Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (7 page)

La única diferencia notable entre Robinson Crusoe y una nación entera es que Robinson Crusoe organiza su tiempo cuerdamente y la nación no lo hace. Si un individuo consigue sus ropas sin dar nada a cambio, no pierde su tiempo confeccionándolas. Pero las naciones creen que deben producir todo lo que necesitan, excepto cuando hay algún obstáculo natural, como el clima. Si las naciones tuvieran sentido común, acordarían, por tratado internacional, qué cosas habría de producir cada nación, y dejarían de hacer más esfuerzos de los que hacen los individuos para producirlo todo. Ningún individuo intenta hacerse sus propias ropas, sus propios zapatos, su propia comida, su propia casa, etc.; sabe perfectamente que, si lo hiciera, tendría que contentarse con un muy bajo nivel de bienestar. Pero las naciones todavía no han comprendido el principio de la división del trabajo. Si lo comprendieran, podían haber permitido que Alemania pagase en ciertas clases de bienes, que ellas hubieran dejado de producir por su parte. Los hombres que hubiesen quedado sin trabajo podrían haber aprendido otro oficio a costa del estado. Pero esto hubiese requerido organizar la producción, lo cual es contrario a la ortodoxia empresarial.

Las supersticiones acerca del oro están curiosamente arraigadas, no solamente en quienes se benefician de ellas, sino aun en aquellos a quienes traen desgracia. En el otoño de 1931, cuando los franceses obligaron a los ingleses a abandonar el patrón oro, creyeron estar causándoles un mal, y los ingleses, en su mayor parte, coincidieron con ellos. Una especie de vergüenza, un sentimiento como de humillación nacional pasó por Inglaterra. Sin embargo, los mejores economistas habían estado insistiendo en el abandono del patrón oro, y la experiencia subsiguiente ha demostrado que tenían razón. Tan ignorantes son los hombres en el manejo práctico de las finanzas, que el gobierno británico tuvo que ser compelido por la fuerza a hacer lo que más convenía a los intereses ingleses, y sólo la hostilidad de los franceses llevó a Francia a otorgar este involuntario beneficio a los ingleses.

De todas las ocupaciones que se suponen útiles, casi la más absurda es la minería de oro. El oro se extrae de la tierra en Sudáfrica y es transportado, con infinitas precauciones contra robos y accidentes, a Londres, París o Nueva York, donde nuevamente es colocado bajo tierra en las cámaras acorazadas de los bancos. Podría haber continuado bajo tierra en Sudáfrica. Posiblemente, las reservas bancarias hayan tenido alguna utilidad mientras se sostuvo que, llegada la ocasión, podrían utilizarse, pero tan pronto como se adoptó la política de no permitir que nunca descendieran por debajo de cierto mínimo, pasaron a representar lo mismo que si no existieran. Si yo digo que guardaré cien libras para un día lluvioso, tal vez sea sabio. Pero si digo que, por muy pobre que llegue a ser, nunca gastaré las cien libras, éstas dejan de ser una parte efectiva de mi fortuna, y daría lo mismo que las hubiese regalado. Ésta es, precisamente, la situación de las reservas bancarias si no han de consumirse en ninguna circunstancia. Por supuesto, no es más que una reliquia de la barbarie el que determinada parte del crédito nacional haya de basarse todavía en verdadero oro. En las transacciones privadas dentro de un país, el oro ha desaparecido. Antes de la guerra aún se empleaba en pequeñas cantidades, pero los que han crecido después de la guerra difícilmente conozcan el aspecto de una moneda de oro. Sin embargo, todavía se supone que, por cierto misterioso artificio, la estabilidad financiera de todos depende de un montón de oro en el banco central del país. Durante la guerra, cuando los submarinos hacían peligroso el transporte de oro, la ficción se llevó más lejos. Del oro que se extraía en Sudáfrica, una parte se consideraba en los Estados Unidos, otra parte en Inglaterra y otra en Francia, etc.; pero, de hecho, todo se quedaba en Sudáfrica. ¿Por qué no llevar la ficción un paso más allá y considerar que el oro ha sido extraído, dejándolo tranquilamente en la tierra?

La ventaja del oro, en teoría, es que proporciona una salvaguardia contra la deshonestidad de los gobiernos. Esto estaría muy bien si hubiese alguna forma de obligar a los gobiernos a observar el patrón oro durante una crisis; pero, de hecho, lo abandonan cada vez que les viene en gana. Todos los países europeos que tomaron parte en la última guerra depreciaron sus monedas, y al hacerlo cancelaron una parte de sus deudas. Alemania y Austria cancelaron la totalidad de su deuda interna con la inflación. Francia redujo el franco a un quinto de su primitivo valor, cancelando con ello cuatro quintas partes de todas las deudas del gobierno reconocidas en francos. La libra esterlina solamente vale unas tres cuartas partes de su primitivo valor en oro. Los rusos dijeron francamente que no pagarían sus deudas, pero ello se juzgó inicuo: la cancelación respetable requiere una cierta etiqueta.

El hecho es que los gobiernos, como otras gentes, pagan sus deudas si les interesa hacerlo, pero no de otro modo. Una garantía puramente legal, tal como el patrón oro, es inútil en tiempos de crisis, e inútil en otros períodos. Un individuo encuentra conveniente ser honesto en tanto quiera poder pedir nuevos préstamos y obtenerlos; pero, cuando ha agotado su crédito, le puede resultar más ventajoso escaparse. Un gobierno está, respecto de sus súbditos, en una posición distinta de aquella en que se halla respecto de otros países. Sus súbditos están a su merced, y, por tanto, no tiene motivos para ser honesto con ellos, a menos que desee volver a pedirles prestado. Cuando, como ocurrió en Alemania después de la guerra, ya no hay más esperanzas de préstamo interno, el permitir que la moneda se devalúe, enjugando así toda la deuda interna, compensa a un país. Pero la deuda exterior es harina de otro costal. Los rusos, cuando cancelaron sus deudas con otros países, tuvieron que enfrentarse a una guerra contra el mundo civilizado, combinada con una feroz propaganda hostil. Son pocas las naciones en condiciones de enfrentar cosas de este tipo y, por lo tanto, la mayoría de países es prudente en lo tocante a la deuda externa. Es esto, y no el patrón oro, lo que determina con cuánta seguridad se puede prestar dinero a los gobiernos. La seguridad es escasa, pero no puede ser mayor hasta que exista un gobierno internacional.

No se suele comprender hasta qué punto las transacciones económicas dependen de las fuerzas armadas. La propiedad de riquezas se adquiere, en parte, por medio de la habilidad en los negocios; pero tal habilidad sólo es posible en el marco de una gran capacidad militar o naval. Fue por el empleo de la fuerza armada que los holandeses tomaron Nueva York a los indios, los ingleses a los holandeses y los norteamericanos a los ingleses. Cuando se encontró petróleo en los Estados Unidos, pertenecía a los ciudadanos norteamericanos; pero cuando se encuentra en algún país menos poderoso, la propiedad del petróleo pasa, de grado o por la fuerza, a los ciudadanos de una u otra de las grandes potencias. El proceso mediante el cual se efectúa este tránsito, por lo general, queda disimulado, pero en el fondo acecha la amenaza de guerra, y es esta amenaza latente la que fuerza las negociaciones.

Lo que decimos del petróleo es igualmente aplicable a la moneda y a las deudas. Cuando interesa a un gobierno envilecer su moneda o cancelar sus deudas, lo hace. Algunas naciones, es cierto, hacen gran alboroto en torno de la importancia moral de pagar las deudas, pero son naciones acreedoras. Y el que las naciones deudoras las escuchen se debe a su fuerza, y no a una convicción ética. Por tanto, hay un solo camino para asegurar una moneda estable, y es tener, de hecho, si no de derecho, un gobierno mundial único, en posesión de las únicas fuerzas armadas efectivas. Un gobierno así tendría interés en una moneda estable, y podría decretar un poder adquisitivo constante en relación con el promedio de las mercancías. Ésta es la única estabilidad verdadera, y el oro no la posee. En tiempos de crisis, las naciones soberanas no se comprometen ni siquiera con el oro. El argumento de que el oro asegura una moneda estable es, por tanto, falaz desde cualquier punto de vista.

Personas que se tenían a sí mismas por tercamente realistas, me han comunicado, en repetidas ocasiones, que el hombre, en los negocios, normalmente desea hacerse rico. La observación me ha convencido de que quienes me dieron tal seguridad, lejos de ser realistas, eran idealistas sentimentales, totalmente ciegos para los hechos más evidentes del mundo en que viven. Si los hombres de negocios realmente desearan hacerse ricos con más ardor del que ponen en mantener pobres a los demás, el mundo pronto se convertiría en un paraíso. Las finanzas y la moneda nos proporcionan un ejemplo admirable. Es obvio que en el interés general del conjunto de la comunidad empresarial está el tener una moneda estable y seguridad en el crédito. Evidentemente, el garantizar en la realidad estas dos supremas aspiraciones requiere que haya un solo banco central en el mundo y solamente una moneda, que debe ser un papel moneda, controlado de modo de conservar los precios medios todo lo constantes que sea posible. Tal moneda no necesita el respaldo de una reserva de oro, sino el crédito del gobierno mundial, cuyo organismo financiero es el único banco central. Todo esto es tan ostensible que cualquier niño puede verlo. Sin embargo, los hombres de negocios no abogan por nada parecido. ¿Por qué? Por nacionalismo, es decir, porque están más ansiosos por mantener pobres a los extranjeros que por hacerse ricos ellos mismos.

Otra razón es la psicología del productor. Parece ser un tópico que el dinero solamente es útil porque puede cambiarse por mercancías, y, sin embargo, hay pocas personas para las que esto sea cierto, tanto emocional como racionalmente. En casi todas las transacciones, el vendedor queda más satisfecho que el comprador. Si compráis un par de zapatos todo el aparato de la venta se descarga sobre vosotros, y el vendedor de los zapatos se siente como si hubiese obtenido una pequeña victoria. Vosotros, por otra parte, no os decís: «¡Qué gusto verme libre de esos mugrientos y repugnantes pedazos de papel, que no podía comerme ni emplear como vestido, y tener, en cambio, este magnífico par de zapatos nuevos!». Consideramos nuestras compras sin importancia en comparación con nuestras ventas. Las únicas excepciones son los casos en que las existencias son limitadas. El hombre que compra un cuadro de un antiguo maestro queda más satisfecho que el hombre que lo vende; pero no cabe duda de que, cuando el antiguo maestro estaba vivo, se sentía más satisfecho al vender sus cuadros que sus protectores al comprárselos. La causa psicológica última de nuestra preferencia por el vender sobre el comprar es que preferimos el poder al placer. Esta característica no es universal: hay manirrotos que prefieren una vida corta y feliz. Pero sí es la característica de los individuos prósperos y enérgicos que dan el tono en una época de competencia. Cuando la mayor parte de la riqueza era heredada, la psicología del productor era menos dominante que hoy. Y es la psicología del productor lo que determina que los hombres estén más ansiosos por vender que por comprar, y que los gobiernos se den al risible intento de crear un mundo en el que todas las naciones vendan y ninguna nación compre.

La psicología del productor se complica por una circunstancia que distingue las relaciones económicas de la mayor parte de las otras. Si producís y vendéis algún artículo, hay dos clases de personas especialmente importantes para vosotros: vuestros competidores y vuestros clientes. Vuestros competidores os perjudican y vuestros clientes os benefician. Vuestros competidores son, evidente y comparativamente, pocos, en tanto que vuestros clientes están diseminados y, en gran parte, os son desconocidos. Tendéis, por tanto, a ser más conscientes de vuestros competidores que de vuestros clientes. Tal vez no sea éste el caso dentro de vuestro propio grupo, pero es casi seguro que será el caso en lo tocante a un grupo extranjero, de modo que venimos a atribuir a los grupos extranjeros intereses económicos contrarios a los nuestros.

La fe en las tarifas proteccionistas nace de ello. Consideramos a las naciones extranjeras más como competidoras en la producción que como posibles clientes, de modo que los hombres están dispuestos a perder los mercados extranjeros con tal de evitarse la competencia extranjera. Hubo una vez en un pueblecito un carnicero que se enfurecía con los demás carniceros que le quitaban la clientela. Para arruinarlos, convirtió a todo el pueblo al vegetarianismo, y se sorprendió al ver que, como consecuencia, también él se arruinaba. La locura de este hombre parece increíble, y, sin embargo, no es mayor que la de las potencias. Todas han observado que el comercio exterior enriquece a otras naciones, y todas han establecido aranceles para destruir el comercio exterior. Todas se han asombrado al descubrir que resultaban tan perjudicadas como sus competidoras. Ninguna ha recordado que el comercio es recíproco y que una nación extranjera que vende a la propia nación, también le compra, directa o indirectamente. La razón por la que no lo han recordado es que el odio a las otras naciones las ha incapacitado para pensar con claridad en materias de comercio exterior.

En Gran Bretaña, el conflicto entre ricos y pobres, que ha sido la base de la división en partidos desde que terminó la guerra, ha incapacitado a la mayor parte de los industriales para comprender cuestiones monetarias. Puesto que las finanzas representan la riqueza, hay una tendencia en los ricos a seguir la dirección de los banqueros y financieros. Pero, en realidad, los intereses de los banqueros son opuestos a los intereses de los industriales: la deflación convenía a los banqueros, pero paralizaba la industria británica. No dudo que, si los asalariados no hubiesen tenido voto, la política británica desde la guerra hubiera consistido en una lucha encarnizada entre los financieros y los industriales. Tal y como estaban las cosas, sin embargo, los financieros y los industriales se pusieron de acuerdo contra los trabajadores, los industriales apoyaron a los financieros y el país fue llevado al borde de la ruina. Se salvó solamente por el hecho de que los financieros fueran derrotados por los franceses.

En todo el mundo, no solamente en Gran Bretaña, los intereses de las finanzas, en los años recientes, han sido opuestos a los intereses públicos en general. No es probable que este estado de cosas cambie por sí solo. No es probable que una comunidad moderna prospere si sus asuntos financieros son conducidos teniendo en cuenta únicamente los intereses de los financieros, sin considerar los efectos sobre el resto de la población. Cuando éste es el caso, no es prudente dejar que los financieros persigan desenfrenadamente su beneficio privado. Con el mismo criterio, podríamos explotar un museo en beneficio del conservador, dejándolo en libertad de vender el contenido tantas veces como le ofrecieran un buen precio. Hay algunas actividades en las cuales la búsqueda del beneficio privado conduce, en conjunto, a la promoción del interés general, y otras en las que no ocurre así. Como quiera que estuviesen en el pasado, las finanzas están ahora, definitivamente, en este último caso. El resultado es una creciente necesidad de interferencia gubernamental en las finanzas. Sería necesario considerar las finanzas y la industria como formando un conjunto y tratar de alcanzar el mayor beneficio posible para tal conjunto, y no separadamente para las finanzas. Las finanzas son más poderosas que la industria cuando ambas son independientes, pero los intereses de la industria se aproximan más a los de la comunidad que los intereses de las finanzas. Ésta es la razón por la que el mundo ha llegado a tal extremo: el excesivo poder de las finanzas.

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