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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (43 page)

Nelly calló. Me llevé las manos quemadas a los ojos, ahogados en lágrimas. Luego balbuceé:

—¡Oh, Dios mío, no…!

—Sí, Louis. Ese niño eras tú. Pierre Sénicier es tu padre. El infernal caos de la San Silvestre de 1965 fue tu segundo nacimiento que, por suerte, no dejó en ti ningún recuerdo. Aquella noche se dijo que los Sénicier habían perecido en el incendio de su casa. Pero no era cierto. La familia huyó, no sé adónde. Marie-Anne hizo creer a su esposo que habías muerto en el incendio. Pierre logró mantener a su otro hijo con vida, y más tarde le hizo un trasplante de corazón, sin duda en algún hospital del Congo. El niño rechazó el órgano poco tiempo después, pero el cirujano, por primera vez, había tenido éxito con su propio hijo, vez en una operación de este tipo. A esta le siguieron otras intervenciones. Desde esa fecha, Sénicier roba corazones y los trasplanta en su hijo, que agoniza desde hace treinta años. Sénicier todavía sigue buscando, Louis. Busca corazones por todo el mundo. Busca
tu
corazón, el órgano absolutamente compatible con el cuerpo de Frédéric.

Me llevé las manos a la cara. Las lágrimas me ahogaban:

—No, no, no…

Nelly volvió a hablar con voz apagada:

—Aquella noche obedecí las órdenes de Marie-Anne. Georges y yo fletamos un avión y nos fuimos. De vuelta en París, me dediqué a cuidarte. Inventé para ti una nueva identidad. —Nelly soltó una carcajada—. Iban a enviarnos a Turquía, a Antakya. Me pareció divertido, siniestramente divertido, debo decir, llamarte Antioche, en honor del antiguo nombre de aquella ciudad en la que íbamos a vivir. No encontré ningún obstáculo en buscarte nuevos documentos de identidad. Georges usó sus influencias en el gobierno. Te convertiste en «Louis Antioche». No tenías huellas dactilares. En tu carné de identidad aparecen unas huellas, pero son las de un niño ahogado que Georges encontró en el depósito de cadáveres de París, una fría noche de febrero. Reescribimos tu historia, Louis. Te hicimos pasar por el hijo de una familia de médicos caritativos que habían desaparecido en un incendio en África. Solo tú habías sobrevivido. Fue así como te «creamos» una nueva vida.

»Luego busqué a la nodriza que me había criado a mí. Le pagamos para que se hiciera cargo de tu educación. Ella nunca supo la verdad. En cuanto a nosotros, desaparecimos. Era demasiado peligroso. No conoces la inteligencia, la tenacidad y la perversidad de tu padre. Lejos de nosotros, lejos del pasado, Louis Antioche no tendría nada que temer. Yo debía hacer el papel de una madrina distante y facilitarte la vida en todo lo que pudiese. Desde ese día, no cometí más que un error: presentarte a Max Böhm. Porque el suizo conocía tu historia. Yo se la había contado un día que estaba desesperada. Lo tomé por un amigo, un viejo «africano», como Georges y yo. Ahora sé que Max conocía también a Sénicier y que, por un motivo que ignoro, te confió esa investigación con el único fin de vengarse de tu propio padre.

Grité, ahogado en mis lágrimas:

—¿Pero quién es hoy en día Sénicier? ¿Quién es, por Dios? Habla, Nelly. Te lo suplico. ¿Bajo qué nombre se oculta?

Nelly vació su vaso de un trago.

—Es Pierre Doisneau, el fundador de Mundo Único.

SEXTA PARTE

CALCUTA, CONTINUACIÓN Y FINAL

54

4 de octubre de 1991, 22.10, hora local.

Que mi destino se sellase en Calcuta era lógico, perfecto, irreversible. Solo el cenagoso infierno de la ciudad india ofrecía un contexto lo suficientemente negro como para acoger los últimos actos violentos de mi aventura.

Nada más salir del avión de Air India surgieron ya olores húmedos y repugnantes, los últimos estertores del monzón. Una vez más, los trópicos me abrían sus ardientes puertas.

Seguí a los otros pasajeros, gruesas señoras envueltas en saris de colores brillantes y hombres de baja estatura con traje oscuro. En Dacca, la última escala, había abandonado definitivamente el mundo de los turistas que se embarcaban para Katmandú, reuniéndome ya con los viajeros bengalíes. Estaba otra vez solo, solo entre indios que volvían a su país, misioneros y enfermeras dedicados a causas perdidas. Mi compañía de siempre.

Entramos en las instalaciones del aeropuerto con los techos constelados de ventiladores que giraban con lentitud. Todo era gris. Todo estaba caliente. En un rincón de la sala de espera, un obrero enclenque excavaba, a golpe de pico, las capas más profundas del suelo. A su lado había unos niños que ocultaban su rostro y enseñaban el pecho picado de viruela. Calcuta, la ciudad de la muerte, me acogía sin florituras.

Tres días antes, al abandonar la casa de los Braesler, borrados ya el terror y las lágrimas, había cogido el coche y atravesado la campiña francesa a toda velocidad para volver a la capital. Ese mismo día había ido al consulado indio para pedir un visado para Bengala, al este de la India. «¿Turista?» me había preguntado una mujer diminuta con aire desconfiado. Le había dicho que sí moviendo la cabeza. «¿Y va a ir a Calcuta?». Había asentido de nuevo, sin decir palabra. La mujer había cogido mi pasaporte, diciéndome: «Vuelva usted mañana, a la misma hora».

En mi despacho, durante ese día, ni un pensamiento, ni una reflexión perturbaron mi conciencia. Me limité a esperar a que las horas pasaran, sentado en el parqué, observando mi bolsa de viaje con el arma cargada. A la mañana siguiente, a las ocho y media, recogí el pasaporte y el visado para Calcuta y me fui directamente a Roissy. Me había inscrito en todas las listas de espera de vuelos que pudiesen acercarme a mi destino. A las tres, embarqué para Estambul, de allí fui a la isla de Bahrein, en el golfo Pérsico. Después volé hacia Dacca, en Bangladesh, la última escala. En treinta y cuatro horas de vuelo y de esperas interminables, llegué finalmente a Calcuta, capital comunista de Bengala.

Cogí un taxi, un Ambassador de los años cincuenta, el coche estándar en Bengala. Le di la dirección del hotel que me habían aconsejado en el aeropuerto: el Hotel Park, en Sudder Street, en el barrio europeo. Después de diez minutos de camino a través del campo, un calor pesado se abatió sobre la ciudad bengalí.

Incluso a esa hora tardía, Calcuta estaba llena de gente. En aquella atmósfera cargada de polvo podían verse millares de siluetas: hombres en camiseta, con el rostro oscuro, mujeres con saris multicolores, cuyo vientre desnudo se perdía en la oscuridad. No podía ver ningún rostro, solamente las manchas de color en la frente de las jóvenes o la mirada blanca y negra de algunos viandantes. Tampoco veía los escaparates o la arquitectura de las casas. Avanzaba como por un pasillo sombrío cuyas paredes estaban hechas con cabezas oscuras, brazos y piernas famélicas. Por todas partes la multitud bullía. Los coches chocaban unos con otros, las bocinas sonaban, los tranvías enrejados se abrían paso entre la gente. De vez en cuando surgía un cortejo ruidoso. Seres anónimos, vestidos de rojo, amarillo, azul, golpeaban unos tambores y cantaban melopeas mareantes, envueltos en humaredas acres de incienso. Un muerto. Una fiesta. Luego, la multitud volvía a ocuparlo todo. Los leprosos se amontonaban, rozaban el coche y golpeaban los cristales. Descubrí también en el caos de aquella noche, llena de tintineos de campanillas, la mayor curiosidad de Calcuta: los
rickshawallas
, los hombres-caballo que tiran de unos carritos a través de la ciudad, galopando sobre sus piernas frágiles, caminando sobre el asfalto desconchado y respirando a pleno pulmón aquel aire contaminado.

Pero las personas no eran nada comparadas con los olores: un tufo insoportable, que vagaba por el aire como una criatura violenta, rabiosa, cruel. Olor a vómitos, humedad, incienso, especias… La noche parecía un monstruoso fruto podrido.

El taxi entró en Sudder Street.

En el Hotel Park di un nombre falso y cambié doscientos dólares en rupias. Mi habitación estaba en el primer piso, al final de una escalera a cielo abierto. Era pequeña, sucia y apestosa. Abrí la ventana, que daba a las cocinas. Era insoportable. La cerré rápidamente y puse el cerrojo. Desde hacía un rato no dejaba de estornudar y escupir. La garganta y los tabiques nasales se me habían llenado de una sustancia negruzca, la camisa se había manchado de esta misma podredumbre asquerosa: era la contaminación. Llevaba media hora en Calcuta y ya estaba envenenado por dentro.

Me di una ducha. El agua me pareció tan sucia como el resto. Me cambié y luego ensamblé las diferentes piezas de la Glock. Lentamente, con movimientos seguros, monté el arma. Metí dieciséis balas en el cargador y luego lo encajé en la culata. Colgué la pistolera del cinturón y la tapé con mi chaqueta de tela. Me miré en el espejo. Parecía un perfecto secretario de embajada o un comisionado del Banco Mundial. Abrí la puerta y salí.

Tomé por la primera callejuela que se me apareció, un pasillo estrecho, superpoblado, sin calzada ni aceras, solo asfalto desconchado. Pegados a las casas, los mendigos me echaban miradas suplicantes. Indios, nepalíes, chinos se me acercaban para proponerme cambiar mis dólares. Unas tiendas miserables, cuyos escaparates no eran más que unos agujeros en la pared de cascajos, se abrían en aquellas profundidades nauseabundas. Té, galletas, curry… El humo ocupaba la calle. Finalmente, descubrí una plaza amplia, en la cual se levantaba un mercado cubierto.

Numerosos braseros ardían allí. Los rostros flotaban alrededor, iluminados por los reflejos dorados. A lo largo de la plaza dormían centenares de hombres. Cuerpos amontonados bajo mantas, postrados en su pesado sueño. El asfalto estaba húmedo y brillaba aquí y allá, como un reflejo febril. A pesar del horror de esta miseria, a pesar del insoportable olor, la visión era resplandeciente. Me sorprendió la textura particular de la noche tropical. El negro, el azul, el gris, tamizados por la luz del fuego, empañados por el humo y los aromas, se revelaban como la esencia secreta de aquella realidad.

Me sumergí todavía más en aquella noche.

Daba vueltas, tomaba a izquierda y derecha sin preocuparme de la dirección que seguía. Recorrí la plaza del mercado, en la que morían estrechas callejuelas mal pavimentadas, llenas de inmundicias y de materiales de desecho. De vez en cuando, se abrían unas puertas que daban a inmensos almacenes en los que hombres-hormiga cargaban y tiraban de desmesuradas cajas bajo la luz mortecina de bombillas eléctricas. Pero aquí la agitación era menor. Los bengalíes escuchaban la radio, agrupados delante de las tiendas cerradas. Los peluqueros cortaban el pelo a sus clientes con desgana. Los hombres jugaban a un juego extraño, una especie de
ping-pong
, en lo que de día debía de ser un matadero (las paredes estaban salpicadas de sangre). Y por todas partes, ratas. Ratas enormes, poderosas, que iban y venían como perros, con total libertad. A veces un indio sorprendía a una a sus pies, mordisqueando una lechuga pasada. Le daba entonces un puntapié, como si se tratase de un simple animal doméstico.

Aquella noche caminé durante largas horas intentando familiarizarme con la ciudad y sus horrores. Cuando encontré el camino al hotel, eran ya las tres de la mañana. A lo largo de Sudder Street respiré una vez más el olor de la miseria y volví a escupir una saliva negra.

Esbocé una sonrisa.

Sí, sin lugar a dudas, Calcuta era el lugar ideal.

Para matar o para morir.

55

Al amanecer, me di otra ducha y me vestí. Abandoné la habitación del hotel a las cinco y media e interrogué al bengalí que dormitaba en el vestíbulo del hotel —un mostrador de madera colocado encima de un estrado, próximo a la salida que daba al pequeño jardín. El indio no conocía más que un centro de Mundo Único, cerca del puente de Howrah. No podía equivocarme de lugar, me dijo. Había siempre una larga cola de espera en la puerta. «Solo mendigos y enfermos incurables», precisó con un gesto de asco. Le di las gracias, pensando que el desprecio era un lujo que uno no podía permitirse en Calcuta.

El día tardaba en abrirse. Sudder Street era gris, llena de hoteles decrépitos y de bares grasientos, en los que se ofrecía un revoltijo de desayunos ingleses y de pollos «tandoori». Algunos
rickshawallas
dormían en sus carros, agarrados a su campana-claxon. Un hombre semidesnudo, con un ojo vaciado, me propuso un
chai
, un té perfumado con jengibre servido en una taza de barro. Bebí dos, muy calientes y muy fuertes. Luego me dispuse a buscar un taxi.

Unos quinientos metros más adelante, a los dos lados de la calle aparecieron los viejos palacios Victorianos, agrietados y sin color. A su pie, cientos de cuerpos alfombraban las aceras, embutidos en telas andrajosas. Algunos leprosos, sin dedos ni cara, me localizaron y vinieron rápidamente a mi encuentro. Aceleré el paso. Finalmente, llegué a Jawaharlal Nehru Road, una larga avenida bordeada de museos en ruinas. A lo largo de la calle, los mendigos ofrecían sus espectáculos. Uno de ellos, en posición del loto, metía la cabeza en un agujero hecho en el asfalto, la enterraba totalmente en la arena y luego erguía su cuerpo, con las rodillas hacia arriba. Si la proeza gustaba, recibía de la gente algunas rupias.

Cogí un taxi y salí en dirección al puente de Howrah, hacia el norte. El sol se levantaba sobre la ciudad. Los raíles del tranvía brillaban entre los adoquines llenos de hierba. El tráfico todavía no era denso. Solamente unos individuos que tiraban de unas carretillas enormes corrían en silencio a lo largo de la calzada. En las aceras, unos hombres de tez oscura se lavaban en la cuneta. Escupían flemas, se raspaban la lengua con la ayuda de un hilo de acero y se limpiaban con aquella agua sucia. Más lejos, unos niños exploraban con aplicación un montón de basura a medio quemar, cuyas cenizas se expandían por el aire. Unas viejas defecaban bajo unos arbustos y racimos humanos comenzaban a llenar las calles. Salían de las casas, de los trenes, de los tranvías. A medida que el calor aumentaba, Calcuta sudaba gente. A lo largo de calles y avenidas, descubrí también los inevitables templos, las vacas huesudas y los
saddhus
que llevan una lágrima de color en la frente. La India, el horror y lo absoluto reunidos en un beso de sombras.

El taxi llegó a Armenian Ghat, al borde del río. El centro de Mundo Único se levantaba muy cerca de un puente sobre la autopista. En la acera, ocupado por vendedores ambulantes, había un toldo de lona sostenido por pilares metálicos. Debajo, los europeos con tez clara abrían envases de medicamentos, ofrecían agua potable de unas cisternas que habían instalado allí y repartían paquetes de alimentos. El centro tenía una fachada de unos treinta metros. Treinta metros de víveres, cuidados y buena voluntad. En ellos se atendía a los enfermos, los lisiados y otros necesitados.

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