, a los liberales este desajuste no puede sino indignarnos.

Y aún nos indignaría mucho más que un recorte de recursos estatales deteriorase la enseñanza pública hasta el punto de hacer irremediable el triunfo social de la privada. Sería una auténtica vergüenza y un atentado inequívoco contra la libertad democrática, que consideramos nuestro prioritario ideal político. Sobre todo en un país como España, donde todos los gobiernos progresistas se han caracterizado por reforzar la enseñanza pública y todos los autoritarismos caciquiles por censurarla o depauperarla. No necesito recordarle lo que ha significado en la dramática historia reciente la escuela pública en nuestro país, sin duda mucho más de lo que puede medir su valor de eficacia en el mercado: si quiere refrescar literariamente esa memoria, le aconsejo la conmovedora
Historia de una maestra
, de Josefina Aldecoa, o el precioso cuento «La lengua de las mariposas», incluido por Manuel Rivas en su libro
¿Qué me quieres, amor?
Es lógico y conveniente que los recursos estatales que han de concentrarse en la educación se reserven mayoritariamente para la enseñanza pública, a fin de dotarla de la mejor calidad posible y del más enriquecedor pluralismo. Como buenos liberales, en cambio, respetaremos la sabia mano del mercado para sostener o liquidar los centros privados, de acuerdo con el juego no menos privado de la oferta y la demanda...

Tal ha sido, pues, la pretensión de este ensayito: una consideración general de la educación desde el punto de vista de la libertad democráticamente instituida. Con la patosa audacia del profano, he saltado por encima de las disquisiciones especializadas sobre técnicas pedagógicas, programas académicos, embrollos de financiamiento, formación del profesorado, etc., para vislumbrar el
sentido
que puede tener hoy la educación, cuando se la mira desde la orilla democrática. Buscar el «sentido» de algo es pretender acotar su orientación propia, su valor intrínseco y su significado vital para la comunidad humana. La pregunta por el sentido de la educación no equivale tan sólo a ¿qué es la educación?, sino más bien a ¿qué queremos de la educación?, y hasta ¿qué deberíamos pedirle a la educación? Desde luego, no basta con enseñar a los neófitos unas cuantas habilidades simbólicas y prepararles para desempeñar un oficio; ni mucho menos con inculcarles hábitos de obediencia y respeto, ni siquiera fermentos de inconformismo. No, es necesario algo más: hay que entregarles la completa
perplejidad
del mundo, nuestra propia perplejidad, la dimensión contradictoria de nuestras frustraciones y nuestras esperanzas. Hay que decir pedagógicamente a los que vienen que lo esperamos todo de ellos, pero que no podemos quedarnos a esperarles. Que les transmitimos lo que creemos mejor de lo que fuimos pero que sabemos que les será insuficiente... como fue insuficiente también para nosotros. Que lo transformen todo, empezando por sí mismos, pero guardando conciencia —por fidelidad a lo humano, su raíz única y verdadera, ese manojo de tentáculos que bajo las apariencias busca a los demás y se traba con ellos— de qué es y cómo es (de qué fue y cómo fue) lo que van a transformar. ¿Me permite una exageración retórica final, señora ministra? El sentido de la educación es conservar y transmitir el
amor intelectual a lo humano
. G
INGIOL

Ya sé, ya sé, excelentísima amiga, que tal propósito es demasiado amplio para su negociado y que nadie se atrevería a incluirlo en el plan de estudios. Por eso tiene cierta justificación que un filósofo ignorante —a fin de cuentas todos los filósofos no tenemos más remedio que serlo, porque hablamos siempre
hacia
lo que no sabemos— se haya ocupado mejor o peor de estas elucubraciones panorámicas que impacientan en cualquier ministerio. Pero ya doy mi empeño por concluido (mejor dicho: por abandonado), de modo que estas últimas divagaciones no son más que las jadeantes confidencias de quien abusa de una oyente amable para tratar de convencerse en voz alta a sí mismo de que, aunque llegase el último, por lo menos corrió en la dirección debida. Es algo así como la charla imaginada por Lewis Carroll entre la tortuga invencible y la liebre sentada sobre su caparazón, yendo pasito a pasito y en buena compañía hacia los vestuarios, resignadas ambas a la necesaria ironía de su competición.

Señora ministra, habitamos un mundo en el que se han globalizado ciertas cosas pero aún queda mucho por globalizar. Los flujos especulativos de la economía, por ejemplo, son globales, así como en gran medida la consideración geoestratégica de las fuerzas productivas, el comercio de armas, las telecomunicaciones y los transportes. Otros aspectos, en cambio, están lejos de haberse globalizado o, si usted lo prefiere, podríamos decir que han visto globalizarse por el contrario la
fragmentación
. Es lo que señala con tino Juan Carlos Tedesco: «Si, por ejemplo, Internet nos permite interactuar con personas a miles de kilómetros de distancia, los prejuicios raciales, étnicos y culturales nos impiden dialogar con el vecino y nos obligan a discutir de nuevo si es conveniente educar juntos a los niños con las niñas.» Se mundializan los intereses económicos pero no logra mundializarse el interés por los derechos básicos de la persona humana. El mundo se unifica en lo tocante a las tarjetas de crédito y los fusiles Kaláshnikov, pero sigue incapaz de afrontar de manera global el hambre, la guerra, la superpoblación, la protección del medio ambiente, el respeto a las libertades públicas y el combate contra la discriminación racial o sexual, etc. ¿A qué se debe este desajuste?

Se lo indico en pocas palabras: los especuladores financieros, los industriales en busca de mercados atractivos y mano de obra barata, los traficantes de ingenios bélicos o incluso de aparatos de tortura (¡la libertad de comercio, ¡ay!, señora mía!) saben muy bien lo que ganan mundializando su campo de operaciones. No así en cambio los políticos nacionales y los administradores públicos de las diferencias culturales, que en la globalización a escala de humanidad entera de sus respectivas áreas sólo ven inconvenientes: pérdida de poder personal (más vale ser cabeza de ratón que cola de león), decadencia paulatina de los prejuicios tribales, control internacional sobre las reclamaciones de individuos o minorías locales, puesta en cuestión de privilegios de los países ricos, necesidad de buscar una identidad común no basada en el antagonismo con los vecinos y con los infieles religiosos o ideológicos, etc. A ello se unen también los obstáculos que este segundo tipo de mundialización pondría al despliegue arrollador de la primera: si los derechos humanos fuesen efectivamente universales, la universalización de la economía basada exclusivamente en el aumento de ganancias y su concentración en unas cuantas manos no sería factible con la docilidad casi irremediable ahora vigente.

En mi opinión, que le revelo de amigo a amiga en esta hora final de las confidencias, la educación democrática debería fomentar el desarrollo de la mundialización humanista actualmente postergada. Para ello sería gran cosa promocionar no el abandono de los intereses económicamente calculables sino el refuerzo de otros intereses también tangibles pero que no pueden calcularse sino que deben
razonarse
. Es lo que intentan hacer hoy mismo, cara al siglo venidero ya en puertas, la reflexión ética y la filosofía política que no se contentan con el lamento apocalíptico ni con la resignación ante lo supuestamente inevitable. Los viejos alquimistas hablaban del
aurum non vulgui
, un tipo de oro distinto y superior al vulgar, es decir, a aquel con que se contenta la vulgaridad mayoritaria. A los niños habría que familiarizarles cuanto antes con las recompensas en ese tipo de patrón oro distinto, espiritual, cívico (el supremo placer de no tener amos pero sobre todo de no ser amo de nadie), afectivo o estético.

También sensorial: aprender a disfrutar con las caricias, con la risa, con las miradas de agradecimiento, con la charla y el debate, con los paseos a la caída de la tarde (como cuentan que los daba Jehová en el Edén), con lo que no se puede tasar ni nadie cobra a otro. Nada tan miserable como ese hábito —muy anglosajón, pero no sólo anglosajón— de gratificar a los niños con propinas cuando realizan cualquier pequeño servicio familiar. Con el pretexto de fomentar su sentido del ahorro o de la responsabilidad, se les convierte en pequeños empleados de aquellos cuya alegre compañía debería ser su mejor recompensa. Cuando crezcan, no disfrutarán con nada que no hayan pagado caro o que no vean envidiar o necesitar a otros. Es el fracaso de la cultura, al menos del sentido superior de la cultura. ¿Se ha dado usted cuenta, señora ministra, de que cuanto menos preparación cultural auténtica tiene alguien más dinero necesita gastar para divertirse un fin de semana o durante unas vacaciones? Como nadie les ha enseñado a producir gozos activos
desde dentro
, creadoramente, todo tienen que comprarlo fuera. Incurren en el fallo denunciado ya hace siglos por un sabio taoísta: «El error de los hombres es intentar alegrar su corazón por medio de las cosas, cuando lo que debemos hacer es alegrar las cosas con nuestro corazón.»

Bueno, cuando empiezo a citar a sabios chinos es evidente que ha llegado la hora de cerrar la tienda. Además cierto diablillo cínico me susurra al oído una advertencia de Oscar Wilde, que también era sabio aunque irlandés: «La educación es algo admirable, pero de vez en cuando conviene recordar que las cosas que verdaderamente importa saber no pueden enseñarse.» Sí y no, querido tío Oscar. También algunas de las cosas que se enseñan son verdaderamente importantes: no aprender a leer, por ejemplo, me hubiese privado de tus pícaras recomendaciones... Vuelvo con usted, señora ministra. ¿Sabe cuál es el más notable efecto de la buena educación? Despertar el apetito de
más
educación, de nuevos aprendizajes y enseñanzas. El bien educado sabe que nunca lo está del todo pero que lo está lo suficiente como para querer estarlo más; quien cree que la educación como tal concluye en la escuela o en la universidad no ha sido realmente
encendido
por el ardor educativo sino sólo
barnizado
o decorado por sus tintes menores. Y como diría el corrido mexicano, ya con ésta me despido. Sólo una anécdota postrera. La última vez que Cioran viajó a España, el entonces ministro de Cultura —que había sido colega mío de universidad y persecuciones franquistas— me insistió en conocerle personalmente. Sabiendo lo poco cancilleresco que era mi maestro rumano, organicé una cena lo más relajada e informal posible. Todo transcurrió muy cordialmente y yo me divertí mucho, sobre todo ante el empeño que puso Cioran en hablar un rumano afrancesado que él sostenía que era español. Al salir del restaurante, Cioran abrazó con su habitual cordialidad al ministro y le recomendó con sonriente afecto: «¡Bueno... que no sea usted ministro demasiado tiempo!» Con la misma sonrisa y el mismo voto se despide de usted, excelentísima señora, este modesto funcionario de su departamento.

San Sebastián, agosto; Madrid, diciembre de 1996

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