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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (35 page)

»El pánico se apoderó de nosotros. Tienes que imaginarte dónde estábamos, chico. A tres días de marcha de la SCAD, a cuatro de Mbaïki. Nada ni nadie hubiese podido salvar al suizo. Böhm estaba condenado. Yo lo sabía y no tenía en la cabeza más que una idea: salir de allí y encontrar un lugar más seguro. Los porteadores habían fabricado unas parihuelas. Levantamos el campamento. Pero Böhm recobró el conocimiento. El suizo no veía las cosas de la misma manera. Quería que bajásemos más hacia el sur. Decía que conocía un dispensario, más allá de la frontera del Congo. Había allí un médico, el único médico del mundo que podría salvarlo. Lloraba y gritaba que no quería morir. El hijo lo sostenía y Van Dötten se lamentaba. ¡Por todos los santos! Yo quería dejarlos allí plantados, pero los porteadores se adelantaron a mi idea. Se largaron sin preocuparse de nada más.

«Vamos, que no me quedaba otra elección. Había que transportar a Böhm en las parihuelas y soportar al hijo, que berreaba por lo de su madre. Le dimos al padre unas medicinas y luego partimos, yo, Van Dötten y los dos Böhm. Pero lo más curioso, chaval, fue que, al cabo de seis o siete horas de marcha, encontramos el dispensario. ¡Increíble! Era una casa grande, plantada en medio de la selva, con un laboratorio anexo y negros en bata blanca atareados aquí y allá. Comprendí en seguida que allí había gato encerrado. Algo nada claro. Entonces apareció el tipo aquel, un hombre grande y atractivo, de unos cuarenta años. ¡Carajo! En plena selva, chico, había un tipo como aquel, que parecía un gobernador de alguna provincia. Se acercó y nos dijo con voz tranquila: «¿Qué pasa aquí?».

A mí me estallaba la cabeza. Sentí como si una barrena subiese por todo mi cuerpo y me taladrase los nervios. Era la primera vez que oía hablar de aquel médico. Le pregunté a Kiefer:

—¿Quién era?

—No lo sé. Jamás lo supe. Pero en seguida comprendí que Böhm y él se conocían desde hacía tiempo, que el suizo se había encontrado con él otras veces en la selva, sin duda con ocasión de otras expediciones. Böhm, en aquellas parihuelas de ramas y hojas gritaba y le suplicaba al médico que le salvase, no importaba cómo, que no quería morir. Un olor a mierda salía del cuerpo de Böhm. Se había cagado por los pantalones abajo. Nunca pude tragar a Böhm, chico, puedes creerme. Pero me molestó verlo en aquel estado. ¡Una porquería! Nosotros éramos tipos duros. Putos africanos blancos. Pero la selva nos estaba devorando. El médico se acercó a Böhm y murmuró: «¿Estás dispuesto a todo, Max? ¿De verdad, a todo?». Su voz era suave. El aspecto del médico era el de alguien que acaba de salir de las páginas de una revista de moda. Böhm lo agarró por el cuello y le dijo en voz baja: «Sálvame, doctor. Sabes qué es lo que no me funciona bien. Sálvame. Es el momento de demostrar lo que sabes hacer. Tenemos diamantes. Una verdadera fortuna, allá, más arriba, metidos en la tierra». Era curioso, los dos hombres hablaban como si se hubiesen visto la víspera. Pero lo más importante era que Böhm le hablaba al otro como si este fuese un especialista del corazón. ¿Te das cuenta, tío? ¡Un especialista allí, en plena jungla!

Kiefer se calló. La luz del día entraba lentamente en la habitación. El rostro del checo reflejaba su espanto. Sus encías negras brillaban en la oscuridad. Tenía los pómulos tan salientes que parecía que iban a romper la piel que los cubría. Sentí una súbita e inmensa piedad por aquel asesino. Nadie en el mundo merecía sufrir una degeneración como aquella. Kiefer volvió a hablar:

—Entonces el médico se dirigió a mí y me dijo: «Tengo que operarlo». «¿Aquí? —le pregunté—. ¿Usted desvaría o qué?». «No tenemos otra elección, señor Kiefer —me respondió—. Ayúdeme a transportarlo». De repente, me di cuenta de que sabía mi apellido, y que nos conocía a los tres, incluso a Van Dötten. Llevamos al viejo Max al interior de la casa, a una habitación grande alicatada hasta el techo. Había una especie de climatizador que ronroneaba sin cesar. Todo se parecía bastante a un quirófano, esterilizado y todo. Pero había allí como un olor a sangre, muy lejano, que me revolvía las tripas.

Kiefer estaba describiéndome el matadero que aparecía en las fotografías de Böhm. Una a una, las piezas empezaban a encajar. Impresionado por lo que oía, me mareé. A tientas, busqué un sillón de madera y me senté lentamente. Kiefer se burló:

—¿Te sientes mal, chico? Agárrate, porque esto no es más que el aperitivo. En un cuarto contiguo, nos duchamos y nos cambiamos. Luego entramos en otra sala en la que se veía el equipo de operaciones separado por un cristal. Había allí dos mesas metálicas, limpísimas. Colocamos en una de ellas a Böhm. El médico actuaba con calma y con mucha suavidad. El viejo Max parecía ahora tranquilo. Al cabo de un rato volvimos a la otra sala. El hijo nos esperaba. El cirujano le habló muy dulcemente: «Te necesito, chaval —le dijo—. Para curar a tu padre, necesito sacarte un poco de sangre. No corres ningún peligro. No sentirás absolutamente nada». Se volvió hacia mí y me ordenó: «Déjenos, Kiefer. La operación es delicada y debo preparar a los pacientes». Salí. Tenía la cabeza como un volcán. No sabía dónde estaba. Fuera llovía a cántaros. Encontré a Van Dötten. Le temblaba todo. Yo no estaba mucho mejor. Las horas pasaron así en esta angustia. Finalmente, a las dos de la mañana, el doctor salió. Estaba cubierto de sangre, con el rostro descompuesto, blanco como la nieve. Se le notaban las venas debajo de la piel. Cuando lo vi, me dije: Böhm ha muerto. Sin embargo, en su cara se dibujó una sonrisa malvada. Los ojos le brillaban bajo la luz de las lámparas de petróleo. Dijo: «Max Böhm está fuera de peligro. —Luego añadió—: Pero no he podido salvar a su hijo». Me levanté de un salto. Van Dötten se cogió la cabeza con las manos y murmuró: «Dios mío, Dios mío…». Yo le grité al médico: «¿Qué le ha pasado al hijo? ¿Qué has hecho, maricón de mierda? ¿Qué le has hecho al chico, carnicero cabrón?». Me precipité hacia el dispensario sin esperar a que me contestara. Era un verdadero laberinto, todo de baldosas blancas. Por fin, encontré la sala de operaciones. Un tipejo montaba guardia armado con un AK-47. Pero a través del cristal pude ver las huellas de la carnicería.

»Al fondo de la sala, en la oscuridad, vi al viejo Max que dormía plácidamente, bajo una sábana blanca. Cerca de mí estaba el joven Böhm. Era una explosión de carne y tripas. Conoces mi reputación, chico. No le tengo miedo a la muerte y siempre me gustó hacer el mal, sobre todo a los negros. Pero lo que tenía delante de mí sobrepasaba todo lo que yo podía soportar. Había heridas que ni yo mismo podría describir. El chico tenía el pecho abierto, desde la garganta hasta el ombligo.

»No hacía falta ser un gran entendido para comprender lo que el cirujano había hecho. Le había robado el corazón al chiquillo y se lo había trasplantado al padre. Ciertamente, era genial haber realizado con éxito una operación de esa dificultad en plena jungla. Pero lo que tenía delante de mí no era la obra de un genio. Era el trabajo de un loco, de un puto nazi o qué sé yo. Insoportable, chico, te lo juro. Desde hace quince años, no ha pasado una noche sin que haya pensado en aquel cuerpo desgarrado. Me aproximé más y me pegué al cristal. Quería ver el rostro del joven Böhm. Su cabeza estaba girada en un ángulo imposible, de 180 grados. Me fijé en sus ojos, exorbitados, aterrados. El chico estaba amordazado. Comprendí entonces que aquel cabrón se lo había hecho todo en vivo, sin anestesia. Desenfundé mi pistola y salí. El médico me esperaba con cuatro esbirros armados hasta las cejas.

«Dirigieron sobre mí sus lámparas de campaña. Cegado, no veía nada. Oí la voz empalagosa del médico, que estallaba dentro de mi cerebro: «Sea razonable, Kiefer. Al menor gesto, lo mato como a un perro. Desde este momento usted es cómplice del asesinato de un joven. Tiene la pena capital asegurada, tanto en el Congo como en la República Centroafricana. Pero si sigue mis instrucciones, no tendrá ningún problema y, sin duda, mucho dinero que ganar…». El médico me explicó lo que tenía que hacer. Debía llevarme el cuerpo del hijo de Böhm a Mbaïki y trucar una versión oficial con la ayuda de algún médico negro. Con todo aquel asunto, yo, para empezar, ganaría prestigio. Luego, sin duda, alguna recompensa más jugosa. No tenía elección. Até con cuerdas el cuerpo del pequeño Philippe Böhm sobre una camilla y partí con dos porteadores, en dirección a la SCAD. Había dejado al padre en manos de aquel loco. Van Dötten había huido. Cuando encontré mi camioneta, conduje sin parar hasta Mbaïki con el cuerpo del muchacho. Era una historia asquerosa, pero esperaba que la selva se tragase al médico y así borrar de mi cabeza aquella pesadilla.

En esa espantosa noche, Böhm, Kiefer y Van Dötten habían vendido, a su pesar, sus almas al diablo. No me había imaginado que otro hombre pudiese dirigir al trío. Desde esa noche de agosto de 1977, los tres blancos estaban bajo control. La cápsula de titanio en el nuevo corazón de Max Böhm cobraba todo su sentido: era una marca irrefutable, la «firma» del doctor, el objeto que recordaba el crimen y que permitía al médico mantener su dominio sobre Böhm, e, indirectamente, sobre los otros dos.

—Sé lo que sucedió después, Kiefer —le dije—. Interrogué a M'Diaye. Le dictaste el informe y volviste a Bangui con el cuerpo. ¿Qué pasó luego?

—Le conté un cuento a Bokassa. Le expliqué que nos había atacado un gorila y que el joven Böhm había muerto, que el viejo Böhm se había vuelto a su país, vía Brazzaville. Todo era muy sospechoso, pero a Bokassa no le importó. En todo aquel asunto él no veía más que una cosa: el descubrimiento de los diamantes. Estaba a tres meses de ser coronado y buscaba diamantes por todas partes para su corona. Con todo el secreto, una unidad de prospección se instaló en la selva. Yo dirigía las excavaciones. A partir del mes de octubre descubrimos piedras extraordinarias. Las enviamos a Amberes en seguida, para que las tallaran.

—¿Cuándo volviste a ver a Böhm?

—Un año y medio más tarde, en enero de 1979, en Bangui. No creía lo que veían mis ojos. El viejo Max había adelgazado de una forma horrible. Sus gestos eran lentos, parsimoniosos. Su pelo a cepillo estaba más blanco que nunca. Buscamos un sitio tranquilo, a la orilla del Ubangui, para charlar. La ciudad hervía por aquel entonces. Habían comenzado ya las manifestaciones de estudiantes.

—¿Qué te dijo Böhm?

—Me propuso un negocio, el más extraño que jamás me hayan propuesto. En resumen, esto es lo que me dijo: «El reinado de Bokassa está acabado, Kiefer. Su destitución es cosa de semanas. Nadie conoce el verdadero potencial de la Sicamine, salvo tú y yo. Y tú diriges este filón. Tú dominas a los muchachos y controlas la explotación. Ya se sabe cómo funcionan las cosas en la selva, ¿no? Nada impide que te guardes las piedras más hermosas. Nadie irá a controlar lo que sale verdaderamente de los pantanos —Böhm, el justiciero africano, estaba a punto de proponerme un desvío de diamantes. Estaba claro que su operación le había cambiado en profundidad…—. Para mí, África se acabó. No quiero volver más aquí. Pero en Europa puedo recibir tus diamantes y venderlos en Amberes. ¿Qué me dices?».

«Reflexioné. El tráfico de diamantes es la tentación más poderosa cuando se tiene un trabajo como el mío: todo el día metido en la mierda y ver cómo por delante de mí pasan verdaderos tesoros. Conocía también los riesgos que suponía. Le dije: «¿Y los correos, Böhm? ¿Quién llevará los diamantes?". Böhm me respondió: "Justamente, Kiefer, tengo esos correos. Correos que nadie puede localizar ni detener. Correos que no toman un avión, ni un barco, ni ningún otro medio de transporte conocido, y que, además, nunca tendrán problema alguno en las aduanas o en cualquier control". Lo miré sin decirle nada. Entonces me propuso ir con él a Bayanga, hacia el oeste, para presentarme a los "correos».

»Allí, en la llanura, descubrimos millares de cigüeñas que estaban a punto de volar hacia Europa. El suizo me prestó sus prismáticos y me señaló una cigüeña que llevaba una anilla en la pata. Me dijo: «Desde hace veinte años, Kiefer, me preocupo por las cigüeñas. Cuando vuelven a Europa, en el mes de marzo, las recibo, las alimento y anillo a las más pequeñas. Desde hace veinte años, estudio sus migraciones, sus ciclos de vida… Todo lo que se refiere a ellas me apasiona desde la infancia. Ahora, mis estudios nos servirán para mucho más. Mira ese pájaro».

»Me señaló un pájaro anillado. «Imagina por un momento que pongo en su anilla uno o varios diamantes brutos. ¿Qué pasará? Dentro de dos meses estarán en Europa, en un nido específico. Es matemático. Las cigüeñas van cada año al mismo nido exactamente. Si este método se aplica a todas las cigüeñas anilladas, se pueden transportar millares de piedras preciosas sin ningún problema. En primavera, buscamos los pájaros y recuperamos los diamantes. Y no tengo más que hacer que ir a venderlos a Amberes».

«Repentinamente, el proyecto del suizo cobraba forma. Le pregunté: "¿Cuál será mi papel? —Böhm respondió—: En la mina, tú coges los diamantes más bellos. Luego, te vienes a Bayanga y pones las piedras en las anillas de los pájaros. Te proporcionaré un fusil y balas anestesiantes. Tú eres buen tirador, Kiefer. Ese trabajo no te llevará más que una o dos semanas. Y habrá diez mil dólares al año para ti». Era una miseria comparado con los beneficios que con aquel contrabando se podían conseguir. Pero el suizo me explicó que él no estaba solo en aquel negocio. Comprendí lo que estaba pasando.

»El proyecto venía de otra persona. Era una idea del cirujano, del médico de la jungla. Éramos sus rehenes y podía obligarnos a hacerlo. La misma red estaba a punto de montarse por el este, con Van Dötten en mi papel, en Sudáfrica. Estábamos atrapados, chaval, y al mismo tiempo íbamos a hacernos ricos. Le dije: «De acuerdo». Ya sabes lo que sucedió después. La experiencia de los diamantes funcionó perfectamente. Cada año metía un millar de pequeños diamantes en las patas de las cigüeñas. Ingresaban mi comisión en una cuenta en Suiza. Todo funcionaba a las mil maravillas, tanto en el este como el oeste. Hasta abril de este año…

Kiefer se calló. Sus labios producían un ruido de succión y todo su cuerpo se arqueó, como atenazado por un dolor interior. Cuando recobró su posición normal, me echó una mirada de lo más profundo de sus órbitas negras:

—Perdóname, chaval. Es la hora del biberón.

Kiefer cogió la jeringuilla y uno de los frascos que estaban en la mesa. Extrajo de uno de ellos una ampolla de morfina. El checo preparó la inyección rápidamente. Ya no le temblaban las manos. Echó mano de una goma de caucho marrón, extendió el brazo izquierdo y se remangó. Tenía el brazo lleno de manchas oscuras y granulosas, como costras de sangre seca que dibujaban pequeñas islillas en un mar lechoso. Con mano experta, se hizo un torniquete con la jeringuilla en los labios. Al momento se le hincharon las venas. Con la punta de la aguja, Kiefer examinó cada una de ellas para encontrar alguna en la que inyectarse. Hundió la aguja con rapidez. Bajo el efecto del producto se encogió, como reconcentrado en lo que hacía. Un rayo de sol iluminó su cráneo que desprendió un reflejo blanquecino, como si fuese una piedra fluorescente. Sus huesudas articulaciones se movían debajo de la piel. Los segundos pasaron. Luego, Kiefer se relajó. Soltó una pequeña risita ahogada, y su cabeza se ocultó otra vez en la oscuridad.

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