El viajero (43 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

En cuanto vio a la detective, cayó en la cuenta de que la conocía, la había visto en el
lycée
a raíz de la muerte de Delaveau, incluso había respondido a sus preguntas sobre los chicos desaparecidos la noche de Halloween. Desde entonces no habían vuelto a hablar, aunque por lo visto ella había sufrido un salvaje ataque en los días siguientes.

Los ojos saltones de la detective sometieron a la figura delgaducha y alta del chico a un minucioso repaso en cuanto este entró al salón. De arriba abajo y de abajo arriba; hasta que la mujer no se sintió satisfecha de su análisis visual, ni siquiera se molestó en presentarse.

—¿Te acuerdas de mí? Soy la detective Marguerite Betancourt —dijo al fin, con su voz atronadora, dirigiéndose a aquella cara imberbe, blanda y pálida—. Hablamos en el
lycée
sobre los dos chicos desaparecidos. Me encargo también del asesinato del profesor Delaveau.

Jules, algo intimidado ante la concentración de fuerza que intuía en aquel corpachón, asintió mientras ofrecía a la policía uno de los sillones sobre el que ella aterrizó. Él se acomodó en otro cercano cruzando las piernas, en un gesto que Marguerite interpretó como defensivo. Jules todavía tenía el pelo mojado de la ducha, y goteaba sobre su camiseta negra transmitiéndole pinchazos de frialdad.

—Usted dirá... —musitó Jules, con su tez blanquecina, mirando al suelo—. Mi madre se ha quedado un poco... sorprendida con su visita.

—¿Y tú no?

El chico se apresuró a matizar su comentario:

—Sí, sí. Yo también, claro.

Jules observaba ahora la alfombra bajo la mesa, frotándose las manos. Prefería no afrontar las pupilas inquisitivas de la mujer, no fuera a sacarle algo sobre la Puerta Oscura.

—Tienes dieciséis años.

—Sí. ¿Puede estar presente mi madre?

Marguerite sabía que no podía oponerse a eso, ya que Jules era menor. Pero prefería que aquel chaval no dispusiera de apoyos, así que atacó uno de los puntos débiles más comunes entre los adolescentes:

—Sí, ella puede estar. Pero pensaba que eras lo bastante mayor para resolver tus asuntos...

Jules lo pensó un instante. Aunque se percató de la estrategia de la detective, decidió seguirla, pues no le interesaba que su madre pudiera sospechar nada del hallazgo de Pascal.

—De acuerdo —aceptó—, tampoco necesito que esté.

—Yo también creo que es mejor así.

Marguerite se fijó en las manos del chico, de piel tan clara que se transparentaban las líneas azules de las venas. Sin duda, una piel perfecta para multiplicar el impacto estético de la ropa gótica. En ese momento, Jules le recordó a Brandon Lee en la película
El Cuervo
, aunque más delgado.

—¿Estás nervioso, chico? —le soltó, sin previo aviso, cuando el silencio empezaba a hacerse incómodo.

—No, señora.

En realidad, sí lo estaba. Jules ya tendría que haber subido al desván para custodiar el arcón. Inquieto, se preguntaba qué pretendía aquella mujer. ¿Qué quería? ¿Por qué había venido?

—Vaya un caso raro el de Raoul y Melanie —opinó Marguerite—. Acudieron a tu fiesta, de hecho fue allí la última vez que fueron vistos con vida. Una noche intensa la de este Halloween, ¿verdad?

«Bueno», se dijo Jules. «Mientras vayan por ahí los tiros, no pasa nada.»

—Sí, señora.

Ella entrecerró los ojos, escudriñándolo incluso a partir de su vestimenta: botas, camiseta
heavy
—que dejaba al descubierto unos brazos blanquísimos sin rastro de vello—, pantalones negros, pulseras en las muñecas. Jules cedió de nuevo en aquel pulso y bajó la mirada.

—Bueno, ¿me lo vas a decir o no? —la voz de Marguerite se había vuelto más seca—. Qué jueguecito os traéis entre manos. Cuanto antes lo hagas, mejor para todos.

Ahora Jules sí levantó la cabeza.

—¿Me está interrogando, señora?

Aquella pregunta hizo cierta gracia a la detective, que suavizó de forma casi imperceptible su rostro. Se lo tomaba muy en serio cuando se veía obligada a interpretar el papel de «poli mala». Confiaba en intimidar a aquel jovencito paliducho, aunque quizá lo había subestimado, a la vista de su última reacción.

—Todavía no —contestó—. Pensaba que podíamos evitar a tus padres el mal rato de llevarte a comisaría y todo eso.

—Vale. Lo que pasa es que no sé a qué se refiere.

Los dos se estudiaban mutuamente, Marguerite sentía que había perdido algo de terreno, pero no estaba dispuesta a ceder más.

—Tienes cara de sueño —observó malintencionada—. ¿Te acostaste tarde ayer?

Nuevo retroceso del chico, cuyo rostro juvenil se leía como un libro abierto.

—No... yo... bueno, es que me quedé estudiando...

—En tu habitación, supongo.

Cuando Marguerite se ponía en plan rompehielos, no había quien detuviera su avance implacable. Jules se había encogido de forma inconsciente sobre el sillón, síntomas que la detective apuntaba en su mente.

—Sí... en mi cuarto.

—¿Le preguntamos a tu madre para confirmarlo? —experta manipuladora, clavó en Jules sus ojos escrutadores, aumentando así el «efecto encerrona» de sus palabras.

El chico se mantenía mudo. Golpeaba con una de sus botas el suelo, de forma inconsciente.

—Sé muchas cosas —mintió la detective buscando que el chaval le ayudase a interpretar el episodio de la noche anterior—. ¿Comenzamos hablando de la Vieja Daphne?

Ahora sí que Jules dio un respingo. Volvía a mirar a Marguerite, con una mezcla de asombro y cautela. Sin necesidad de que respondiese, la detective comprobó que aquella maniobra no iba a ser tan fácil.

—No sé de qué me está hablando, señora.

La voz del muchacho, aunque débil, había sonado hostil. Vaya, Marguerite estaba descubriendo que, fuera lo que fuese lo que ocultaban, él no iba a dar su brazo a torcer.

—Creía que eras un chico inteligente —comentó la detective—, lo que nos iba a ahorrar tiempo a los dos. Pero veo que no. ¿No te das cuenta de que es absurdo que mientas? ¿Es que hace falta que te facilite más datos? —ella, con la intención de fingir que sabía mucho más de lo que en verdad sabía, sacó a relucir el encuentro frente al instituto anatómico forense—. Por ejemplo, un nombre: Dominique Herault.

Jules era la viva imagen de la duda, de la indecisión. Marguerite supo que su víctima estaba a punto de caer, pero contuvo su impaciencia con la pericia de un tahúr. A través de la puerta cerrada del salón, intuyó la presencia intrigada de la madre. No les concedería mucho más tiempo, y su entrada arruinaría el ambiente opresivo que la detective había provocado para hacer hablar al chico. Tenía que conseguirlo ya.

—Voy a tener que sacar el tema del lugar al que fuisteis con el coche de la vidente ayer por la noche... —Marguerite había dosificado la información de la que disponía para sacarle todo el partido, pero la acababa de agotar—. ¿Me vas a obligar también a concretar lo que hacíais allí?

No tenía ni idea de eso, y la curiosidad quemaba a la detective por dentro. Aunque, viendo a aquel muchacho y a la propia Daphne, dudaba que tuvieran algo que ver con las terribles muertes de Delaveau, Raoul y Melanie. A lo mejor estaban metidos en otro asunto ilegal, pero no en los crímenes que ella investigaba.

El autor de aquellas atrocidades había hecho gala de una maldad tan absoluta que los perfiles de esas personas resultaban demasiado cotidianos. Anodinos en su propia excentricidad.

De todos modos, Marguerite quería cubrir todas las direcciones, todas las corazonadas. Por eso no se guardó nada en la recámara, había quemado su último cartucho. No albergaba ninguna seguridad en que Jules Marceaux fuera a rendirse, en cualquier caso. ¿Con qué podía amenazarlo, si no caía en la trampa? ¿Con un simple allanamiento de morada en un viejo edificio vacío? Qué pérdida de tiempo, frente a todo lo que ella tenía entre manos.

Por no hablar de su jefe, que le echaría los perros si no avanzaba pronto en el caso Delaveau. Mientras el asesino no actuara de nuevo... Aquella asfixiante cuenta atrás en la que se hallaba inmersa desde hacía días provocó una truculenta imagen en su cabeza: un enorme reloj de arena, cuyo cuerpo de cristal transparente no dejaba ver granos de tierra, sino espesas gotas de sangre oscura. Iban precipitándose una a una, aumentando el líquido rojo contenido en la cápsula inferior, la sangre derramada.

Y otra gota. Y otra. La repentina ensoñación culminó con el estallido violento de aquel imaginado receptáculo de vidrio, incapaz de soportar en su interior tanta sangre.

Había que evitar llegar a ese instante. Había que detener aquella carrera inhumana.

Porque el asesino volvería a matar.

—Fue una simple sesión de psicofonías —contestaba por fin Jules recuperando algo de aplomo, sin percatarse del gesto ausente de la mujer—. Fuimos con una grabadora y estuvimos allí un rato. Solo eso. Mi madre no lo sabe porque no le gusta que yo haga esas cosas. Ya me quitó una tabla de güija que tenía. Y de Dominique no sé qué decirle: vino a mi fiesta, pero yo casi no lo conocía.

Marguerite se dio cuenta de que había perdido aquel combate. El chico le había dado una explicación falsa pero perfectamente plausible del episodio de la noche anterior, que la dejaba sin más armas para prolongar el improvisado interrogatorio.

Los dos se miraron, él sin perder su semblante cauto, ella con cierto cariño. A pesar de su fracaso, le había caído bien aquel chaval, que acababa de demostrar una entereza que ya la quisieran muchos adultos.

—¿Eso es todo? —inquirió ella, un mero formulismo tras su farol inútil.

—Sí, señora. Le agradecería que no se lo comentara a mi madre.

Marguerite sonrió, levantándose. Le dio unas suaves palmadas en la mejilla al muchacho.

—Ya nos veremos. Saluda a la bruja esa de mi parte.

—No sé si la volveré a ver, pero vale.

Marguerite todavía se dio cuenta de que la camiseta
heavy
del chico mostraba unas extensas manchas de sudor en la zona de las axilas. El muchacho había soportado una presión mayor que la que aparentaba.

Minutos más tarde, Jules permanecía asomado a una de las ventanas del piso de sus padres, viendo alejarse por la calle a la detective, en dirección a la iglesia de la Madeleine. Suspiró. Había estado a punto de meter la pata, hasta que cayó en la cuenta de algo: aquella mujer no había mencionado en ningún momento a Pascal ni el desván.

Eso había sido definitivo a la hora de mantener su resistencia: Marguerite Betancourt no sabía, en realidad, nada del asunto en el que andaban metidos. Y percatarse de ello le había permitido no caer en la trampa, se dijo Jules con satisfacción cerrando la ventana.

Merecía estar en el grupo del Viajero. Acababa de ganarse el derecho a conocer el secreto de la Puerta Oscura.

* * *

Beatrice fue la primera en cruzar el paso estrecho entre las ciénagas humeantes, arriesgándose con generosidad para valorar el peligro antes de que el Viajero se expusiese a aquel trance. En completo silencio, con lentitud, la chica terminó de cubrir los diez metros de longitud de aquel improvisado puente de tierra. Nada ocurrió.

Ahora le tocaba a Pascal, que se debatía entre la impaciencia por cruzar —seguía oyendo ruidos tras él— y el temor a hacerlo.

—Vamos, Pascal.

Beatrice hablaba en voz baja, instándole con gestos a que se decidiera. El hecho de que a ella no le hubiera ocurrido nada no convencía al Viajero; ninguna criatura atacaría a un espíritu errante si detrás venía un vivo.

Además, Pascal sentía ahora el tacto helado del talismán de Daphne, lo que sin duda era muy mala señal. Aquella bajada de temperatura del metal indicaba la proximidad de criaturas malignas.

Al fin, acuciado por nuevos y sospechosos remolinos de líquido fangoso cerca de él, Pascal logró la determinación suficiente e inició su avance entre las charcas, ante el gesto expectante de Beatrice. Ella lo esperaba con los brazos extendidos, para agarrarlo en cuanto quedara a su alcance.

Al principio, todo fue bien. Los pies inseguros de Pascal fueron ganando terreno hasta los dos metros. Sin embargo, cuando se encontraba a mitad de camino, un chapoteo en la ciénaga de la derecha pareció responder a su paranoia, anunciando que la calma llegaba a su fin.

Así ocurrió. Pascal, viendo lo que estaba a punto de suceder, intentó echar a correr, pero fue en vano. Solo pudo preparar su movimiento antes de que de aquellas aguas estancadas surgiera un tentáculo correoso que, como un disparo, alcanzó una de sus piernas. Beatrice gritó horrorizada mientras el Viajero caía al suelo, a punto de precipitarse en la ciénaga donde ahora las aguas se removían furiosas, con la agresividad de la corpulenta masa de carne que ocultaban bajo el oleaje. A Pascal lo salvaron unas piedras que sirvieron de asidero a sus manos para compensar los tirones de aquella extremidad repugnante, una especie de híbrido entre tentáculo y trompa, pues contaba en su extremo con una boca succionadora. Enroscado en su pierna, tiraba de él hacia la burbujeante superficie de la ciénaga.

Beatrice, incapaz de asistir a aquella escena sin actuar, intentó acercarse, pero varios chapoteos amenazadores cerca de ella la advirtieron de que no llegaría hasta el Viajero si insistía en ello.

—¡Aguanta, Pascal!

La voz de Beatrice llegó hasta el chico, estrangulada de tensión. Pascal, con el rostro enrojecido por el esfuerzo, alcanzó una de las piedras del suelo y procuró golpear aquella piel de reptil que seguía acercándolo a unas aguas donde sería engullido en cuestión de segundos. En esta ocasión no sirvió de nada, el arrastre continuó. Las zapatillas de Pascal ya rozaban el líquido turbio, mientras sus brazos resistían estirados al máximo para impedir la caída final.

Las aguas de la ciénaga se agitaron todavía más, y Pascal observó aterrado cómo de ellas iba emergiendo una criatura de aspecto repulsivo, una especie de pulpo gigante dotado de un hinchado abdomen chorreante de lodo. El monstruo agitaba su cabeza exhibiendo unas enormes fauces dentadas. De su cuerpo nacían multitud de tentáculos, algunos de los cuales se dirigían hacia Pascal con sus bocas de lenguas ásperas.

¿Cómo podía ser que aquella criatura, bastante más grande que él, se escondiera en aquellas ciénagas? Pero ¿qué profundidad tenían aquellos pozos pestilentes?

—¡La daga! —aulló Beatrice—. ¡Utiliza la daga!

Pascal reaccionó, preguntándose cómo podía haber sido tan estúpido de olvidar aquel poderoso instrumento. El pánico había bloqueado su mente, algo que no podía volver a ocurrir.

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