Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
A otro día de mañana levantamos el campo y nos internamos por las espesuras de los montes siguiendo los senderos del paso y puerto que llaman de la Losa, camino el más estrecho y fragoso del mundo. Y en esto íbamos guiados por uno de los ballesteros al que decían Luis del Carrión, el cual había servido un tiempo a los freires calatravos que aquella provincia habitan y decía que conocía las trochas como la palma de su mano. La cual de buena gana hubiérasela hecho cortar allí mismo por encima del puño, que nos extravió dos veces en medio de la calor del día, y ya nos veíamos comidos de buitres en aquellas espesuras cuando, a lo lejos, columbramos las ruinas del castillo del Ferral, que estaba aportillado y sin techos, pero que nos vino muy al pelo para pasar la noche y descansar de los pasados trabajos. Acampamos, pues, entre aquellos estragados muros a la caída de la tarde, antes que el sol se fuera, y salieron los ballesteros a rastrear carne y a poco volvieron con unos cuartos de venado, los más grandes y hermosos que en mi vida viera, y uno de ellos tornóse con más gente a traer el resto de la pieza antes que acudieran lobos y buitres a darse el festín, y fue muy a propósito pues, para cuando llegaron a donde la dejaran, ya andaban las aves haciéndole los vuelos coronados y reverencias que suelen a su yantar carroñero antes de caerse a él. Tomaron, pues, la carne, limpia de cabeza y tripas, y aquella noche hicimos grueso banquete, que cada cual se hartó de aquel excelente asado, y aún sobró, adobado muy gentilmente por las virtuosas hierbas y maceraciones que fray Jordi de Monserrate había preparado en el mientras tanto. Sólo que el peonaje anduvo quejoso de que no tuviéramos vino con que mojarlo.
Los muchos cansancios del día y sus fatigas y la cena abundante dieron pronto sueño al personal, con lo que retrayéndose todos a dormir, menos los acostumbrados velas, a los que mucho encomendé que no dieran cabezadas y fueran a acudir lobos al venteo de la carne sobrante. Tampoco yo podía dormir, que las ruinas de castillos me ponen melancólico, de modo que, después de estarme buen rato contemplando las estrellas sin poder conciliar el sueño, levantéme y salí de la manta y me fui dando un paseo hasta un bosquecillo de encinas que allí cerca se descubría. Y en llegando al bosquecillo sentí un crujido de rama seca detrás de mí, como pisada de algún pie, y en volviéndome presto vi que un bulto oscuro se llegaba a mí y casi se me echaba encima, y a falta de mejor arma requerí la daga que traía, filosa, terciada en el cinto. Y es el caso que creía habérmelas con alguno de los malfechores que pueblan aquella sierra, que bien sabía yo que está infestada de ellos, pues allí se retrae todo el que ha cometido delito contra el Rey nuestro señor y es buscado por sus justicias, sólo que estos malfechores nunca son tantos que puedan ofender a una tropa tan fuerte como era la nuestra, si bien en esta ocasión podían haberse quedado al acecho y venir ahora por mí muy a su salvo. Todo esto pensé yo en mucho menos que tardo en contarlo y ya me veía robado y muerto y hecho tasajos en el cogollo de mi juventud, como se dice, cuando vine a notar que quien me había seguido no era sino una de las doncellas de mi señora doña Josefina de Horcajadas y la conocí por la cofia plisada con que juntaba sus blondos cabellos para que no se le derramaran por la nuca. Ella vio brillar la luna en mi empuñada daga y se retrajo temerosa. "Soy yo, señor capitán —dijo ahogando un grito—, Inesilla, la doncella de doña Josefina". Con esto acabé de tranquilizarme y enfundé el hierro un tanto corrido de que la moza me hubiese visto tan en apuros. Estábamos uno delante del otro, a dos pasos, y sin saber qué decir ni qué hacer y entonces se fue una nube que medio tapaba la luna y salió la luna llena a alumbrar con su candil la noche y la tímida Inesilla se subió el borde del manto para que le tapara el rostro y sólo me dejó ver sus ojos trigueños cercados por la sedosa empalizada de sus pestañas, garfios al corazón, y en un parpadeo que me parecía que espantaba una lágrima escapada, me ganó el alma y la voluntad y yo alargué una mano y ella me alargó la suya y en la espesura chistó una lechuza que me pareció de voz más melodiosa que el ruiseñor de los jardines, y el aire venía espeso y cálido y cargado de olores del monte: el espliego, el romero, el tomillo y las mil pintadas flores que dan a la noche su olor, con que fuímonos acercando atraído cada uno por la mano del otro, hasta que la luna se escondió otra vez y la muchacha desembarazó sus labios, que los tenía cálidos y gordezuelos, y los acercó a los míos y fuímonos llegando al suelo y ella alzó sus faldas e hicimos lo que un hombre con una mujer suele hacer, que hecho en la paz del monte, sobre la mullida hierba, en la noche calurosa que anuncia el verano, es más placentero que en cama doselada vestida de sábanas de Amberes.
Volvía a chistar la invisible lechuza y titilaban las estrellas como si le guiñaran a los enamorados. ¡Noche hermosa!
A otro día de mañana trepamos las tiendas y levantamos el campo y nos desayunamos con la carne de la víspera, que carne asada, si está bien adobada, es manjar tan apetitoso y consolador frío como caliente. Con lo que, tomando los pasos y trochas que dicen del Rey, que son todos altos, por lugares sanos, donde los arroyos parten aguas, fuímonos acercando al nombrado lugar de la Mesa del Rey donde hace trescientos años se peleó una famosa batalla. Está en los escritos que el santo apóstol Santiago bajó de los cielos donde mora a lidiar contra el moro y hubo de la parte sarracena casi un millón de muertos, pues que toda la muchedumbre de los infieles se era juntada allí venida de lejanas tierras, y de la parte cristiana tan sólo dieciocho y éstos porque fiando más en sus fuerzas que en las de Aquel que todo lo puede, no se habían puesto en gracia de Dios. Eran aquéllos mejores tiempos pues en estos de ahora tengo yo visto y comprobado que uno se pone en gracia de Dios y comulga devotamente y enciende seis blandones de cera en la iglesia Mayor y hace sus limosnas antes de salir al moro y aún así puede errar la jornada y recibir herida de muerte y morir della, si bien yendo derechamente al cielo, lo cual es gran consuelo. Pasamos pues por donde la tal batalla se diera, sobrecogidos hasta los más duros de ver que el campo blanquea, ya de lejos, y parece que entre la yerba ha crecido gran copia de juncias y margaritas pero, en acercándose más, se echa de ver que lo que tan blanco parece son los muchos huesos así de hombre como de caballo que todo el campo en derredor quedan sembrados. Pasamos entre las huesas por veredas y caminos que ya el uso de los viandantes ha ido haciendo, con gran silencio y recogimiento, rezando en algunas cruces que allí hay y sintiendo silbar el viento por entre las pocas carrascas que en la nava fría crecen, y yo me procuraba apartar de la cabeza de la marcha e irme para atrás, so pretexto de hablar algo con fray Jordi de Monserrate, sólo por estar más cerca de doña Josefina y confortarla un poco con mi cercana presencia del miedo de ver tanta huesa insepulta y tanta desdentada calavera.
Ya con los días doña Josefina se había ido confiando y no siempre llevaba la cara tapada sino que a veces, en hora temprana o tardía, no hiriendo mucho el sol, se descubría y aquel su rostro era de tan suaves rasgos y de tan bella proporción que no sabría yo qué alabar más, si la negrura de sus ojos hondos, que tenían un mirar pausado y cálido a la vez, como roce de terciopelo, o la grana viva de sus regordetes labios o la mucha blancura de sus dientes, que los tenía menudicos y parejos. Y con todo ello me iba robando la voluntad y aún no me atrevía yo a acercarme a ella por aquello de dar ejemplo a la ballestería y por los mandatos reales que tengo dichos.
Y en estando mirándola topé con la mirada de su doncellica Inesilla, que a su lado marchaba, y me pareció su expresión algo burlona, como recordándome lo que entre ella y yo pasara la noche de antes, y yo sentí vergüenza de pensar que pudiera contárselo a su señora y me subió la sangre a la cara y, para disimularlo, hice corcovar a "Alonsillo", con más torpeza que galanura, y me acerqué a fray Jordi que iba disertando sobre las propiedades del polvo de momia entre Manolito y Paliques, los cuales, muy prendidos de su parla, le daban escolta cabalgando a sus entrambos lados.
Salimos de las navas de la sierra y fuimos bajando para Linares, muy acuciados por la ballestería que se había malacostumbrado y no podía pasar sin vino y pensaba yo que, habiendo en aquel lugar tantos borrachos, allí encontraría harto, lo que así fue, aunque algo agrio y muy aguado. Y a los tres días, pasado el Guadalquivir por la Puente Quebrada, llegamos a Jaén, guarda y defendimiento de los reinos de Castilla, donde mi señor el Condestable y los demás de su casa estaban esperándonos. Y como un heraldo hubiera salido el día de antes avisando nuestra llegada, él salió a buscarnos al sitio que dicen el Puente de Tabla, cabe al Guadalbullón, con mucho y muy lucido acompañamiento de músicas y corredores.
Y como aparecimos por un recodo del camino que sale del valle a las huertas, donde el Condestable y los demás estaban aguardando, mi señor se adelantó hacia nosotros con más pompa y ceremonia que si llegaran embajadores del Preste Juan, y llevaban puesto aquel día un jubón carmesí raso y una jaqueta muy corta de paño azul, forrada de martas, y un manto de somo, también corto, de muy fino paño blanco y un grueso collar de oro bordado de muy gruesas perlas y de otras muchas piedras de gran valor, y en la cabeza un sombrero a juego con el jubón y bien calzado. Y antes de venir a abrazarme a mí se fue para doña Josefina y descabalgó muy gallardamente y se fue a besarle la mano, teniendo muy bizarramente el sombrero en la suya, y ella, muy gentilmente, se la dejó besar y yo sentí en el corazón el leve saetazo de los celos y como un sollozo suave en el estómago, por donde vine, de pronto, a entender que me había enamorado verdadera y cabalmente de doña Josefina aun sin nunca haberla fablado ni aún tocado la punta de los dedos. Y con el Condestable iba la condesa, su mujer, que también se acercó a doña Josefina y la besó en entrambas nacaradas mejillas y de allí adelante la tomó en su tutela según cumplía al servicio del Rey, como dueña de mayor autoridad y por su buena y discreta crianza. Y así fuimos volviendo a la ciudad, con gran alegría y alborozo, e iban delante las trompetas y atabales y chirimías, haciendo tanta música que casi no se entendía lo que detrás en la zaga se hablaba, y, en subiendo por el lugar de la Carrera, entramos en la ciudad por las puertas de Santa María, cabe a la iglesia Mayor, y luego de seguir la calle de las Campanas, torcimos a diestra y tomamos la rúa Maestra y la gente se había asomado a las ventanas y subido a los tejados y azoteas y todos saludaban con pañizuelos y daban vivas, y parecía que había fiesta y algazara por un suceso grande. Y los que no me querían bien, que siempre han sido hartos, se morían de envidia de verme tan caballero en "Alonsillo", luciendo gran apostura, hecho oficial del Rey y cabalgando junto al Condestable más como amigo que como criado. Y a dos o tres mozas de la ciudad, que hubieron de ver conmigo en otros días, iba yo buscando con la mirada entre la muchedumbre y de las tres sólo encontré a dos y hube un poco pesar de que la tercera no me hubiese visto en aquella traza tan victoriosa, que no parecía sino que venía de conquistar La Meca. Y con esto llegamos al palacio y posada del Condestable y nos retrajimos a ella y cesó la música para descanso de los instrumentos y también de los oídos, que ya venían un algo atronados y ahítos del recio parcheo y acompañamiento, y el maestresala del Condestable fue repartiendo a todos los venidos por los aposentos, con muy discreto concierto, para que cada cual lo alcanzara adecuado a su rango y condición y todos quedamos de ello contentos y ninguno apesadumbrado ni quejoso, que a cada cual cupo más estado del que en sí tenía, y los caballos quedaron en las caballerizas de palacio mejor apesebrados de cebada y paja que si hubieran sido del rey Salomón o del conde Carlomagno. Y con ello nos retrajimos a lavarnos, que era mucha la roña que traíamos criada de tan largo viaje, y era de ver cómo subían los fámulos a la sala de tablas grandes calderadas de agua humeante del horno de las cocinas, y pomada jabonosa y aceite de olor, y reinaba gran actividad como en hormiguero y estaba alegre la casa con nuestra venida.
Y mientras estas cosas se concertaban y nos daban vestidos nuevos, que el Condestable y la condesa tenían allí aparejados para aquellos que no los traían, el maestresala iba disponiendo las mesas de la cena en la sala grande de abajo, donde también concurrían los clérigos y caballeros de la ciudad, menos el obispo, que estaba enemistado con mi señor el Condestable y se había desterrado a criar veneno y preñar mozas a su heredad de Begíjar.
Y así que cada cual se hubo aderezado como convenía a la decencia y solemnidad de la casa y de los huéspedes, sonaron chirimías convocando a la comida y todos salieron de sus cuartos y fuéronse para la sala grande que abajo estaba, donde el maestresala había dispuesto seis mesas largas cubiertas con manteles de hilo, cada una con sus aparadores de plata, donde un trinchador servía muy ordenadamente, y así que nos hubimos asentado, según el maestresala nos repartió, vinieron los yantares y dio comienzo el banquete.
Y el orden de los asentamientos fue como diré: en la mesa principal, donde los bancos de terciopelo estaban, debajo del tapiz francés que representaba el señor de Nabucodonosor, se sentaron el Condestable y mi señora la condesa y al otro lado doña Josefina vestida para la ocasión ya sin tocas, el cabello recogido en una redecilla de oro y mostrando su alto cuello de garza con aquella su natural modestia que le encendía más la belleza y mucho más la brasa viva de que padecía mi corazón. Y llevaba doña Josefina un vestido asimismo dorado de sargo raso con muchas cadenillas de perlas por el lado de los pechos que parecía que, teniéndolos menudicos, se los sustentaba y realzaba. Y al otro lado de doña Josefina sentábanse otras dueñas principales de la ciudad y a continuación los caballeros del concejo y entre ellos yo, que unté la mano del maestresala para que me acomodase enfrente de doña Josefina y él así lo otorgó, de manera que en la comida le fuese forzoso hablar conmigo cuando no hablara con mi señor el Condestable, que a su lado estaba. Y en las otras mesas se sentaban los otros caballeros de la ciudad y en la final los clérigos del cabildo, unos y otros según el orden y concierto que en sus propias juntas usan. Y todos estaban de muy buen humor y reían y hacían chascarrillos y levantaban las voces y mostraban las copas vacías a los escanciadores que iban de un lado a otro con jarras de buen vino especiado, llenando copas, y no daban abasto, tan aprisa bebían los otros, y los perros andaban por debajo de las tablas y por entre los sirvientes a la caza del hueso que por el aire venía, no gruñendo ni altercando entre ellos, que el que un hueso no acababa de mondar ya recibía otro mal apurado, con media libra de carne pegada a los tendones. Y así fue viniendo la cena concertadamente a las órdenes del maestresala que todo lo atendía y concertaba, y, tras el cocido, vinieron los manjares blancos y detrás la carne asada oliendo a ajo y a pimienta, y, finalmente, los postres, y con cada cosa el vino que mejor la acompañara, según la fortaleza de los humores de la carne requiriese y ¿quién podría decir el número de las aves y cabritos y carneros y cazuelas y pasteles y quesadillas y pan candeal y confites y vinos muy finos tanto tintos como blancos que así gastaron aquella noche? Tal fue la abundancia que, después de ahítos, aún sobró para que entraran los criados y la ballestería de la guarda y también ellos alcanzaron cumplida colación de lo que había sobrado en platos y bandejas, que se hartaron como saqueadores y aún sobró.