El viaje de Hawkwood (52 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

—Bien, tengo una información muy interesante que me gustaría compartir con vos. No se refiere a la guerra actual, sino a un suceso mucho más al oeste, en uno de los estados ramusianos.

—Continúa.

—Al parecer, hay una purga en marcha en el reino de Hebrion, que pretende limpiar el país de todos los habitantes extranjeros. Perdí a dos de mis agentes en sus malditas piras, pero el objetivo principal de la purga parecen ser las comadres, herbolarios, brujos del clima, taumaturgos y magos… en resumen, cualquiera que posea el más mínimo dweomer.

—Interesante.

—Mis fuentes (las supervivientes) afirman, sin embargo, que esta purga fue iniciada por los malditos inceptinos, los sacerdotes negros de Occidente, y que el rey Abeleyn no la ve con buenos ojos.

—¿Por qué no ordena que cese, entonces? —preguntó Aurungzeb malhumorado—. ¿Es que un rey no es un rey en su propio país?

—En Occidente no, señor. Su Iglesia tiene mucha influencia en el gobierno de todos los reinos.

—¡Estúpidos! ¿Qué clase de gobernantes son? Pero te estoy interrumpiendo. Continúa, Orkh.

—Me han dicho que Abeleyn alquiló una pequeña flota, la llenó de hechiceros fugitivos y le ordenó poner rumbo al oeste.

—¿Adonde? Hebrion es el reino más occidental del mundo.

—Exactamente, señor. ¿Adonde? Por lo que yo sé, no atracaron en ningún otro estado ramusiano. Es posible que desembarcaran en las islas Brenn o en las Hebrionesas, pero hay rumores corriendo por la capital.

—¿Qué clase de rumores?

—Se dice que la flota salió con una comisión real para fundar una nueva colonia, y que, además de sus pasajeros y una dotación de soldados, llevaba todo lo necesario para establecerse en una tierra deshabitada hasta el momento.

—¡Orkh! ¿Me estás diciendo que…?

—Sí, sultán. Los ramusianos han descubierto una tierra en el lejano oeste, en algún lugar del gran Océano Occidental, y van a apoderarse de ella.

Aurungzeb volvió a reclinarse en la cama. Orkh permaneció en silencio unos instantes; veía las ruedas girar en la mente del sultán.

—¿Hasta qué punto es fiable esa información, Orkh? —preguntó Aurungzeb al fin.

—No trafico en rumores, señor. Mis informantes saben que darme noticias falsas es la mejor forma de conseguir un final rápido. Los rumores han sido investigados, y tienen sustancia.

Otra pausa.

—No podemos permitirlo, por supuesto —dijo el sultán, pensativo—. Debemos comprobar la veracidad de tus rumores, y si poseen la sustancia que dices, enviaremos nuestra propia expedición y reclamaremos aquella tierra. Pero Ostrabar no es una potencia naval. No tenemos barcos.

—¿Nalbeni?

—Confío en ellos menos que en los ramusianos. No, esto debe hacerse desde más lejos de casa. Los merduk marinos de Calmar. Sí, les encargaré que envíen una flota al oeste, al mando de mis propios oficiales, por supuesto.

—Será caro, sultán.

—Después de Aekir, mi crédito es bueno en todas partes —dijo Aurungzeb con una risita—. Tienes agentes en Alearas. Ocúpate de ello, Orkh. Seleccionaré personalmente a los oficiales de la expedición.

—Como el sultán desee. Pero hay algo que quiero pediros.

—¡Pide! Tu información merece recompensa.

—Deseo ser incluido en esa expedición. Quiero viajar al oeste.

Aurungzeb contempló fijamente el rostro deforme del mago de la corte.

—Te necesito aquí.

—Mi aprendiz, Batak, a quien ya conocéis, es perfectamente capaz de ocupar mi lugar, y no padece la misma enfermedad que me aflige a mí.

—¿Buscas una cura en el oeste, o la muerte, Orkh?

—La cura si puedo encontrarla; la muerte si no.

—Muy bien. Navegarás con la expedición.

Orkh volvió a convertirse en una sombra cuando el visir entró en la habitación, inclinado y con la mirada apartada.

—Sultán, los embajadores de Nalbeni están aquí. Esperan vuestra inimitable presencia.

Aurungzeb agitó una mano.

—Estaré con ellos enseguida.

El visir salió, todavía encorvado. Aurungzeb paseó la vista por la habitación.

—¿Orkh? ¿Estás ahí, Orkh?

Pero no hubo respuesta. El mago había desaparecido.

Las primeras nieves habían llegado al valle del Searil. Shahr Baraz las había sentido en sus fatigados huesos incluso antes de abrir la puerta de la tienda. Le dolía la cabeza. Había transcurrido demasiado tiempo desde los días en que solía dormir bajo las estrellas como sus ancestros, los jefes de las estepas de oriente.

Mughal ya había encendido el fuego. Era casi pálido a la luz de la mañana y entre el resplandor de la nieve. La cellisca siseaba en torno a la madera ardiente.

—El invierno ha llegado pronto este año —dijo Mughal.

Shahr Baraz se puso en pie. La oscuridad se apoderó de su visión hasta que consiguió ahuyentarla parpadeando. Tenía casi ochenta y cuatro años.

—Pásame el odre, Mughal. Mi sangre necesita algo de calor.

Bebió tres sorbos del licor abrasador de leche de yegua, y sus labios dejaron de temblar. Volvía a sentir calor.

—He echado un vistazo al otro lado de la colina mientras amanecía —dijo Mughal—. Han trasladado los campamentos a las pendientes opuestas, y están cavando trincheras.

—Un campamento de invierno —dijo Shahr Baraz—. La campaña ha terminado por este año. No ocurrirá nada más hasta la primavera.

—Jaffan es leal a vos, mi
khedive
.

—Jaffan obedecerá las órdenes de Orkhan, o su cabeza estará clavada en una lanza en cuestión de poco tiempo. No lo dejarán al mando, porque estaba demasiado unido a mí. No, enviarán a otro
khedive
. Sin embargo, espero que Jaffan no sufra por haber dejado escapar a dos viejos durante la noche.

—¿Quién creéis que será el nuevo
khedive
?

—¿Quién sabe? Alguna criatura de Aurungzeb más maleable que yo. Uno que ponga sus ambiciones por encima de las vidas de sus hombres. El Searil se teñirá de escarlata antes de que tomemos esa fortaleza, Mughal.

—Pero caerá en primavera. Caerá. ¿Y dónde estaremos nosotros entonces?

—Comiendo yogur en una cabaña de las estepas.

Mughal soltó una carcajada, inclinó la cara hacia el fuego y puso la tetera sobre las llamas. Tomarían algo de
kava
caliente para reconfortarse antes de levantar el campamento y continuar el viaje.

—¿Les daréis la espalda tan fácilmente? —preguntó.

Shahr Baraz estuvo un buen rato en silencio.

—Soy uno de los viejos
hraib
—dijo finalmente—. Esta guerra que hemos empezado llevará al mundo a una nueva edad. Los hombres como yo y John Mogen no estábamos destinados a ser líderes en los tiempos que vendrán. El mundo ha cambiado, y sigue cambiando. Los merduk ya no son los feroces jinetes esteparios de mi juventud; su sangre se ha mezclado con la de muchos que antes fueron ramusianos, y los viejos tiempos de los nómadas ya no son más que un recuerdo.

»Incluso la forma de luchar está cambiando. La pólvora es más importante que el coraje. Las balas de arcabuz no tienen en cuenta el rango. El honor cuenta cada vez menos. Algunos generales serán artesanos o ingenieros en lugar de soldados, y la guerra será una ciencia llena de ecuaciones y matemáticas. Ése no es mi modo de hacerla, y nunca lo será.

»De manera que sí, voy a darle la espalda, Mughal. Se la dejaré a los jóvenes que vendrán detrás de mí. He visto un ejército merduk marchando por las calles de Aekir; mi lugar en la historia está asegurado. Siempre me quedará eso. Ahora me dirigiré al este, a la tierra de mis padres, para ver las llanuras ilimitadas de Kambaksk y Kolchuk, donde nació nuestra nación, y dejar allí mis huesos.

—Me gustaría acompañaros, si puedo —dijo Mughal.

El terrible anciano sonrió bajo los colmillos gemelos de su mostacho.

—Me encantaría. Dicen que un compañero acorta los viajes. Y este viaje será largo.

—Pero también será el último —murmuró Mughal, y vertió
kava
humeante en ambos vasos.

—Dime qué ves —dijo Macrobius.

Estaban en las almenas de la ciudadela del dique de Ormann, un grupo de oficiales, soldados y un anciano al que le faltaban los ojos. Corfe contempló la extensión de tierra blanca, vacía y cubierta de nieve al otro lado del torrente gris del río Searil.

—No hay nada. Los campamentos han sido abandonados. Incluso las trincheras y muros que cavaron y erigieron son difíciles de distinguir bajo la nieve: meras sombras en las laderas de las colinas. Aquí y allá se ven los restos de una tienda, o un montón de escombros cubierto de nieve. Se han ido, santidad.

—¿Qué es ese olor en el aire, entonces?

—Recogieron a sus muertos durante la tregua, y los quemaron en una pira en uno de los valles más alejados. Todavía se ve el humo, una colina de cenizas.

—¿Adónde han ido, Corfe? ¿Adónde se han llevado a esa gran hueste?

Corfe miró a su comandante. Martellus se encogió de hombros.

—Se han retirado a un campamento invernal, a algo más de una legua de las murallas.

—Entonces los hemos derrotado. El dique está a salvo.

—Por ahora, sí. Volverán en primavera, cuando se fundan las nieves. Pero estaremos preparados. Los haremos huir hasta el otro lado del Ostio y recuperaremos Aekir.

El sumo pontífice inclinó su castigada cabeza, mientras el helado viento agitaba su cabello blanco.

—Gracias a Dios y al bendito Santo.

—Y vos, santidad, habéis cumplido con vuestro deber aquí, y lo habéis hecho bien —dijo Martellus—. Es hora de que vayáis a ocupar el lugar que os corresponde.

—¿El lugar que me corresponde? —dijo Macrobius—. Es posible. Ya no estoy seguro. ¿No ha habido noticias de Charibon?

—No —mintió Martellus—. El rey Lofantyr regresará muy pronto de Vol Ephrir; lo mejor será que estéis en Torunn para recibirlo. Tendréis muchas cosas de que hablar. Corfe os acompañará. Ahora es coronel; ha servido muy bien. Además, es el único toruniano que sobrevivió a Aekir, y podrá contestar las preguntas del rey.

—¿Tan seguro estáis de que los merduk no volverán a atacar, general?

—Lo estoy. Han abandonado sus baterías, y tendrán que combatir para volver a instalarlas. No, mis exploradores dicen que están construyendo una gran carretera de aquí a Aekir para el transporte de provisiones. Y tienen pequeños grupos husmeando por los tramos superior e inferior del Searil, buscando el modo de rodear el dique. No lo encontrarán. Los fimbrios sabían lo que hacían cuando construyeron aquí su fortaleza. La campaña ha terminado por este año. Pasaréis un invierno más confortable en Torunn que aquí, santidad, y nos seréis más útil allí.

—¿A qué os referís? —preguntó Macrobius.

—Me refiero a que quiero que vos y Corfe convenzáis al rey Lofantyr. El dique debe ser reforzado antes de que se fundan las nieves. Los merduk han tenido problemas en su mando, y ésa es una de las razones de que sigamos aquí. Pero en primavera se nos echarán encima otra vez, bajo un nuevo general. Eso dicen los rumores.

Macrobius pareció sobresaltarse.

—¿Acaso ha muerto Shahr Baraz?

—Muerto o destituido; no hay mucha diferencia. Pero se dice que el Ostio está lleno de botes de aprovisionamiento, muchos de ellos cargados de armas de fuego. Su táctica será distinta cuando regresen, y hemos perdido la barbacana oriental. Nuestra presencia aquí pende de un hilo, pese a las estúpidas celebraciones en los campos de refugiados, otro tema que Corfe tendrá que abordar cuando se reúna con el rey.

Macrobius sonrió irónicamente, y sus ojos ciegos miraron a Corfe.

—Has llegado muy lejos, amigo mío, desde que compartimos un rábano quemado en la carretera del oeste. Te has convertido en un hombre que trata con reyes y pontífices, y tu estrella aún no ha terminado de ascender; puedo sentirlo.

—Llevaréis a treinta soldados de Ranafast como escolta —dijo Martellus, algo incomodado—. Es todo lo que podemos dedicaros, pero debería bastar. La carretera del sur continúa abierta, pero deberíais partir lo antes posible.

—Ya no viajo con solemnidad, general —dijo Macrobius—. Llevo encima todo lo que poseo. Puedo partir cuando deseéis.

—Es el momento de que el mundo vuelva a ver a Macrobius, y conozca las cosas que se han hecho aquí. Nos ha ido bien, pero sólo ha sido la primera batalla de una larga guerra.

Llegaba el invierno. Incluso en Vol Ephrir, la calidez desaparecía del aire, y los árboles llameantes estaban cada día más desnudos. El Cónclave de Reyes se alargaba de modo interminable mientras la tierra se preparaba para un invierno temprano, un invierno crudo que ya estaba volviendo impracticables las montañas. La estación sería larga y dura, todavía más para aquéllos cuyas tierras se encontraban bajo la sombra de la invasión y la guerra.

El sumo pontífice de Charibon, Himerius II, había proclamado una bula pontificia declarando impostor y hereje al anciano ciego del que se decía que era Macrobius y que se había refugiado en el dique de Ormann. Su valedor, el general toruniano Pieter Martellus, que había conseguido defender el dique contra el ejército de Shahr Baraz, era acusado de herejía en ausencia, y se enviaron mensajeros a Torunna para exigir su destitución y castigo.

Una segunda bula autorizaba a las autoridades clericales de los Cinco Reinos ramusianos de Occidente, además de sus ducados y principados, a capturar y retener a cualquier persona o personas que emplearan la magia negra, que fueran nativos de un estado externo al redil ramusiano, o que se opusieran públicamente a la captura de alguno de los anteriores. Las propiedades de tales personas se considerarían confiscadas, y se repartirían entre las autoridades eclesiásticas y seglares de la región, mientras que los acusados debían permanecer detenidos a la espera de un juicio religioso.

Aproximadamente al mismo tiempo, dos mil Caballeros Militantes llegaron a Abrusio, en el reino de Hebrion, y fueron recibidos por los representantes de la orden inceptina. La ciudad de Abrusio quedó bajo la ley teocrática, gobernada por una asamblea de inceptinos y nobles que sólo respondían ante el sumo pontífice y el rey de Hebrion… que por desgracia se encontraba lejos, en Vol Ephrir. El primer día del nuevo gobierno estuvo marcado por la quema de setecientas treinta personas, vaciando así las catacumbas para la llegada de nuevos herejes y extranjeros que los Militantes detenían por toda la ciudad y el reino.

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