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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

El violín del diablo (31 page)

—Ahora mismo calculo que quedarán dos o tres personas en el piso de arriba. Puede que el director de la JONDE, que suele quedarse hasta tarde, y la subdirectora del Auditorio, que le echa más horas que nadie.

No volvieron a cruzar palabra en todo el trayecto, durante el cual fueron mecidos por el rítmico tintineo del manojo de llaves que el vigilante llevaba colgando de un mosquetón sujeto al cinturón.

Cuando llegaron a la Sala del Coro y el gordo les abrió la puerta, surgió un problema inesperado: el tipo no sabía dónde estaba el cuadro de luces de la sala.

—Es la primera vez que bajo aquí a estas horas, y como durante el día hay un encargado… —se justificó el agente.

—¿No hacen una ronda por la noche? —preguntó el policía.

—Sí, pero no damos las luces. Llevamos linternas. Y eso ahora; los de antes ni siquiera se tomaban la molestia de bajar.

—¿Los de antes?

—Hasta que llegamos nosotros había otra empresa encardada de la seguridad del Auditorio. Pero algo pasó que no les renovaron el contrato.

Perdomo estuvo a punto de seguir indagando en el tema, ya que tenía el pálpito de que el falso cantaor flamenco le estaba ocultando algo. Pero era primordial solucionar cuanto antes el problema de la luz, así que instó al vigilante a que resolviera el asunto lo más rápido posible. El guarda se desplazó hasta un cuartito cercano, situado en el pasillo, donde estaban todos los interruptores diferenciales de la planta, y por el sistema de ensayo y error, fue accionando cada uno de ellos hasta que Perdomo le avisó de que por fin se había hecho la luz en la Sala del Coro.

—¿Necesitan que me quede aquí? Se lo digo porque dentro de diez minutos escasos mi compañero y yo tenemos que hacer la ronda.

El inspector comunicó al guarda que no era necesario que permaneciese con ellos, siempre que dejara las luces del pasillo encendidas. El guarda se despidió y comenzó a alejarse, momento en el cual Perdomo se acordó del interrogante que le había surgido hacía unos minutos:

—La compañía de seguridad que había antes ¿por qué no renovó?

La pregunta tuvo la virtud de dejar clavado en el sitio al vigilante.

Tras unos segundos de vacilación, el hombre se volvió y sin moverse de donde estaba, como si temiera que al acercarse demasiado a Perdomo éste pudiera sonsacarle más de la cuenta, decidió responder:

—Yo no estoy informado directamente, porque cuando nosotros llegamos, ellos ya se habían ido. Pero el personal del Auditorio me ha dicho que los vigilantes tenían miedo.

—¿Miedo? ¿De qué?

—Decían que aquí abajo había… algo.

—¿Puede ser más concreto, por favor?

—Hablaban de una especie de espíritu. Un fantasma, un espectro, como lo quiera usted llamar. Una presencia sobrenatural que hacía que tuvieran miedo de salir a patrullar.

—¿Qué aspecto tenía esa especie de espíritu?

—Nadie lo vio nunca, pero decían que movía los objetos y los cambiaba de sitio. La cosa llegó a oídos de la dirección del Auditorio, y la empresa de seguridad, antes que provocar un escándalo, prefirió rescindir el contrato de forma amistosa.

Hace unas semanas, Perdomo hubiera estallado en una carcajada al escuchar semejante historia. Se habría imaginado tal vez a dos hombres hechos y derechos, uniformados y armados hasta los dientes, perseguidos por una maceta que se deslizaba por el suelo.

Pero no hacía ni dos días que él mismo había tenido una escalofriante visión de sí mismo contemplándose a un metro escaso de distancia, de manera que las palabras del vigilante tuvieron el efecto de provocarle un estremecimiento profundo.

—¿Y ustedes no han advertido nada hasta la fecha?

—Nada en absoluto. Sólo sé que los compañeros que estaban antes lo relacionaron con el lugar sobre el que está levantado el Auditorio. Este barrio se llama Cruz del Rayo porque al parecer, hace muchos años, un rayo dio en una gran cruz que había en la zona.

—¿Y eso qué tiene que ver con un fantasma?

—¿No lo entiende? Si aquí había antiguamente una gran cruz es porque esto fue en otros tiempos un camposanto. Ahora mismo estamos sobre un antiguo cementerio.

Perdomo volvió a sobresaltarse, pero esta vez no fue sólo debido a las palabras del vigilante, sino al hecho de que Milagros Ordóñez se había aproximado sigilosamente por detrás. Era evidente que había escuchado cuando menos el último tramo de las palabras del policía.

—¿Hay algún problema? —preguntó la psicóloga, en un tono de voz que tuvo un efecto sedante para Perdomo. El policía se alegró de que Milagros hubiera escuchado el relato porque así no tendría que resumírselo y además podría evaluar mejor la autenticidad de la historia. El guarda miró el reloj y se despidió de ambos diciendo:

—Voy a ver si mi compañero ha resuelto lo de la perrera. Cualquier cosa que necesiten, ya saben dónde estamos. Les dejo las luces de los pasillos encendidas, para que no tengan ningún problema en localizar la entrada.

Cuando tuvieron la certeza de que el hombre ya no podía oírles, Perdomo se volvió a la mujer.

—¿Qué opina de la historia del fantasma y del cementerio?

—Tengo mis reservas. Es un testimonio de alguien al que
no sé
quién le ha contado algo que dicen que le ha sucedido a fulanito. Y además, ya sabe lo aficionados que somos en este país a «enriquecer» las historias: nos gusta aportar de nuestra cosecha, para que el relato quede más redondo. Igual lo único cierto es que un vigilante una vez vio una maceta cambiada de sitio, tal vez por una señora de la limpieza, y a partir de ese grano de arena empezó a formarse una montaña que les ha llevado a creer a todos que el Auditorio es la casa de
Poltergeist.
Por otro lado, y aunque yo no tengo constancia de ello, es perfectamente posible que bajo este suelo haya un antiguo camposanto, porque Madrid tiene una historia muy antigua. Solamente hoy en día, en la ciudad hay más de veinte cementerios, aunque el que salga siempre en las noticias sea el de la Almudena.

—Para ser una médium, es usted muy escéptica ¿no cree? No me parece justo: usted misma afirma tener percepciones extrasensoriales y pone en duda que un fenómeno parecido pueda ocurrirnos a los demás.

Ordóñez se dio cuenta de que había logrado irritar a Perdomo, y tras acariciarle el antebrazo con la mano, como para aplacarle, le aclaró:

—Si esta noche percibo algo en relación al asesinato de Ane Larrazábal, se dará cuenta de que lo extrasensorial no funciona como usted se imagina, que es, en el fondo, el cliché que ha creado el cine.

El policía y la médium entraron por fin en la Sala del Coro y ésta le pidió que cerrara la puerta.

—Por si vuelve el vigilante. Tenía «caaaara de metomentoooodo» —dijo parodiando su forma de hablar.

Milagros Ordóñez dedicó los siguientes minutos a vagar por la sala, que era de notables dimensiones, pues más que un local de ensayo, aquélla era una auténtica sala de concierto en miniatura, con capacidad para cerca de doscientas personas. Nunca se utilizaba de cara al público, pero era perfectamente apta para recitales de pequeños conjuntos, solistas, ensayos, conferencias y proyecciones.

La grada para los espectadores tenía una pendiente pronunciada, y Perdomo, que había decidido sentarse en una de las butacas del centro, a contemplar en silencio todo lo que fuera a hacer Milagros, estuvo a punto de rodar escaleras abajo por confiarse demasiado en uno de los peldaños.

El inspector advirtió que Ordóñez no se movía por la sala de forma metódica, barriendo zonas del pequeño auditorio como haría cualquier persona que buscara allí algo concreto, sino que deambulaba de un lado para otro, de manera errática, deteniéndose a veces en lugares de la gigantesca estancia en los que ya se había demorado. En ocasiones cerraba los ojos y permanecía así cerca de un minuto, pero en ningún momento se agachó, por ejemplo, para estudiar el piano, a pesar de que él le había informado de que el asesino había dejado el cadáver tendido sobre la tapa del instrumento.

Perdomo estaba inquieto. De un lado, le asustaba la posibilidad de que, tal como le había advertido la parapsicóloga, su percepción extrasensorial no funcionara en aquella ocasión. En su cabeza resonaron las palabras que Milagros le dijo cuando se conocieron: «La primera vez que intenté colaborar con la policía fui un fiasco absoluto»; de otro, el policía estaba preocupado por la posibilidad de que la experiencia paranormal que estaban a punto de vivir fuera de naturaleza traumática. ¿Y si la mujer era presa de un ataque de pánico o perdía el conocimiento durante la sesión? ¿Y si sufría un infarto de miocardio debido al estrés? El policía se arrepintió de no haber pedido detalles a Milagros de cómo funcionaban exactamente sus poderes, pero ya era demasiado tarde para preguntar. Era evidente, por la expresión de profunda concentración que se reflejaba en su rostro, que distraerla con una pregunta equivalía a sabotear su trabajo. Tan absorto estaba en sus cavilaciones que no se dio cuenta de que Milagros había dejado ya de vagabundear por la sala y le miraba con una expresión de impotencia que tuvo la virtud de convertir sus temores en realidad. No hacían falta palabras entre ellos; era evidente que Ordóñez se acababa de dar por vencida.

—¿Y si hacemos un descanso y lo intenta dentro de un rato? —preguntó Perdomo, que parecía tan desalentado como ella.

—Es inútil. Cuando no funciona, no funciona.

—¿Ni siquiera va a examinar el piano?

Ordóñez hizo un gesto de resignación y Perdomo bajó hasta el lugar en el que estaba el gran Yamaha de cola, para ayudarla en la inspección. Levantó la tapa, que era muy pesada, y la dejó apuntalada con el listón de madera. Tenía la esperanza de que la solución pudiera hallarse en las entrañas de instrumento, y con un gesto de la mano, invitó a Milagros a concentrarse en él. Ordóñez llegó incluso a introducir la mano en la caja armónica y a acariciar algunas cuerdas del arpa, pero el policía, que no apartó ni un solo momento la vista de ella, se dio cuenta de que la mujer seguía sin percibir nada.

—¿La asesinó sobre el piano? —preguntó de pronto.

—No, no habría podido estrangularla con el antebrazo. La mató de pie, y luego la tumbó sobre el instrumento, para pode escribir la palabra
Iblis
sobre el pecho.

Milagros levantó la vista y se fijó en las cuatro puertas de acceso que tenía la sala: dos situadas en la parte alta, donde terminaban los tramos laterales de escaleras, y dos en la parte baja, a ambos lados de la hilera de sillas destinada a los cantantes.

—¿Se sabe por dónde entró?

—La víctima, por la puerta inferior izquierda; es la más cercana a los camerinos. Pero es imposible saber por dónde lo hizo el asesino.

Milagros se acercó a una de las puertas de la zona baja y comprobó que se abrían hacia dentro. Luego pareció sentirse intrigada por las puertas superiores y comenzó una lenta ascensión hacia ellas. Tropezó en el tercer peldaño y quedó tendida entre la tercera y la cuarta fila y en estado de aparente inconsciencia, pues permaneció allí inmóvil hasta que Perdomo se acercó corriendo para ayudarla a incorporarse.

Cuando pudo verle la cara, el policía comprobó que Milagros Ordóñez estaba sangrando por la nariz.

No era una gran hemorragia, sino un delgadísimo hilo de sangre, tan oscura que parecía negra, y tan densa que daba la impresión de deslizarse a cámara lenta hacia su boca, como si fuera un perezoso río de tinta.

Pero eso fue sólo el comienzo.

En cuestión de segundos, la tez de la médium adquirió un tono tan blanco que su cara parecía la de un cadáver. Comenzó a entrecerrar los ojos y sus globos oculares empezaron a temblar a gran velocidad bajo los párpados, como ocurre a veces durante la fase REM del sueño. El policía notó que las cuatro extremidades de la mujer se ponían rígidas y que su espalda empezaba a arquearse; al ir a sujetarla, para evitar que pudiera lastimarse, la mujer abrió los ojos de par en par, dejando al descubierto unas pupilas totalmente fijas, dilatadas e inexpresivas, como de muñeca, y profirió un alarido estremecedor; inaudible al principio, porque partía de un infrasonido, en el registro más grave de la voz humana, pero que poco a poco fue haciéndose más y más agudo, hasta alcanzar la frecuencia más alta que es capaz de percibir nuestro oído, en torno a las veinte mil vibraciones por segundo.

Tras ese aullido espantoso, que al policía le pareció de todo menos humano, se produjo un episodio de bruscas convulsiones, durante las cuales trató de sujetarla como pudo, aunque la fuerza de los espasmos era tal que apenas si podía controlarlos. Las sacudidas fueron espaciándose poco a poco y perdiendo intensidad hasta que, al cabo de medio minuto, la mujer entró en una quietud total y pareció perder el conocimiento.

Perdomo estaba aterrorizado. La posibilidad de que por culpa suya Milagros Ordóñez pudiera haber fallecido allí mismo o haber quedado tocada para siempre a nivel cerebral o cardiovascular se le hacía insoportable. Le tomó el pulso en la carótida y comprobó que el corazón seguía latiendo. Pensó en los vigilantes, y en si habrían oído el grito de la mujer. Podía ir él a buscarlos, pero no quería dejar a la mujer sola ni un solo segundo. Cuando ya había sacado su móvil para llamar al 112, la mujer dejó de sangrar por la nariz, recuperó la consciencia y sonrió débilmente, como si fuera un paciente de quirófano que estuviera despertando lentamente de una anestesia.

—Parece que he montado un buen numerito —dijo al fin, algo avergonzada.

—¿Se encuentra bien? —El policía le facilitó un pañuelo para que se limpiara los restos de sangre que tenía en la nariz.

—Sí. Débil y confusa, pero bien —le tranquilizó Milagros—. ¡Vaya nochecita llevamos los dos! Primero a usted le intenta devorar un perro, ahora a mí me da una especie de ataque. ¡Uf! —se quejó palpándose brazos y piernas—. Me duelen todos los músculos del cuerpo. ¿Qué ha pasado exactamente?

El policía le resumió como pudo su crisis nerviosa y luego le preguntó preocupado:

—¿Padece algún tipo de epilepsia?

—No, que yo sepa. Tenga la certeza de que esto no ha sido una crisis epiléptica, inspector.

—¿Ah, no? —respondió el otro con incredulidad—. ¿Y qué ha sido entonces?

Milagros hizo ademán de ir a incorporarse, pero al ver que se encontraba aún mareada, prefirió continuar recostada sobre el suelo.

—Ya le dije que, en la vida real, las percepciones extrasensoriales son ligeramente distintas al tópico que nos ha legado Hollywood. Ya sabe a lo que me refiero, ¿no?: «¡Espíritu, manifiéstate! ¡Hazte presente!».

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