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Authors: Ken Follett

En el blanco (48 page)

El buzón de voz, que estaba explicando cómo guardar los mensajes recibidos, se interrumpió a media frase. Craig intentó arrancar el coche, pero fue en vano. Ni siquiera se oyó el clic del motor de arranque. Los mandos no funcionaban, y no había ninguna luz encendida en el salpicadero. Se había cargado el sistema eléctrico. No era de extrañar, teniendo en cuenta la cantidad de veces que lo había estrellado.

Pero eso significaba que no podía usar el teléfono.

¿Y dónde se había metido Daisy?

Craig se apeó del coche.

Sobre la calzada había un amasijo de carne blanca, reluciente sangre roja y jirones de cuero negro.

Daisy no se movía.

Sophie salió del coche y se acercó a Craig.

—Dios mío... ¿es ella?

Craig sintió ganas de devolver. No podía hablar, así que se limitó a asentir.

—¿Crees que está muerta? —preguntó Sophie en un susurro.

Craig volvió a asentir, y entonces las náuseas pudieron mas que él. Se apartó y vomitó sobre la nieve.

08.15

Kit tenía la terrible sensación de que todo se iba a pique.

Para tres delincuentes profesionales de la talla de Nigel, Elton y Daisy debería haber resultado fácil reunir a los miembros dispersos de una familia pacífica y respetuosa de la ley, pero las cosas iban de mal en peor. El pequeño Tom había arremetido contra Daisy en un ataque suicida, Ned había sorprendido a propios y extraños protegiendo a Tom con su propio cuerpo, y Sophie había aprovechado la confusión del momento para escapar. Y no había ni rastro de Toni Gallo.

Elton condujo a Ned y Tom hasta la cocina a punta de pistola. El primero sangraba de varias heridas en el rostro y el pequeño lloraba a lágrima viva, pero ambos caminaban con paso firme. Ned sostenía la mano de Tom.

Kit calculó cuántos seguían sueltos. Sophie se había escapado y Craig no debía andar muy lejos de ella. Caroline seguramente seguía durmiendo en el granero. Y luego estaba Toni Gallo. Cuatro personas, tres de ellas menores. No podían tardar mucho en apresarlas. Pero se les acababa el tiempo. Kit y la banda tenían menos de dos horas para llegar al aeródromo con el virus. Su cliente no esperaría demasiado. En cuanto se oliera que algo iba mal, se marcharía por temor a una encerrona.

Elton arrojó el móvil de Miranda sobre la mesa de la cocina.

—Lo he encontrado en un bolso, en el chalet —dijo— Este no parece tener móvil —añadió, refiriéndose a Ned.

El aparato aterrizó junto al frasco de perfume. Kit anhelaba el momento en que harían entrega de aquel frasco para no tener que volver a verlo nunca más y poder cobrar su recompensa.

Esperaba que las carreteras principales volvieran a estar transitables hacia el final del día. Tenía intención de ir en coche hasta Londres y alojarse en un pequeño hotel, pagando en efectivo. Pasaría allí un par de semanas sin dejarse ver demasiado y luego cogería un tren a París con cincuenta mil libras en el bolsillo. Desde allí emprendería sin prisas su viaje por Europa, cambiando pequeñas cantidades de dinero a medida que lo fuera necesitando hasta llegar a Lucca.

Pero antes tenían que reducir y apresar a todos los ocupantes de Steepfall con el fin de retrasar al máximo el inicio de la persecución, y eso no estaba resultando nada fácil.

Elton ordenó a Ned que se tendiera en el suelo y luego lo ató de pies y manos. Este guardaba silencio pero no perdía detalle de cuanto ocurría. Nigel se encargó de atar a Tom, que seguía lloriqueando. Cuando Elton abrió la puerta de la despensa para encerrarlos dentro, Kit se sorprendió al ver que los prisioneros se las habían arreglado para quitarse las mordazas.

Olga fue la primera en hablar.

—Por favor, dejad salir a Hugo —suplicó—. Está malherido y muy frío. Tengo miedo de que se muera. Solo os pido que lo dejéis acostado en el suelo de la cocina, en la parte más caliente.

Kit movió la cabeza de un lado al otro en señal de asombro. La lealtad de Olga a su infiel marido era algo que nunca alcanzaría a entender.

—Si no se hubiera liado a puñetazos conmigo, esto no le habría pasado —replicó Nigel.

Elton empujó a Ned y Tom al interior de la despensa, con los demás.

—¡Por favor, te lo ruego! —insistió Olga.

Elton cerró la puerta.

Kit trató de alejar a Hugo de sus pensamientos.

—Tenemos que encontrar a Toni Gallo, es la más peligrosa de todos.

—¿Dónde crees que puede estar?

—Veamos... no está en la casa, ni en el chalet de invitados, porque Elton acaba de mirar allí, y no puede estar en el garaje porque Daisy la habría encontrado. O bien está a la intemperie, en cuyo caso no aguantará mucho tiempo sin su chaqueta, o bien en el granero.

—Muy bien —dijo Elton—. Yo iré al granero.

Toni estaba mirando por la ventana del granero.

Había logrado identificar a tres de las cuatro personas que habían asaltado el Kremlin. Una de ellas era Kit, por supuesto. El debía de ser el cerebro de la operación, el que había dicho a los demás cómo burlar el sistema de seguridad. Luego estaba la mujer a la que Kit había llamado Daisy, lo que sonaba a apodo irónico teniendo en cuenta que su aspecto habría asustado a un vampiro. Escasos minutos antes, en el preludio al altercado del patio, Daisy se había referido al joven negro como Elton, lo que tanto podía ser un nombre de pila como un apellido. Toni aún no había visto al cuarto miembro de la banda, pero sabía que respondía al nombre de Nigel porque Kit lo había llamado a gritos desde el vestíbulo.

Sus sentimientos se dividían entre el temor y la satisfacción. Temor porque era evidente que se enfrentaba a delincuentes profesionales que no dudarían en matarla si les convenía y porque tenían el virus en su poder. Satisfacción porque ella también era dura de roer, y ahora tenía la posibilidad de redimirse echándoles el guante.

Pero ¿cómo? El mejor plan habría sido pedir ayuda, pero no disponía de teléfono ni coche. Las líneas telefónicas de la casa no funcionaban, lo que probablemente era cosa de la banda, y seguro que también habían requisado todos los móviles que habían encontrado. ¿Y qué pasaba con los coches? Toni había visto dos aparcados delante de la casa, y debía de haber por lo menos uno más en el garaje, pero no tenía ni idea de dónde podían estar las llaves.

Eso significaba que tenía que atrapar a los ladrones por sus propios medios.

Repasó la escena que había presenciado en el patio. Daisy y Elton estaban reuniendo a los miembros de la familia pero Sophie, la adolescente díscola, había escapado, y Daisy había ido tras ella. Toni había oído ruidos distantes -el motor de un coche, cristales rotos y disparos- que parecían venir de más allá del garaje, pero no podía ver lo que estaba pasando y temía descubrirse si salía a investigar. Como se dejara coger, todo estaría perdido.

Se preguntó si quedaría alguien más en libertad. Los ladrones debían de tener prisa por marcharse, pues se habían citado con el cliente a las diez, pero antes de partir querrían tenerlos a todos bajo control para asegurarse de que nadie llamaría a la policía antes de tiempo. Quizá empezaran a dejarse llevar por el pánico y a cometer errores.

Toni deseó ardientemente que así fuera. Sus posibilidades de salir airosa de aquel trance eran casi nulas. No podía enfrentarse a los cuatro ladrones a la vez. Tres de ellos iban armados, según Steve con pistolas automáticas de trece balas. Su única esperanza era dejarlos fuera de juego uno a uno.

¿Por dónde empezar? En algún momento tendría que entrar en la casa principal. Afortunadamente conocía su distribución, porque justo el día anterior Stanley la había invitado a ver la casa. Pero no sabía en qué habitaciones estaban todos, y no le hacía ninguna gracia efectuar un registro a ciegas. Necesitaba desesperadamente más información.

Mientras se devanaba los sesos, perdió la oportunidad de tomar la iniciativa. Elton salió de la casa y cruzó el patio en dirección al granero.

Era más joven que ella -no le echó más de veinticinco años- y de complexión alta y robusta. Con la mano derecha sostenía una pistola que apuntaba al suelo. Toni había aprendido técnicas de combate cuerpo a cuerpo, pero sabía que Elton sería un adversario temible, incluso desarmado. Tenía que evitar a toda costa un enfrentamiento directo.

Presa del miedo, se preguntó si podría esconderse. Miró a su alrededor, pero no descubrió ningún rincón propicio. Tampoco habría tenido mucho sentido ocultarse. Lo que debía hacer era enfrentarse a la banda, pensó con amargura, y cuanto antes mejor. Elton venía a por ella solo, seguramente convencido de que no necesitaba la ayuda de nadie para vérselas con [una mujer. Quizá lo lamentara.

Por desgracia, Toni no tenía ningún arma. Disponía de pocos segundos para encontrar una. Estudió apresuradamente los objetos que la rodeaban. Consideró la posibilidad de empuñar un taco de billar, pero era demasiado ligero. Un golpe con el taco dolería horrores pero no bastaba para dejar inconsciente a un hombre, ni tan siquiera para hacerle perder el equilibrio.

Las bolas de billar, en cambio, eran mucho más peligrosas: macizas y duras. Se metió dos en los bolsillos de los vaqueros.

Deseó tener una pistola.

Levantó la vista hasta el pajar. La altura siempre era una ventaja. Subió a toda prisa por la escalera de mano. Caroline seguía durmiendo a pierna suelta. En el suelo, entre las dos camas, había una maleta abierta, y sobre la ropa apilada en su interior descansaba una bolsa de plástico. Junto a la maleta había una jaula con ratones blancos.

La puerta del granero se abrió y Toni se lanzó de bruces al suelo. Se oyó un murmullo, como si alguien buscara algo a tientas, y luego se encendieron las luces. Toni no alcanzaba a ver la planta de abajo, así que no sabía exactamente dónde estaba Elton, pero él tampoco podía verla a ella, y contaba con la ventaja de saber que él estaba allí.

Aguzó el oído, tratando de distinguir el sonido de aquellos pasos por encima de los latidos de su propio corazón. Entonces oyó un ruido extraño que solo acertó a reconocer al cabo de unos instantes: Elton estaba volcando las camas plegables por si alguien -uno de los chicos, quizá- se había escondido debajo. Luego abrió la puerta del cuarto de baño. No había nadie dentro, Toni ya lo había comprobado.

No quedaba ningún sitio por registrar excepto el altillo. Elton subiría de un momento a otro. ¿Qué podía hacer?

Los desagradables chillidos de los ratones le dieron una idea. Todavía acostada boca abajo, cogió la bolsa de plástico de la maleta abierta y la vació de su contenido, un paquete envuelto en papel de regalo en el que alguien había escrito: «Para papá con cariño. Feliz Navidad. Sophie». Volvió a dejar el regalo sobre la pila de ropa y abrió la jaula de los ratones.

Con delicadeza, cogió los roedores uno a uno y los introdujo en la bolsa de plástico. Eran cinco en total.

Notó que el suelo se estremecía y supo que Elton había empezado a subir la escalera.

Era ahora o nunca. Alargó los brazos hacia delante y vació la bolsa de los ratones desde lo alto de la escalera de mano.

Elton soltó un alarido, entre asustado y asqueado, en el instante en que cinco ratones vivos aterrizaron sobre su cabeza. Sus gritos despertaron a Caroline, que se incorporó en la cama chillando.

Se oyó un estrépito. Elton había perdido el equilibrio y se había caído al suelo.

Toni se levantó de un brinco y miró hacia abajo. Había caído de espaldas. No parecía gravemente herido pero gritaba, presa del pánico, al tiempo que intentaba sacudirse los ratones de encima con frenéticos aspavientos. Los ratones, a su vez, estaban tan asustados como él y trataban desesperadamente de aferrarse a algo.

Toni no alcanzaba a ver su pistola.

Dudó una fracción de segundo, pero luego saltó desde lo alto del antiguo pajar.

Aterrizó con ambos pies sobre el pecho de Elton, que soltó un involuntario gruñido al quedarse sin aire en los pulmones. Toni cayó como una gimnasta, rodando hacia delante, pero aun así el impacto le hizo daño en las piernas.

Desde arriba, se oyó un grito:

—¡Mis niños!

Al mirar hacia arriba, vio a Caroline en lo alto de la escalera de mano, luciendo un pijama azul lavanda con un estampado de ositos de peluche amarillos. Toni estaba segura de que había aplastado a una o dos de sus mascotas en el aterrizaje, pero no había ni rastro de los ratones, por lo que dedujo que habían escapado ilesos.

Toni se levantó apresuradamente. No podía perder la escasa ventaja que había logrado. Notó una punzada de dolor en uno de los tobillos, pero no le hizo caso.

¿Dónde estaba la pistola? Seguro que la había dejado caer.

Elton estaba herido, pero quizá no inmovilizado. Toni hurgó en el bolsillo de los vaqueros en busca de una bola de billar, pero esta se le escapó entre los dedos mientras intentaba sacarla. Experimentó unos instantes de puro terror, junto con la sensación de que su cuerpo se negaba a obedecer al cerebro y de que estaba a merced de su enemigo. Decidió usar ambas manos, una para empujar la bola desde fuera y la otra para cogerla en cuanto asomara por la costura del bolsillo.

Aquellos segundos de demora habían permitido a Elton recuperarse del susto de los ratones. Cuando Toni alzó el brazo derecho para coger impulso, él se alejó rodando en el suelo. En lugar de arrojarle la bola a la cabeza con la esperanza de dejarlo inconsciente, Toni se vio obligada a cambiar de idea en el último momento y lanzarla casi a ciegas.

No fue un lanzamiento enérgico, y en algún rincón de su mente Toni oyó la voz de Frank, diciéndole en tono burlón: «No sabrías lanzar una pelota como Dios manda aunque te fuera la vida en ello». Ahora le iba realmente la vida de ello, y Frank tenía razón: había sido ridículo. Dio en el blanco, y se oyó un ruido seco cuando la bola de billar golpeó el cráneo de Elton haciéndole chillar de dolor, pero este no perdió el conocimiento, ni mucho menos. Se puso de rodillas al tiempo que se llevaba una mano a la cabeza y se levantó con dificultad.

Toni empezó a sacar la segunda bola.

Elton miraba el suelo a su alrededor, buscando la pistola con aire aturdido.

Caroline había bajado hasta la mitad de la escalera y en aquel preciso instante decidió saltar al suelo. Se agachó y cogió un ratón que se había escondido detrás de una de las patas de la mesa de billar. Cuando se volvió para coger a otro de sus ratones, se dio de bruces con Elton, que la tomó por Toni y le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Caroline cayó al suelo, pero él también se hizo daño, pues Toni vio cómo torcía el gesto en una mueca de dolor y se abrazaba el pecho con los dos brazos. Supuso que le había roto algunas costillas al saltar sobre él.

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