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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

En busca de la edad de oro (2 page)

Creencias compartidas

Ogotemmeli, pacientemente, explicó a Griaule que los dogones sólo tienen un dios principal. Lo llaman Amina, carece de forma definida y se le atribuye la venerable tarea de la creación del Universo. Amma creó también a las primeras criaturas independientes, a las que designó como «maestros Nommo». Según aquel iniciado de ojos brillantes, se trataba de unos seres mitad hombre mitad pez, que recibieron los sagrados nombres de Nommo Dig, Nommo Titiyayne y Nommo Q.

Hasta ahí, nada que se saliera de los cánones de cualquier religión local.

Aspecto de Nommo Q en una clásica representación dogona. (Ilustración procedente del Archivo M. Griaule.)

El adivino añadió, no obstante, que de éstos —especialmente de Q, a quien los dogones consideran el padre de la humanidad— surgió una nueva clase de seres, una estirpe de cuatro «antepasados» que crearon a su vez a los primeros hombres, a los que repartieron en cuatro grandes familias.

Detrás de este proceso de creación desgranado por Ogotemmeli se escondía todo un drama cósmico. Ogo, el primer Nommo que descendió sobre la Tierra a bordo de un arca humeante para sembrar la vida en el planeta, pronto desencadenó el caos.

Hasta sesenta «habitaciones» podían llegar a tener las arcas voladoras de los dioses Nommo que trajeron la civilización a la Tierra. Generalmente eran representadas con este aspecto troncocónico. (Archivo M. Griaule.)

Criatura impaciente y poco cuidadosa, el tal Ogo desobedeció las instrucciones de Amma, forzándole a enviar a tierras de África a otro Nommo para que reparara los errores del primero. El elegido fue Q, al que Amma llamó el «Nommo del mar»
[5]
, y terminaría siendo sacrificado en virtud a un extraño plan divino para resucitar después con aspecto humano y trayendo en su arca a los antepasados de los hombres.

Fue así, después de esta familiar historia
[6]
, como se inició la ancestral Edad de Oro de los dogones. Q enseñó a sus criaturas los secretos de su procedencia, instruyéndoles en detalles que hicieron palidecer al antropólogo. Por ejemplo, las descripciones del arca en la que llegó a la Tierra son de una minuciosidad extrema. Dicen que se trataba de un vehículo húmedo, dotado de sesenta compartimientos, y cuyo descenso coincidió con «la dispersión de los astros en el cielo y el inicio de sus revoluciones respectivas».
[7]
Se trata de una alusión que marca una fecha remota, tal vez una en la que determinadas estrellas hoy importantes comenzaron a hacerse visibles gracias al movimiento continuo de los astros en la bóveda celeste, y que nos remite a una época de la que hablaré con detalle en los capítulos venideros y que los egipcios bautizaron con el evocador título de «Tiempo Primero».

Las enseñanzas de ese misterioso Q al pueblo dogon contienen un bagaje de información científica de primer orden. Un saber indiscutible que incluso expertos como E. C. Krupp, director del Observatorio Griffith de Los Ángeles, se vieron obligados a reconocer… con matices. «Aunque no seamos capaces de identificar la fuente del misterio dogon de Sirio —escribió—, parece bastante acertado pensar que sus ideas astronómicas son tanto un compendio de buenos y malos aciertos como una memoria tergiversada con conocimientos astronómicos recientes con los que alguien contaminó las antiguas creencias dogonas.»
[8]

Una encendida polémica

En efecto. Lo que sostiene Krupp, y con él una escueta lista de escépticos entre los que se cuenta el finado Carl Sagan, es que los dogones debieron de absorber sus conocimientos astronómicos de visitantes europeos que cruzaron sus territorios entre 1925 y 1955. Eso explicaría por qué los antepasados de Ogotemmeli accedieron a detalles sobre las lunas de Júpiter o los anillos de Saturno sin disponer de telescopios, y por qué apenas aportaron datos sobre los planetas situados más allá de éste. «Toda la cuestión dogona —dirá uno de estos críticos— podría ser una simple teorización, ya que los datos originales de Griaule, sobre los que se construye toda su argumentación, son muy cuestionables. Su metodología junto a su intento de redimir el pensamiento africano, sus entrevistas con un solo informante a través de un intérprete, y la ausencia de textos en el lenguaje dogon han sido criticados durante años.»
[9]

Esta hipótesis, no obstante, fue rápidamente contestada, ya que no todo se basa en una tradición oral procedente de una fuente única, sino también en utensilios de al menos cuatro siglos de antigüedad que ya representan la triplicidad de la estrella Sirio.

De hecho, probablemente nadie hubiera prestado la más mínima atención a los densos estudios de Griaule de no haber sido por la publicación, a mediados de los años setenta, del libro de un estudioso y miembro de la Royal Astronomical Society de Londres llamado Robert Temple. Titulado
El misterio de Sino
[10]
, su obra lanzó a la popularidad la idea de que podrían hallarse conocimientos muy avanzados encriptados en los mitos de sociedades primitivas, lo que demostraría la existencia de una Edad de Oro de alcance planetario hoy perdida.

Sin embargo, Temple, con quien me reuní en Egipto a principios del año 2000, llevó esa idea más lejos y terminó afirmando que «sólo veo dos fuentes posibles para resolver este misterio: o vino de una cultura desarrollada de origen terrestre cuyas huellas han desaparecido, cosa que encuentro difícil de creer, o la información llegó de una fuente extraterrestre».
[11]

La sola mención de la palabra «extraterrestre» le cerró de golpe las puertas del mundo académico, algunos de cuyos representantes se empeñaron en enterrar este misterio a toda costa. Pero no lo lograron. Muchos de los críticos no leyeron jamás los trabajos originales de Griaule —que en ningún momento interpretó o especuló con la información que obtuvo—, y se dejaron llevar por las ideas de Temple, quien vinculaba a los Nommos con el dios Oannes babilónico, una criatura anfibia que llevó la civilización a los sumerios, y a éste con una raza de extraterrestres llegados de un mundo acuático.

Gracias a Robert Temple —con quien me reuní en El Cairo en marzo del año 2000— los descubrimientos del antropólogo Marcel Griaule sobre los conocimientos astronómicos de los dogones llegaron a conocimiento de la opinión pública. Temple arriesgó lo que Griaule no se atrevió a decir: que esos conocimientos les fueron entregados a los dogones por unos visitantes de fuera de la Tierra.

Sólo en una cosa estuvo realmente acertado Temple: en sugerir que el mito de Sirio estaba en realidad vinculado a otras muchas culturas de la antigüedad, y que éstas también conocían de alguna forma el secreto de su triple naturaleza. Aunque Temple sugiere que la inyección de ese conocimiento se produjo hará unos cinco mil años, otros estudiosos —no demasiado acordes con sus tesis— han encontrado trazas de ese «saber siriano» en latitudes muy alejadas de Malí. Por ejemplo, el término iranio para describir la estrella Sirio es
Tistrya
, inspirado en el vocablo sánscrito
Tristri
, que no tiene otra acepción más que la de «tres estrellas»
[12]
. ¿De dónde obtuvieron los antiguos pobladores de Asia semejante idea?

Para colmo de coincidencias, en muchas de las representaciones egipcias de la estrella Sirio, a quien identificaban con la diosa Isis, se representa a esta divinidad sobre su barca estelar acompañada de sus hermanas menores Anukis y Satis. Eso por no hablar del descubrimiento efectuado por el astrónomo británico sir J. Norman Lockyer que ya confirmó hace años la orientación de muchos templos egipcios hacia Sirio, y el hecho de que su calendario sagrado —en oposición al popular, de carácter solar— se basaba en la observación del periódico nacimiento de ésta sobre el horizonte egipcio y servía para marcar la llegada de la crecida del Nilo.

Todo esto sólo puede significar una cosa: que, en efecto, existió una fuente común para un conocimiento astronómico complejo cuyas huellas pude seguir en diversos rincones del mundo. Una sabiduría fruto de siglos de observaciones precisas del firmamento que nuestros antepasados parecieron heredar de dioses anfibios, «compañeros» de divinidades solares o mediante revelaciones de origen aún más oscuro.

Llegué incluso a pensar que sólo Nommo Q podría despejar tanto misterio, tanta coincidencia aparente, y en cierta manera la búsqueda de su poderoso legado se convirtió en mi obsesión durante algún tiempo.

El lector pronto comprenderá por qué.

Primera Parte

Astrónomos milenarios

Así como es arriba es abajo.

Adagio hermético

¿Ignoras acaso que Egipto es la copia del cielo o, mejor dicho, el lugar donde se transfieren y se proyectan aquí abajo todas las operaciones que gobiernan y ponen en marcha las fuerzas celestes? Además, si hay que decir toda la verdad, nuestra tierra es el templo del mundo entero.

Hermes Trismegisto a su discípulo Asclepio
[13]

1
Egipto: El saber más antiguo del mundo
Meseta de Giza. Marzo de 2000

Malí y los dogones, no sé aún si por suerte o por desgracia, quedaban muy lejos de aquí.

Las últimas sombras del invierno oscurecían la febril ciudad de El Cairo que, como si de un monstruo perezoso se tratara, se resistía a despertar a tan tempranas horas. No me importó. Aunque apenas pasaban unos minutos de las cinco de la mañana, la tensión agarrotaba ya todos mis músculos. Y hacía frío. Bastante frío para un lugar como aquél.

Camuflado en medio de un grupo de treinta personas, a bordo de un confortable autobús Mercedes con el aire acondicionado bombeando calor, sorteamos la vigilancia del lado norte de la Gran Pirámide y enfilamos la lengua de asfalto que nos conduciría hasta el borde exterior del foso donde yace desde tiempo inmemorial la más fabulosa escultura hecha por mano humana: la Esfinge de Giza.

El silencio lo envolvía todo.

De setenta y tres metros de largo por veinte de alto, la Esfinge es en realidad una roca natural a la que un día se le dio forma de león y que los elementos se encargaron después de desgastar sin piedad. Clavada frente a la segunda pirámide del conjunto y orientada con una precisión pasmosa hacia el este, esta roca confiere al paisaje una atmósfera casi sobrenatural.

Allí estaba. Puntual como un reloj suizo, justo al inicio del equinoccio de primavera, el 20 de marzo, cuando el Sol sale precisamente delante de los ojos de la Esfinge. Sin duda ésta fue construida para marcar ese momento especial del año.

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