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Authors: Eduardo Punset

El viaje al amor (18 page)

Tanto es así que expertos en robótica emocional como Lola Cañamero, directora del Departamento de Investigación de Sistemas Adaptatives de la Universidad de Hertfordshire, en el Reino Unido, no han dudado en dotar a sus robots de los mecanismos necesarios para que el roce táctil o las palmaditas en la espalda les devuelvan la tranquilidad perdida al haberse salido del campo de acción programado. No sé por qué me extrañó tanto, pues, que aquel amor intangible y lejano que mencionaba antes insistiera en que las yemas de sus dedos pudieran acariciar mi pelo.

Los procesos inconscientes de la imaginación tienen su reflejo en la capacidad metafórica consciente. Todos los indicios apuntan a que esta capacidad surge a raíz de una mutación reciente, ocurrida hace unos treinta mil años. El arqueólogo del cerebro Steven Mithen, de la Universidad de Reading, Reino Unido, la identifica con los primeros ejemplos de mezclas de conocimientos asentados en distintos dominios cerebrales.

–Mi hijo es más fuerte que el hierro -exclamó de pronto, con orgullo, uno de nuestros antepasados, el hombre de Cromagnon.

Alguien estaba vinculando por primera vez un conocimiento asentado en el dominio biológico del cerebro con otro perteneciente al dominio de los materiales. A partir de aquel momento, surgió la capacidad metafórica y se inició el despegue intelectual y tecnológico de la humanidad. Estudiar la habilidad para aplicar a un área del conocimiento lo aprendido en otro campo distinto conduce a la identificación de los factores determinantes del pensamiento creativo.

La creatividad es, por naturaleza, un esfuerzo multidisciplinar, y este esfuerzo sólo puede prosperar una vez asentada la capacidad metafórica. ¿Qué tiene que ver la multidisciplinariedad con el amor romántico? Pues que este último es la antítesis de la primera. Es ésta una conclusión a la que estamos llegando por la vía indirecta de la búsqueda de los factores responsables del pensamiento creativo. Sigamos el camino.

El enamorado no es un pensador creativo

Se está a punto de comprobar un hallazgo que dará respuesta a una de las preguntas que nos hemos formulado repetidamente sin dar con la respuesta. Aun aceptando que no hay un solo cerebro idéntico a otro, ¿por qué descuella uno en particular como más creativo? ¿Cuáles son los factores de la creatividad?

Dejemos los genios y la genialidad para otra ocasión. Olvidemos también ahora las razones -mucho más familiares, desde luego- de la torpeza. Lo que hemos querido saber sin éxito desde hace mucho tiempo es por qué, sencillamente, hay personas que son más creativas que otras. Está claro que hace falta un cierto nivel de inteligencia por debajo del cual es muy difícil la creatividad. Pero también está demostrado que siendo un factor necesario no es suficiente. Vayamos por aproximaciones.

La primera pasa por el descubrimiento de hace ya algunos años -mencionado en el capítulo 3- del neurólogo Simon Baron-Cohen, que no se relacionó entonces con el nivel de creatividad, sino con las diferencias de sexo. Los hombres eran, en promedio, más sistematizadores y las mujeres más empatizadoras; es decir, el sexo femenino nace con una mayor facilidad para ponerse en el lugar de otro y el masculino para lidiar con sistemas como la meteorología, la caza o las máquinas.

Recientemente se ha querido aplicar esta diferenciación a los científicos y a los artistas por separado y se ha comprobado que los científicos son más sistematizadores y los artistas más empatizadores. Hasta aquí todo es normal y explicable. Un artista como Picasso se relacionaba con el resto de los organismos vivos y predecibles mientras que Newton lo hacía con la naturaleza inerte. El primero intentaba comunicar su visión a los demás mediante su pintura y el otro buscar la razón de los sistemas.

La novedad radica en que se está comprobando que el porcentaje de creativos en el mundo del arte es mayor que en la comunidad científica. ¿Por qué? La respuesta tiene que ver con unos circuitos cerebrales que el neurólogo inglés Mark Lythgoe llama inhibidores latentes. Cuando se activan esos circuitos tendemos a filtrar y hasta eliminar toda la información o ruido ajenos a la tarea que se está ejecutando: leer un libro en un tren de cercanías abarrotado de gente, bajar el correo electrónico, escalar una montaña o hacer el amor. Esos inhibidores latentes han permitido focalizar la atención en una tarea en detrimento de lo aparentemente irrelevante, garantizando con ello la supervivencia de una persona o una idea en un momento dado.

Isaac Newton y Pablo Picasso, dos genios de la ciencia y del arte respectivamente.

Son unos circuitos cerebrales fabulosos para sobrevivir pero -y éste es el nuevo y sorprendente hallazgo- incompatibles con el pensamiento creativo. Los artistas son, en promedio, más creativos que los científicos, simplemente porque no les funcionan bien los inhibidores latentes. En lugar de concentrarse en el objeto de su investigación, sabiendo cada vez más de menos hasta saberlo todo de nada -como decía Karl Marx de los monetaristas-, los artistas mantienen la mente abierta al vendaval de ideas, consistentes las unas y enloquecidas otras, que les llegan del mundo exterior. No logran focalizar toda su atención en un solo tema, como hacen los científicos.

Ahora resulta que el pensamiento creativo necesita de este vendaval. Es muy fácil leer un libro en el tren cuando los inhibidores latentes funcionan bien. Todo lo que no conviene o es irrelevante no hace mella; ni el ruido ni el pensamiento de los demás. Pero con este tipo de inhibidores es sumamente difícil ser creativo. La creatividad requiere una apertura constante de espíritu y confianza en las ideas y opiniones de los demás, de todo lo que flota alrededor, que difícilmente puede darse cuando los inhibidores no tienen imperfecciones flagrantes. Sólo cuando fallan se puede ser creativo.

En la persona enamorada -obcecada en el ser amado-, el mecanismo de sus inhibidores latentes parece funcionar a la perfección. Son herméticos. Aíslan hasta tal punto del mundo exterior la atención del sujeto que nada puede interferir con la devoción al ser imaginado. De ahí a deducir que el enamoramiento no es la condición óptima para el pensamiento creativo no hay más que un paso; un paso que la historia de los grandes amores tendería a probar.

Mi consejo no es tanto esforzarse en ser creativos – se podrá o no incidir en nuestra estructura cerebral-, como en saber distinguir entre el pensamiento creativo y el que no lo es en los demás. Desconfiemos o seamos compasivos, según los casos, de todos aquellos que, como los enamorados, atraviesan un periodo en que funcionan perfectamente los mecanismos de inhibidores latentes neurológicos. Y confiemos en aquellos cuyos defectos les permiten atender a los sentimientos de los otros, intereses diversos, realidades, quimeras; así como desatender -por lo menos durante un rato- lo que es fruto exclusivo de las ambiciones o ideas de uno mismo.

Imaginar es ver

Dentro de muy pocos años, lo sugerido en los párrafos anteriores tendrá todos los visos de razonamiento infantil, prehistórico y, en todo caso, precientífico. Se está avanzando de tal manera en el conocimiento de los fundamentos neurológicos de la imaginación que, por primera vez en la historia de la humanidad, estamos a punto de «leer» en la actividad cerebral el contenido de los pensamientos conscientes e inconscientes. Gracias a las nuevas tecnologías como la estimulación magnética transcraneal (TMS), la tomografía por emisión de positrones (PET), las imágenes por resonancia magnética funcional (iRMf) o las imágenes de contraste dependientes de los niveles de sangre y oxigenación (BOLD), estaremos en condiciones de desentrañar la visualización mental de los enamorados.

Aparentemente, una cosa es imaginar partiendo de información registrada por los cinco sentidos corporales y otra, muy distinta, ver con los ojos de la mente, a raíz de información inventada utilizando recuerdos. A juzgar por las investigaciones científicas más recientes, deberíamos ir acostumbrándonos a renunciar a la idea de que nuestra capacidad de imaginar es portentosa, indescriptible y diferenciada de los mecanismos ordinarios de la percepción visual y táctil. Podemos imaginar, pero menos de lo que pensábamos, y no somos los únicos en poder hacerlo. El hecho de imaginar no es tan distinto de la percepción sensual y, a nivel biológico, tiene idénticos efectos.

El estado de la cuestión puede resumirse del siguiente modo: primero, al imaginar algo estamos utilizando los mismos circuitos cerebrales que cuando vemos algo; incluidos los circuitos primarios y más elementales de la corteza visual. Segundo: visualizar mentalmente un objeto o una persona desencadena en el cuerpo los mismos impactos que percibirlo; la imaginación de una amenaza potencial activa procesos biológicos como la aceleración de los latidos cardiacos o el ritmo de respiración de la misma manera que cuando se percibe en la realidad.

Si ver e imaginar son procesos tan parecidos, ¿por qué los sentimos de manera distinta? Porque no son idénticos. Al imaginar están activados los procesos visuales pero no aquellos sensoriales o motores destinados a entrar en acción. Como me recordaba un día Giacomo Rizzolatti, catedrático de fisiología humana de la Universidad de Parma, «podemos imaginar que estamos jugando al tenis pero no movemos ni los pies ni las manos». Todo es idéntico, salvo el último paso, el de mover los pies y las manos que, al imaginar, está inhibido. De ahí que uno se pueda entrenar sólo imaginando. Es evidente que la gran mayoría de gente desaprovecha este recurso.

Después de esta constatación, ¿cuántos de mis lectores seguirán creyendo que enamorarse es -para utilizar el vocabulario de los físicos- una transición de fase, un cambio abrupto y espectacular de la estructura de la materia? El enamoramiento será tan sorprendente como una transición de fase del estado líquido de la materia al gaseoso, pero sigue siendo un acontecimiento dominado por las leyes más elementales de la fisiología.

La proximidad de la capacidad de imaginar a los mecanismos reales aflora, también, en la imaginación motora o de movimientos. En las pruebas realizadas por Stephen M. Kosslynn, del Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, y Giorgio Ganis y William L. Thompson, del Departamento de Neurología del Hospital General de Massachusetts en Boston, se ha podido constatar que cuando se le pide a alguien que imagine cuánto tarda en recorrer, pongamos por caso, el camino que le separa de su amada siempre coinciden el lapso de tiempo figurado en el movimiento imaginado y el lapso de tiempo transcurrido para efectuar realmente el traslado. Una vez más, tanto monta imaginar como monta practicar.

En otras palabras, la imaginación mental puede involucrar al sistema motor de tal forma que, imaginando que se efectúan movimientos no sólo se ejercitan las áreas cerebrales involucradas, sino que se construyen asociaciones entre procesos ejecutados por zonas distintas, lo que conduce a comportamientos más sofisticados. De ahí a concluir que los ejercicios mentales pueden mejorar los resultados de determinados comportamientos no hay más que un paso. Pensar en el ser amado puede mejorar la relación amorosa, de la misma manera que practicar crucigramas puede ayudar a mantener la mente despierta.

El camino está abierto para descubrir cómo se codifican en el cerebro las experiencias personales que son el resultado de la percepción visual y, lo que es más importante, cómo descodificar los resultados de experiencias conscientes. Sabremos entonces cosas que nunca hemos barruntado sobre los mecanismos del amor. Habrá, con toda seguridad, aplicaciones menos inocentes de la nueva capacidad para leer el cerebro. En teoría, el uso del lenguaje, incluido el gestual, está bajo el control de la persona observada, pero la lectura cerebral podría, teóricamente, utilizarse para identificar los pensamientos ocultos o subyacentes de los amantes al decir «sí, quiero», o descodificar los estados mentales de delincuentes sospechosos.

El impacto de la cultura en el amor

En una investigación efectuada por Helen Fisher, de la Rutgers University de Nueva Jersey, Arthur Aron, de la Universidad del Estado de Nueva York y Lucy L. Brown, del Albert Einstein College of Medicine, de Nueva York, se sugería que el amor apasionado o romántico surge, aproximadamente a la par que el nacimiento de la imaginación en las primeras especies de homínidos. El dato es extremadamente revelador.

Al contrario que los primates sociales que habían precedido a esos homínidos enamorados, ellos ya eran capaces de imaginar, de construir estructuras mentales mucho más alambicadas de lo que veían en la realidad. Sólo hay dos formas de hacer caso omiso de la realidad: dejándose llevar por el instinto primordial -que mueve a un perro a cruzar la carretera siguiendo a una hembra en celo a pesar del tráfico rodado que le causará la muerte- o imaginando que la realidad es distinta de lo que es -lo que ocurre con el amor-. Los humanos no tienen rival a la hora de imaginar. Antes siquiera de conocerse, Isabella Burton se enamoró del explorador y escritor británico sir Richard Francis Burton; la Malinche, por amor a Hernán Cortés, abandonó a su pueblo, igual que el duque de Windsor renunció al trono por Wallis Simpson; los actores Liz Taylor y Richard Burton asombraron al mundo con su idilio volcánico y, como apunta Rosa Montero, la propia Evita, enamorada de Perón, «se inventó a sí misma y acabó creyendo su propia ensoñación».

El filósofo Alain de Botton, autor entre otros muchos libros de Del amor, acierta al decir que «el deseo de amar precede al amado, y la necesidad ha inventado su propio remedio. La aparición del bienamado es tan sólo el segundo acto de una necesidad previa, aunque en gran parte inconsciente, de amar a alguien». A Ian Tattersall, de la sección de antropología del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, le gusta recurrir a un concepto inventado, la «exaptación», para ilustrar la fase que precede a la adaptación en procesos vinculados pero diferenciados en la historia de la evolución.

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