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Authors: Manuel Mújica Láinez

El viaje de los siete demonios (9 page)

Esta aseveración llevó al colmo el rendimiento de la hermana del fabricante de salsa de pescado. Mostró, pues, a los huéspedes, sus respectivas habitaciones y se retiró a la suya, trémula de alegría.

Desde entonces, los demonios fueron los auténticos señores de la casa. Mammón y Asmodeo la abandonaban a diario, ambos con el pretexto de descubrir una residencia permanente, pero, en realidad, el primero para indagar los progresos pompeyanos de la avaricia, y el segundo para inspeccionar las tabernas y lupanares. Los otros quedaban en la exedra, o en el atrio del impluvium, tomando fresco, a diferencia de los ciudadanos, que pasaban el día fuera de sus moradas. Solía Belcebú demorarse en la cocina, donde probaba las cocciones. Nonia Imenea, que se entendía perfectamente con él, anotaba las recetas curiosas dictadas por el demonio. Cuando regresaban los ausentes, encantábase la señora con la noticia de que aún no habían hallado nada digno de la grandeza de Fulvia. No bien desaparecía Nonia y se iban sus esclavos, los diablos, recoletos, intercambiaban impresiones.

—Los institutos de placer —decía el libidinoso Asmodeo sobreabundan y están bie, bien surtidos. En ellos trabé relación con mucha gente, y ya empiezo a ser popular. Convoco a viejos y jóvenes, de los tres sexos, y me divierto enseñándoles entrelazamientos y ensambladuras que no podían imaginar, como ciertas pirámides y el uso de adminículos raros, que suplen y complementan artísticamente a los órganos habituales. Creo que estoy encabezando una verdadera revolución de las costumbres. Me complace difundir con la práctica lo que concierne a mi ramo. Soy un misionero.

—Su Excelencia se divierte —refunfuñó Satanás—, mientras que nosotros nos aburrimos. Estoy harto de los frutos de la higuera. El Almirante nos comenzó a leer «Los últimos días de Pompeya», pero a las treinta páginas desertamos a Lord Lytton. A más, se corría el riesgo de que Nonia se presentase inesperadamente —cosa que hace, por prudencia, cada vez menos— y que se emperrase en saber de qué se trataba. ¿Se da cuenta Su Excelencia de su asombro, de su espanto, ante un libro impreso… y en inglés? Debemos cuidarnos y evitar, sobre todo, el anacronismo. Dada la ineficacia del novelón, el Almirante recurrió a la literatura erudita y materializó dos volúmenes en alemán sobre temas pictóricos de esta región: "
Komposition der pompeianischen Wandgemälde
" y "
Geschichte der decorativen Wandmalerei in Pompeji
". Tampoco nos entretuvieron.

—A mí —declaró Lucifer— me interesó lo que trae el otro libro, el de Gaston Boissier, cuando reproduce la opinión de Petronio y de Plinio sobre las pinturas pompeyanas. Declaran ambos, al estudiar esas obras y compararlas con las del pasado, que «la pintura ha muerto». Es fatal, pero dicho juicio se repite de época en época, y la pintura sobrevive a sus censores. La prueba la tenemos, sin ir más lejos, en el retrato de Goethe, con orejas de burro, que adorna el Pandemónium infernal. Es una obra notable, y sin embargo ha sido pintada recientemente.

—Sospecho —manifestó Leviatán— que a ese retrato lo pintó el propio Diablo. El Diablo es un artista de primer orden, aunque pintor ingenuo.

—¡Muy bien, muy bien! —gimió Satanás—. Estoy conforme. Pero esto no resuelve nada. Lo indiscutible es que nos fastidiamos aquí… todos, fuera del incansable Asmodeo y de Belcebú, a quien pretende Nonia Imenea.

—¿Y esa novedad? —interrogó el de la lujuria.

—Ha dejado de serlo. Andan siempre juntos. Pasean por el jardín. Vagan y divagan. La triple viuda acabará por seducirlo.

Enrojeció hasta las orejas el mencionado, y dejó de alimentarse. La toga convenía a sus redondeces, y sus labios parecían cerezas.

—Hablamos de cocina —balbuceó—, de cocina…

—En fin —prosiguió Satanás— nos hastiamos. Y la culpa recae sobre Mammón, quien no cumple como debe. Pierde el tiempo; los días transcurren; y aquí estamos, aguardando que lleve a cabo su tarea.

—Ocuparse del asunto de Tiffauges —reclamó el demonio frugal— fue incomparablemente más hacedero. Había allí sólo dos personajes: Gilles de Rais y Madama Catalina. Y Barba Azul había muerto. Era imposible errar.

Se enfadó el soberbio:

—Recuerdo que Sus Excelencias (me parece que quien lo puntualizó fue Su Excelencia Satanás) señalaron entonces lo arduo que sería tentar con el desenfreno del orgullo a una mujer definitivamente humillada.

—Sí, y Su Excelencia dirigió muy bien la operación —acordó el otro—. Pero sabía, de entrada, a dónde dirigir su empeño, mientras que aquí falta aún el blanco donde ejercitar la puntería. Los pompeyanos ¡ay! no piensan más que en dilapidar y en exhibir su grosero fausto. Empero —y sacó una libreta— he recogido apuntes que me llenan de esperanza. Oigan éste; es una inscripción que adorna el umbral de la casa del negociante Siricus: «Salve Lucrum» y esta otra inscripción: «La ganancia es la felicidad». Son pistas. Hay que seguir buscando. Hay que acertar con algo gordo.

—Y encuéntrelo a prisa, Excelencia —dijo Satanás—. A prisa, antes de que el tedio nos torne impotentes.

La vida continuó desarrollándose, monocorde, en la casa de la vía de Nola. Se inició el mes de agosto, y los pompeyanos reclamaban sin éxito el auxilio de la brisa del mar. Los combates de gladiadores se efectuaban bajo toldo. Nonia Imenea ofreció una comida, preparada por Belcebú, sin un higo, en honor de sus huéspedes. Asistió a ella Publius Cornelius Tegetus, el de la salsa, a quien los demonios tacharon de ordinario y grandilocuente. Habló de su casa, de su efebo de áureo bronce, que iluminaba, como portalámpara, los nocturnos simposios del jardín; de sus estatuas pequeñas, que sostenían vasos argénteos, destinados a contener el condimento de su elaboración. Su mal gusto desbordaba en los ademanes. Redimió a los demonios el esplendor de los aprestos culinarios inventados por Belcebú. Presidía la fiesta Quieta Fulvia, quien sólo se desentendía del sueño para nutrirse. Llameaba su pectoral de oro macizo, con entrecruzadas flores de loto, bellotas y máscaras de Sileno. Su refinada diadema, labrada en una lámina de oro, estaba compuesta de hojas de roble. Mammón espiaba esas joyas de hito en hito, y se retorcía las manos, como si las tuviese que pagar. La hermana de Tegetus, que con cualquier motivo rozaba a Belcebú, no le iba en zaga a la bisnieta presunta de los reyes de Roma. Lucía un pesado collar de raíces de esmeralda y perlas; en cada dedo un anillo; y largos pendientes de filigrana, que sonaban y se estremecían con los menores movimientos. Fulvia Belfegor (de los Belfus), a quien Publius Cornelius trataba de "augusta', pronunció, en el curso del extenso festín, una solitaria frase, que aclamaron los de la provinciana Pompeya, sin entender su significado, ciertamente, pero que atribuyeron al lenguaje de la vieja corte:

—Dormir —dijo, entrecerrando los ojos—,
that is the question
.

Durante la comida se mostró, visible para los de allende el Aqueronte, la máquina de fotografiar. Caminaba sobre su trípode, como una zancuda que fuese un cíclope también, pues fijó su pupila impar sobre los comensales, y luego desapareció, brincando. Los siete del Hades, conscientes de la trascendencia documental de la cámara, le presentaron, para la eternidad, sus nobles perfiles romanos, sus impecables narices, de medalla, de moneda, de camafeo, de busto. Asimismo se mostraron las moscas verdes, que vanamente manoteó Tegetus.

—¿De dónde saldrán tantas moscas, Nonia Imenea? —protestó—. No las hay en ninguna parte.

—Han invadido la casa, y no me explico su origen.

Los diablos clavaron los ojos reprobadores en Belcebú, Señor de las Moscas. Las detestaban, molestas y sucias, y habían ensayado mil medios infructuosos para librarse de ellas, pero los seguían rondando.

—La mosca —proclamó Belcebú, ante la sorpresa unánime— es el mejor amigo del hombre —y apartó con avergonzado melindre una, que se había posado sobre el filete, desbordante del garum de Publius.

—Original opinión, procediendo de un maestro de la cocina —comentó Nonia, y añadió, con un suspiro hondo que le hizo tintinear los pendientes—: Me encanta la originalidad.

A Tegetus, esa extravagancia lo desconcertaba. No podía ubicar a los forasteros. Mientras se alejaba, precedido de antorchas, se confesó amargamente que todavía le faltaba mucho para ser un patricio. Tal vez sus hijos lo consiguiesen. Tal vez ellos empleasen el arcaico idioma de Quieta Fulvia y mantuvieran con las moscas una amistad sincera.

Los días se estiraron, y Asmodeo renunció a salir. Ya no lo solazaban los lupanares. Los asiduos eran muy inhábiles y, en consecuencia, reproducían desmañadamente sus sutiles combinaciones. Resolvió aplicar sus dotes plásticas, que pulía por imitar al Diablo, a sacudir la modorra, y plasmar una estatua de Lucifer. Éste se prestó, no ocultando su ufanía. Realizaron la obra en la exedra, abierta hacia el jardín y sus blancos pavones. Acomodaban en un diván a la hipnótica Fulvia; Leviatán retomó, por zanganería, el primer tomo aborrecido de «Los últimos días de Pompeya», y leyó en voz alta; Satanás y Belcebú jugaban a las damas, al "
ludus lutrunculorum
". Quería Asmodeo lograr un fauno danzante, y para ello Lucifer recobró su aspecto habitual. El artista le suprimió las pezuñas, substituyéndolas por afinados pies; redujo su cola; curvó sus brazos; le adelantó una pierna; infundió un ritmo jocundo y sensual a ese cuerpo admirable. Esculpía como si acariciara. Y la obra se fue definiendo, para envidia de Leviatán, quien hubiera deseado servir de modelo del semidiós campestre, a pesar de su cabeza de cocodrilo. Trajinaba la cámara entre las columnas. Al examinar sus fotografías, Satanás reprodujo las lamentaciones:

—La parcialidad es clara. El que siempre aparece bien es Lucifer. ¡Mírenme a mi! ¡qué expresión! ¡qué cejas! Esta máquina, o ha sucumbido frente al soborno, o padece un defecto visual. Tendría que usar monóculo.

Estaban una tarde entregados a la tarea escultórica y a la lectura, aprovechando que Nonia había ido a lo de su hermano, cuando pasaron un gran susto, porque casi los pescó uno de los esclavos negros. Dispusieron de segundos para que Lucifer se enfundase en su toga y cíñese su rostro cesáreo, y para que se hiciese humo el libro delator. Oyeron al siervo que les anunciaba una visita. Deletreó su nombre, con inseguridad africana:

—Marcus Molochius Potenter.

Ignoraban los de la exedra quién podría ser, pues carecían de relaciones en el golfo de Nápoles y en la Campania toda. Se les ocurrió que acaso fuese un enviado de Mammón, un posible avariento, a quien les convendría examinar, y dieron orden de que entrase. Previamente se refirieron a la novela inglesa que su prestidigitación había escamoteado.

—Que desaparezca
in aeternum
—mandó Lucifer—. Digamos un categórico adiós a Lord Lytton. A mí me empalaga.

—A mí me pone nervioso y no me deja trabajar —vituperó Asmodeo.

De esa suerte se evaporaron, rumbo al perpetuo exilio, «Los últimos días de Pompeya», en tanto que el desconocido ingresaba en el intercolumnio.

No obstante la articulada careta, descubrieron al punto de quién se trataba, y consiguientemente que no venía en nombre de Mammón. Lo vendían los rasgos de ternero, que prevalecían sobre el falso físico romano. Era Moloch, miembro del Consejo Infernal. Calcularon que estaba de paso por Pompeya, camino del país de los amonitas, donde se le tributaba especial adoración y le sacrificaban criaturas y lo acogieron afablemente, como a un colega que gozaba del favoritismo del Diablo Mayor. Le escanciaron una copa de Falerno y lo convidaron con una bandeja de higos, pero presto los desengañó el visitante, quien rechazó las invitaciones. Sin sentarse siquiera, oscilante la cabezota vacuna, embarazado por la toga, les comunicó:

—Excelencias, me manda el Señor Diablo. Su Majestad les comunica, por mi intermedio, que en ningún instante, desde que emprendieron su gira, ha cesado de ejercer una vigilancia minuciosa sobre Sus Excelencias. El Diablo mismo organizó un servicio de información tan perfecto que ni siquiera ustedes, con ser algunos muy ladinos, han podido sospechar que los acompañaban investigadores sagaces. La genial invención de seres invisibles que son invisibles para los invisibles, ha permitido a Su Majestad ponerse al corriente, de continuo, sobre el desarrollo de su misión. Ahora bien, y eso motiva mi presencia, el Señor Diablo me ha ordenado que les transmita su descontento. Es su parecer indiscutible que la segunda etapa de su faena progresa muy mal. Sus Excelencias desperdician el tiempo. Se retrasan aquí, comiendo, bebiendo, holgando, recreándose en lupanares y con lecturas fútiles. Si no desean incurrir en la cólera de nuestro amo, se les avisa que se den maña y que se apresuren. Recuerden que Su Majestad no los destacó a la Tierra para que se distraigan, sino para que trabajen.

Dicho esto, y sin permitir que le replicaran o que lo escoltasen hasta la puerta, el demonio ternero volvió sobre sus pasos, mugió despreciativamente, y se desvaneció en la penumbra.

Angustiados, perplejos, fríos, pese a la canícula cruel, quedaron los jefes de los Siete Pecados, ante la severidad de las noticias. ¿Quién se creía este Moloch, para dirigirse a ellos así? ¡Allá él, sus amonitas y su facha de becerro enmascarado! ¡Cómo! ¿a los príncipes se los vigilaba? ¿De qué valían sus fueros, sus servicios a la causa diabólica? ¿No había sido intachable la aventura de Tiffauges? Ojearon alrededor, recelosos; aguzaron su sensibilidad susceptible, hasta el extremo, y no captaron nada. Se creían libres y estaban cercados. Entonces Satanás, violento, se encaró con el de la lujuria:

—El delito (si delito hay) en buena proporción recae sobre Su Excelencia. ¿Qué lo impulsó a ambular por los prostíbulos, en desmedro de su función diplomática? Se refocilaba, sin duda, retozando entre las rameras y los rufianes, enseñándoles figuras eróticas. ¡Muy mal! Le repito palabras regias: éste no es un viaje de placer, sino un viaje de estudios y de trabajo.

—Yo no hice más que ocuparme de mis cosas, como si no hubiese abandonado mi dirección general, en el Infierno.

—En cuanto a las lecturas —dijo Leviatán—, el Diablo, si lo han instruido correctamente de lo que nos atañe, estará al tanto de que no han sido fuentes de satisfacción, sino de bostezos y de esplín. Nos hemos martirizado, leyendo, en aras del mejoramiento espiritual. Y ya estará al tanto de que nos hemos despedido de Lord Lytton para siempre.

—¡Para siempre! —se alivió el eco de Belcebú—. Y convengan en que si yo me quemé las pestañas frente a las ollas, ha sido porque no sólo de pan viven los demonios, sino, precisamente por su exquisita condición, de supremas dulzuras.

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