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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (14 page)

La sorpresa me encogió el corazón. El gigante del chándal estaba frente a mí, con un brillo metálico entre las manos. Le llevó una décima de segundo comprender lo que pasaba. Pero cuando quiso reaccionar, ya tenía el trozo de vidrio clavado en la garganta. La sangre manó a borbotones entre mis dedos apretados. Solté el arma, abrí los brazos y recibí en ellos aquel fardo que caía pesadamente. Flexioné las piernas y cargué a mis espaldas el cuerpo del gigante. La atroz maniobra me había resultado fácil, como lubrificada por la sangre que manaba sin cesar. Me arrodillé y puse las manos en el suelo. Mis palmas quemadas e insensibles se apoyaron en los cristales rotos sin sentir el menor dolor. Era la primera vez que mi enfermedad me salvaba la vida. El cuerpo seguía vertiendo su sangre caliente. Con los ojos muy abiertos y ahogando un grito en la garganta, oí avanzar al otro, que no sospechaba nada. Dejé resbalar aquella masa inerte a lo largo de mi espalda, sin ruido, y luego salí de allí rápidamente, impulsado por el miedo. Fue al bajar los escalones, blancos de excrementos, cuando me di cuenta de cuál era el arma del asesino: un bisturí de alta frecuencia, conectado a una batería eléctrica colgada de su cinturón.

Corrí hacia el coche, arranqué rápidamente y maniobré entre los arbustos mojados hasta encontrar la carretera asfaltada. Después de media hora de ir por calles oscuras y de sentido único, me metí en la autopista, en dirección a Estambul. Conduje durante mucho tiempo a más de doscientos treinta kilómetros por hora, con las luces largas, sumergido en aquellas tinieblas.

Pronto llegué a la frontera. Mi cara debía de estar manchada de rojo y mis dedos pegajosos de sangre. Paré. Por el retrovisor, vi costras coaguladas en mis párpados y mi pelo empapado de la sangre del otro. Mis manos se pusieron a temblar. El temblor se comunicó a mis brazos y a mis mandíbulas, por oleadas. Salí del coche. La lluvia aumentaba. Me desvestí y permanecí de pie, desnudo y erguido bajo el chaparrón, sintiendo que la frescura del barro me subía por los tobillos. Permanecí así cinco, diez, veinte minutos, mojado por la lluvia, que lavaba las huellas de mi crimen. Después volví al coche, cogí ropa seca y me vestí. Mis heridas eran superficiales. Encontré gasas en mi botiquín de viaje y me vendé rápidamente las palmas de las manos, después de haberlas desinfectado.

Pasé la frontera sin problemas, a pesar de mi retraso sobre las cuarenta y ocho horas autorizadas. Después aceleré todo lo que pude. Amanecía. Un cartel indicaba: Estambul, 80 kilómetros. Aminoré la marcha. Tres cuartos de hora más tarde me aproximaba a los suburbios de la ciudad. Busqué en el mapa, al mismo tiempo que conducía, un punto preciso. En París, a fuerza de llamadas y de investigaciones, había localizado este lugar «estratégico». Finalmente, después de algunas vueltas, llegué a la cima de las colinas de Büyuk Küçük Canlyca, sobre el Bósforo.

Desde aquella altura, el estrecho parecía un gigante de ceniza, inmóvil y viscoso. A lo lejos, Estambul surgía entre la bruma, con sus elevados minaretes y las cúpulas en calma. Me detuve. Eran las seis y media de la mañana. Había un gran silencio, puro, lleno de cosas que me gustaban: el piar de los pájaros, balidos lejanos, el rumor del viento acariciando la hierba. Progresivamente, la luz dorada del sol vino a iluminar las aguas. Permanecí así con los ojos puestos en el cielo, con los prismáticos en la mano. Ninguna cigüeña, ni su sombra. Pasó una hora y luego, de repente, muy alto, una nube se recortó en el cielo, ondulante, serpenteante. A veces negra, a veces blanca. Eran ellas. Una bandada de unas mil cigüeñas se disponía a franquear el estrecho. No había visto jamás un espectáculo así. Una suntuosa danza alada, con los picos levantados, movida por la misma fuerza, la misma tenacidad. Una ola enorme y ligera cuya espuma muy bien podría ser de plumas, y su única fuerza, el viento puro.

Bajo mi mirada, en un cielo perfecto, las cigüeñas se elevaron todavía más, hasta que no fueron más que unos puntitos a lo lejos. Después, de golpe, atravesaron el estrecho. Pensé en las jóvenes cigüeñas que volaban desde Alemania, guiadas solo por su instinto. Por primera vez en su existencia le ganaban la batalla al mar. Bajé los prismáticos y escudriñé las aguas del Bósforo.

Por primera vez en mi vida, había matado a un hombre.

TERCERA PARTE

EL KIBUTZ DE LAS CIGÜEÑAS

16

Desde Estambul bajé en coche a Izmir, al sudoeste de Turquía. Allí devolví el Volkswagen en la oficina de alquiler local. Los encargados pusieron mala cara ante el estado del coche, pero como prometían en los folletos publicitarios, se mostraron bastante benévolos. Luego cogí un taxi para ir a Kusadasi, un minúsculo puerto desde el que salía un transbordador para la isla de Rodas. Era el primero de septiembre. Embarqué a las siete de la tarde, después de haberme duchado y cambiado en la habitación de un hotel. Decidí que desde entonces en adelante vestiría de forma anodina, con una camiseta, un pantalón de tela y una sahariana color arena, y que no me quitaría nunca el sombrero de Goretex, ni las gafas de sol —dos garantías más de anonimato—. La bolsa de viaje no había sufrido ningún daño, ni tampoco mi portátil. Las heridas de mis manos ya habían cicatrizado. A las ocho en punto dejé la costa turca. Al día siguiente, al amanecer, al pie de la fortaleza de Rodas, subí a otro barco, en dirección a Haifa, en Israel. La travesía del Mediterráneo duraría aproximadamente veinticuatro horas. Durante este crucero forzoso, solo bebí té negro.

El rostro de Marcel, destrozado por el primer disparo, el cuerpo de Yeta, perforado por todas partes, el del niño gitano, alcanzado sin duda por una de las balas destinadas a mí eran imágenes que no dejaban de torturarme. Tres inocentes habían muerto por mi culpa. Y yo estaba vivo. Esta injusticia me obsesionaba. La idea de venganza se apoderaba de mí. Curiosamente, y dentro de esta lógica, el hecho de haber asesinado a un hombre me importaba poco. Yo era ya un hombre perseguido, que avanzaba hacia lo desconocido dispuesto a matar o a morir.

Contaba seguir a las cigüeñas hasta el final. La migración de los pájaros podía parecer algo fútil si se comparaba con los hechos que acababan de suceder. Pero, después de todo, habían sido los pájaros los que me habían colocado en aquella espiral de violencia. Estaba, más que nunca, persuadido de que las aves tenían un papel esencial en aquella historia. ¿No eran los dos hombres que habían intentado matarme los dos búlgaros citados por Joro? ¿Y el arma de mi víctima, el bisturí de alta frecuencia, no estaba acaso directamente relacionada con la muerte de Rajko?

Antes de embarcar, había llamado desde el hotel al Centro Argos. Las cigüeñas seguían su camino. El pelotón de cabeza había llegado a Dörtyol, en el golfo de Iskenderun, en la frontera turco-siria. Su velocidad media no tenía nada que ver con las evaluaciones de los ornitólogos, porque estas cigüeñas sobrepasaban alegremente los doscientos kilómetros por día. Agotadas, irían sin duda a descansar a los alrededores de Damasco, antes de volver a emprender su camino obligado a las lagunas de Beit-She'an, en Galilea, en las que se alimentaban de pescado en las balsas de las piscifactorías. Ese era mi destino.

Durante la travesía, otras preguntas me vinieron a la cabeza. ¿Qué había descubierto yo para merecer la muerte? ¿Quién me había delatado a los asesinos? ¿Milan Djuric? ¿Markus Lasarevitch? ¿Los gitanos de Sliven? ¿Me habían seguido desde mi partida? ¿Qué pintaba en todo esto la organización Mundo Único? Cuando esa vorágine de preguntas me concedía algún respiro, me esforzaba en dormir. Con el rumor de las olas, me adormecía en la cubierta del barco, pero en seguida volvía a despertar, y de nuevo las preguntas tornaban a obsesionarme.

A las nueve de la mañana del 3 de septiembre, Haifa apareció detrás de una nube polvorienta. El puerto oscilaba entre el centro industrial y la zona residencial. La parte alta de la ciudad se recortaba en la ladera del monte Carmel, claro y sereno. En el muelle, todo era un bullir de multitudes que gritaban y se abrían paso a codazos. Esta agitación al rojo vivo, rica y perfumada, me recordaba las tiendas orientales de las novelas de aventuras. La realidad era menos romántica.

Israel estaba en estado de guerra. Una guerra de nervios, de desgaste, tensa y subterránea. Una guerra sin tregua, jalonada por acciones de terrorismo y venganza. Desde que puse pie a tierra, esta tensión me golpeó en la cara. Primero, me cachearon, luego registraron mis maletas minuciosamente, más tarde sufrí un interrogatorio en toda regla, en un pequeño reducto cerrado por una cortina blanca. Una mujer de uniforme me asaltó a preguntas en inglés. Siempre las mismas, primero en un orden, y después en otro: «¿Por qué ha venido a Israel? ¿A quién va a ver? ¿Qué piensa hacer aquí? ¿Ha venido otras veces? ¿Qué trae usted? ¿Conoce a algún israelí?…». Mi caso era un problema. La mujer no se creía la historia de las cigüeñas. Ignoraba que Israel se encontrara en la ruta de las aves. Además, yo solo disponía de un billete de ida. «¿Por qué ha pasado por Turquía?», me preguntaba cada vez más nerviosa. «¿Cómo piensa regresar?», insistía otra mujer, de pie, que había llegado como refuerzo.

Después de tres horas de registros y de preguntas repetidas, pude pasar la aduana y entrar en territorio israelí. Cambié 500 dólares en shekels y alquilé un coche. Un Rover de tamaño pequeño. Utilicé una vez más los cheques de Böhm. Una azafata me indicó con precisión qué itinerario debía tomar para llegar a Beit-She'an y me desaconsejó formalmente que me saliese de él. «Es peligroso viajar por territorios ocupados con matrícula israelí. Los niños palestinos le lanzarán piedras en cuanto lo vean y pueden agredirlo». Le di las gracias a la mujer por su indicación y le prometí que no me saldría de mi camino.

Fuera, lejos ya de la brisa marina, el calor era sofocante. El aparcamiento era un horno bajo aquella luz tórrida. Todo parecía petrificado en la claridad de la mañana. Soldados armados, vestidos de camuflaje y con cascos de combate, pertrechados con
walkie-talkies
y municiones recorrían las aceras. Mostré mi contrato de alquiler, atravesé la zona de estacionamiento y cogí el coche. El volante y los asientos quemaban. Cerré las ventanillas y puse en marcha el aire acondicionado. Comprobé mi itinerario en un guía escrita en francés. Haifa estaba al oeste, Beit-She'an, al este, cerca de la frontera jordana. Debía, pues, atravesar toda Galilea, más o menos unos cien kilómetros. Galilea… En otras circunstancias, este nombre me habría sumido en largas meditaciones. Me hubiera gustado saborear en profundidad el encanto de estos lugares legendarios de esta tierra mítica, cuna de la Biblia. Arranqué y me dirigí hacia el este.

Disponía de dos contactos: Iddo Gabbor, un joven ornitólogo que cuidaba de las cigüeñas accidentadas en el kibutz de Newe-Eitan, cerca de Beit-She'an, y Yossé Lenfeld, el director de la Nature Protection Society, un gran laboratorio situado cerca del aeropuerto Ben Gurion.

A mi alrededor, el paisaje alternaba entre la aridez del desierto y la hospitalidad artificial de ciudades demasiado nuevas. Algunas veces vi pastores junto a sus camellos. En la claridad cegadora, sus túnicas pardas se confundían con el pelaje de sus animales. Otras veces cruzaba pequeñas aldeas claras y modernas, que herían la vista con su blancura. Por lo que observé, el paisaje no me seducía. Lo que más me extrañaba era la luz. Amplia, pura, oscilante, parecía una llamarada inmensa que hubiese incendiado el paisaje, manteniéndolo en un grado de fusión extraordinario, deslumbrante, estremecedor.

Hacia el mediodía me detuve en una tasca. Me instalé a la sombra, bebí té y degusté unas galletas demasiado dulces. Luego telefoneé varias veces a Gabbor, sin obtener respuesta. A la una y media, decidí continuar mi camino y tentar la suerte en el propio kibutz.

Una hora más tarde llegué a los kibutz de Beit-She'an. Tres pueblos, perfectamente ordenados, enmarcaban grandes campos de cultivo. La guía hablaba extensamente de los kibutz, y explicaba que se trataba de «comunidades basadas en la propiedad colectiva de los medios de producción, en el consumo colectivo, y donde los sueldos no tienen relación directa con el trabajo». «La técnica agrícola del kibutz es admirada y estudiada en todo el mundo, en razón de su eficacia». Yo recorría, sin saber muy bien adónde iba, grandes extensiones de hierba.

Finalmente, encontré el kibutz de Newe-Eitan. Reconocí los
fishponds
, las balsas de piscicultura cuya superficie salobre reflejaba aquí y allá los rayos del sol. Eran las tres de la tarde. El calor iba en aumento. Entré en un pueblo de casas blancas, cuidadosamente alineadas. Las calles estaban adornadas con pequeños arriates con flores. Por detrás de los setos se veían las superficies azuladas de las piscinas. Pero todo estaba desierto. Ni un alma, ni siquiera un perro suelto por las callejuelas.

Decidí recorrer las balsas de piscicultura. Seguí un camino que bordeaba un valle estrecho. Abajo estaban las balsas con sus aguas oscuras. Hombres y mujeres trabajaban a pleno sol. Bajé a pie. El olor acre y sensual del pescado, mezclado con los aromas a madera de los árboles secos, vino a mi encuentro. El ruido ensordecedor de un motor rompió el silencio. Dos hombres en un tractor cargaban cajas llenas de pescado.

«Shalom», grité con una sonrisa en los labios. Los hombres me miraron con sus ojos claros, sin decir una palabra. Uno de ellos llevaba en el cinturón una funda de cuero de la que sobresalía la oscura culata de un revólver. Me presenté en inglés y les pregunté si conocían a Iddo Gabbor. Sus rostros se endurecieron todavía más, y el hombre llevó la mano derecha al arma. No dijo una palabra. Expliqué, chillando ya para hacerme oír por encima de las trepidaciones del tractor, el motivo de mi visita. Era un apasionado de las cigüeñas, había recorrido tres mil kilómetros para observarlas y quería que Iddo me llevase a verlas, allí, en sus asentamientos. Los hombres se miraron unos a otros, siempre en silencio. Finalmente, el hombre armado me señaló con el índice una mujer que trabajaba en una de las balsas, a doscientos metros de allí. Les di las gracias y me dirigí hacia aquella silueta. Sentí que sus miradas me seguían, como el visor de un arma automática.

Me acerqué a ella y repetí «Shalom». La mujer se levantó. Era joven, de unos treinta años. Medía más de un metro setenta y cinco. Su aspecto era hosco y duro, como el de una correa de cuero resecada por el sol. Largas mechas de pelo rubio revoloteaban alrededor de su rostro oscuro y afilado. Sus ojos me miraban llenos de desprecio y temor. No sabría decir de qué color eran, pero el dibujo de sus cejas les daba un brillo tembloroso. Era como la luz del sol golpeando la cresta de las olas, como el resplandor de la lluvia al regar la tierra en tardes calurosas. Llevaba botas de caucho y una camiseta manchada de barro.

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