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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (19 page)

La muerte, dice Georges Bataille en su maravilloso ensayo sobre Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado. Puesto que el regreso al tiempo original del amor es imposible, la pasión de los amantes sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de la muerte. La muerte es un instante sin fin. ¿Por qué? Porque la muerte, radicalmente, ha renunciado al cálculo del interés. Nadie, muerto, puede decir «esto me conviene o no me conviene», «gano o pierdo», «subo o bajo». Éste es, en Pedro Páramo de Juan Rulfo, el triunfo final del novelista sobre su propio personaje cruel, calculador y, a diferencia de Heathcliff, anclado en la inmortalidad de un amor no correspondido hacia Susana San Juan. A cambio de esta derrota, Rulfo nos introduce, junto con todo un pueblo —Cómala—, a nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte. Estamos mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida, todo es vida. Imaginemos entonces que cada niño que nace cada minuto reencarna a cada una de las personas que mueren cada minuto. No es posible saber a quién reencarnamos porque nunca hay testigos actuales que reconozcan al ser reencarnado. Pero si hubiese un solo testigo capaz de reconocerme como el otro que fui, ¿entonces, qué? Me detiene en una calle… antes de descender de un auto o de entrar a un restorán… me toma del brazo… me obliga a participar de una vida pasada que fue la mía. Es un sobreviviente: el único capaz de saber que yo soy una reencarnación. El único capaz de decirme: —Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.

Pero si no basta una vida para cumplir todas las promesas de nuestra personalidad truncada por la muerte, ¿corremos el peligro de irnos al extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia? Eterno aquél, perecedera ésta. ¿O es que nada muere por completo, ni el espíritu ni la materia? ¿Son similares sus desarrollos? Sabemos que los pensamientos se transmiten, más allá de la muerte. ¿Pueden transmitirse, también, los cuerpos?

Las ideas nunca se realizan por completo. A veces se retraen, invernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer. El pensamiento no muere. Sólo mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un tiempo reaparece en otro. El espíritu no muere. Se traslada. Se duplica. A veces suple, e incluso, suplica. Desaparece, se le cree muerto. Reaparece. En verdad, el espíritu se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin embargo, no hay palabra que no venza a la muerte porque no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación. La palabra lucha contra la muerte porque es inseparable de la muerte, la hurta, la anuncia, la hereda… No hay palabra que no sea portadora de una inminente resurrección. Cada palabra que decimos anuncia, simultáneamente, otra palabra que desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que son materia. Toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca. Vivimos por eso una época que es la nuestra, pero somos espectro de otra época pasada y el anuncio de una época por venir. No nos desprendamos de estas promesas de la muerte.

MUJERES

Creo en mujeres. Con sexo. Con nombre. Con biografía. Con experiencia. Con destino. La filósofa judeoalemana Edith Stein (1891-1942), discípula de Edmund Husserl, en 1933 entró en el Carmelo, se convirtió en Sor Benedicta de la Cruz y nunca renunció, sin embargo, a sus raíces hebreas. Alegó que el antisemitismo era un cristicidio y cuando en 1933 el Papa Pío XI dijo textualmente, «La Iglesia ora por el pueblo judío, portador de la Revelación hasta la llegada de Cristo», Edith Stein se siente con derecho a pedirle a su sucesor, Pío XII —Eugenio Pacelli— una encíclica para proteger a los judíos. «Espiritualmente, todos somos judíos», le dice la monja hebrea al pontífice progermano.

No obtiene respuesta. Pío XII no protegerá a los judíos y Edith Stein será arrebatada a la protección de la Iglesia y deportada por los nazis, a pesar de ser monja, al primer campo de concentración, Dachau. ¿Quién puede ignorar estos hechos y hablar del destino de las mujeres en la historia, nuestra historia? Edith Stein murió en Auschwitz en 1942. Antes, había dicho: «La razón nos divide. La fe nos une», en su libro La ciencia de la cruz. Yo supe de Edith Stein y la leí muy joven, a los diecinueve años, gracias al malogrado filósofo mexicano Jorge Portilla, un devoto de esta mujer y pensadora mártir. Pero «mártir» quiere decir, etimológicamente, «testigo».

Anna Ajmátova (1889-1966) fue, con la sola posible excepción de Osip Mandelstam, el/la poeta rusa más grande del siglo XX. Los hombres la amaron pero no la comprendieron. Todos lo admitían: Anna era más orgullosa y más inteligente que ellos. Detrás de su fragilidad aparente había una férrea voluntad. Fragilidad y voluntad le dieron alas a su maravillosa poesía, acaso condensada en un poema que funde en un solo reconocimiento terreno y eterno al escritor y al lector: «Nuestro tiempo en la tierra es pasajero. / La ronda prevista es restrictiva. / Pero el lector —el amigo constante del poeta / Es devoto y duradero.» Esta inmensa fe en la poesía fue la grandeza pero también la cadena de Anna Ajmátova. Resuelta a seguir su camino libre fuera de las restricciones de Zhdanov y el «realismo socialista», fue calumniada y perseguida por Stalin. El sagaz dictador vio en Ajmátova una fuerza doble, peligrosa, intolerable; ser mujer y ser poeta. Disputarle una parcela de gloria al poder: «Yo tomo de la derecha y de la izquierda… Y todo del silencio de la noche», escribió, advirtiendo, para que el tirano no se engañase, que el coro de la poesía siempre está «en la otra orilla del infierno». En 1935, su poesía es prohibida por el régimen, se le tilda de «puta» y «contrarrevolucionaria». Sus poemas sólo permanecen en la memoria de quienes los leyeron a tiempo. Pero la guerra le devuelve popularidad y honores: su voz resuena con los tonos más profundos de la tradición literaria rusa y de la resistencia de su pueblo. Es consagrada. Demasiado consagrada. Sus poemas y conferencias en defensa de la ciudad sitiada, Leningrado, le otorgan popularidad, ovaciones, premios. Pero ella sabe que «como un vampiro, el verdugo siempre encontrará una víctima, sin la cual no puede vivir». El verdugo espera en la sombra. Al terminar la guerra, Stalin se pregunta si esta mujer independiente y genial no merece, cuanto antes, perder la ilusión de que, por haber contribuido a la victoria, ha ganado su libertad. Ordena que se le despoje de libertad y gloria. Pierde su apartamento, sus ingresos como escritora. Vive en la miseria, el frío, el hambre. Subsiste gracias a la caridad de sus amigos. Y para acabar de una vez por todas con cualquier pretensión de que la libertad creativa no tiene un altísimo precio, su hijo es enviado a un campo de concentración. Liberado en 1956, el hijo y la madre ya no se reconocen. No tienen nada que decirse. El hijo traslada a la madre el rencor de su propio sufrimiento. «Mis contemporáneos y yo podemos contaros —dice Ajmátova en su gran Poema sin héroe— cómo vivimos en miedo inconsciente. Cómo criamos hijos para el verdugo, hijos para la prisión y la cámara de torturas…» Con razón dice que «rara vez visito a la memoria y cuando lo hago me siento siempre sorprendida». Es mejor pegar el oído a la hiedra y convencerse de que «algo pequeño ha decidido vivir». Cuando murió Ajmátova, la fila de dolientes afuera de la Casa del Escritor en Moscú se extendió a lo largo de varias cuadras. Éste es su testamento: «Ni siquiera hoy conocemos bien el mágico coro de poetas que son nuestros, ni siquiera hoy entendemos que la lengua rusa es joven y flexible, ni siquiera hoy sabemos que apenas hemos empezado a escribir poesía, que la amamos y creemos en ella…» Dicen que siempre caminó con paso firme y sereno. Dicen que jamás se dejó vencer por los intentos de humillarla.

La filósofa judeofrancesa Simone Weil (1909-1943) fue discípula de Alain y su mandato de repensarlo todo a partir de la lectura, cada año, de un filósofo y un poeta, v.g., Platón y Homero. Alain decía no ser ni comunista ni socialista. «Pertenezco a la eterna izquierda, la que nunca ejerce el poder que por esencia se inclina al abuso.»

Pero Simone Weil no sólo lo repensó todo. Quiso convertir su pensamiento en acción, ponerlo a prueba en la calle, en la fábrica, en el campo de batalla. Como estudiante, es conocida como La Virgen Roja y su manera de ser de izquierda es entrar a trabajar a una fábrica, luego luchar contra el fascismo en España, luego rechazar el «patriotismo de la Iglesia» y las voces católicas de Francia que dicen: «Mejor Hitler que el Frente Popular.» Pero Simone Weil también rechaza el comunismo soviético después de conocer las purgas de Stalin. Ésta es su convicción: «Dentro de poco, se reconocerá a los revolucionarios auténticos porque serán los únicos que no hablarán de revolución. Nada en el presente merece ese nombre.» Mientras más echa raíces en la tierra del trabajo y la política, más atraída se siente —entre la gravedad y la gracia— por Dios. Será, sin embargo, una cristiana fuera de la Iglesia, a la que ve como una estructura dogmática y burocrática. Ella quiere estar con Dios y actuar libremente. Y estará con Dios porque está convencida de que «lo único que creó Dios fue el amor y los medios para el amor». Dios existe —dice Simone Weil— porque mi amor no es ilusorio. Por ello se siente dueña de su libre arbitrio. De su libertad depende su aceptación o rechazo de Dios. El 15 de abril de 1943, Simone Weil muere de inanición en un hospital inglés. Se le prohibió unirse a la Resistencia en Francia. Entonces ella se negó a comer más que la ración diaria de un prisionero en un campo, a pesar de que la minaba la tuberculosis. He creído toda mi vida en Simone Weil, desde que leí su maravilloso ensayo La «Ilíada», poema del poder y me aprendí de memoria las lecciones que Simone deriva de Homero: «Nada está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al enemigo, ni desprecies al que sufre.»

NOVELA

¿Qué puede decir la novela que no pueda decirse de ninguna otra manera? Ésta es la pregunta radical de Hermann Broch. La contesta, concretamente, una constelación de novelistas tan extensa y tan diversa que le da un nuevo, más amplio y aún más literal sentido al sueño de una weltliteratur imaginada por Goethe: una literatura mundial. Si el siglo XIX en su primera mitad le perteneció, según Roger Caillois, a la literatura europea y la segunda a la rusa, la primera mitad del siglo XX a la norteamericana y la segunda a la latinoamericana, al iniciarse el siglo XXI podemos hablar de una novela universal que abarca desde Günter Grass, Juan Goytisolo y José Saramago en Europa hasta Susan Sontag, William Styron y Philip Roth en Norteamérica hasta Gabriel García Márquez, Nélida Piñón y Mario Vargas Llosa en Latinoamérica, a Kenzaburo Oé en Japón, a Anita Desai en India, a Naguib Mahfuz y Tahar Ben-Jelum en el norte de África, a Nadine Gordimer, J. M. Coetzee y Athol Fuggard en Sudáfrica. Tan sólo Nigeria, desde el «corazón de las tinieblas» de las ciegas concepciones eurocentristas, tiene hoy tres grandes narradores: Wole Soyinka, Chinua Achebee y Ben Okri.

¿Qué une a estos grandes novelistas, más allá de sus nacionalidades? Dos cosas indispensables a la novela… y a la sociedad. La imaginación y el lenguaje. Ellos dan respuesta a la interrogante que distingue a la novela de la información periodística, científica, política, económica y aun filosófica. Le dan realidad verbal a la parte no escrita del mundo. Y participan del urgente temor del autor de literatura: Si no escribo esta palabra, no la escribirá nadie. Si no digo esta palabra, el mundo se hundirá en el silencio (o en el rumor y la furia). Y una palabra no escrita o no dicha nos condena a morir mudos e infelices. Sólo lo dicho es dichoso y sólo lo no dicho es desdichado. Al decir —dichosa—, la novela hace visible la parte invisible de la realidad. Y lo hace de una manera imprevista por los cánones realistas o psicológicos del pasado. A la manera plena (plenipotenciaria) de Bajtin, el novelista emplea la ficción como una arena donde no sólo se dan cita los personajes, sino también los lenguajes, los códigos de conducta, las eras históricas más remotas y los múltiples géneros, derrumbando barreras artificiales y ensanchando, constantemente, el territorio de la presencia humana en la historia. La novela acaba por reapropiar lo mismo que ella no es: ciencia, periodismo, filosofía…

Es por ello que la novela no sólo refleja realidad, sino que crea una realidad nueva, una realidad que antes no estaba allí (Don Quijote, Madame Bovary, Stephen Dedalus) pero sin la cual ya no podríamos concebir la realidad misma. Así, la novela crea un nuevo tiempo para los lectores. El pasado es rescatado de los museos; el futuro, de convertirse en una inalcanzable promesa ideológica. La novela convierte el pasado, en memoria, y el futuro, en deseo. Pero ambos ocurren hoy, en el presente del lector que, leyendo, recuerda y desea. Hoy, Don Quijote sale a combatir molinos que son gigantes. Hoy, Emma Bovary entra a la botica del farmacéutico Homais. Hoy, Leopold Bloom vive un solo día de junio en Dublín. William Faulkner lo dijo mejor que nadie: «Todo es presente, ¿entiendes? Hoy sólo terminará mañana y mañana empezó hace diez mil años.»

De esta manera, el reflejo del pasado aparece como la profecía de la narrativa del futuro. El novelista, con más puntualidad que el historiador, nos dice siempre que el pasado no ha concluido, que el pasado ha de ser inventado a cada hora para que el presente no se nos muera entre las manos. La novela dice lo que la historia no dijo, olvidó o dejó de imaginar. Doy un ejemplo latinoamericano, el de la Argentina, el país nuestro con menos pasado pero con mejores escritores. Un viejo chiste dice que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos. País nuevo, de inmigración reciente, por eso mismo la Argentina ha debido inventarse una historia más allá de la historia, una historia verbal que dé respuesta al solitario y desesperado grito de las culturas: por favor, verbalízame.

Borges, desde luego, es el ejemplo mayor de esta otra historicidad que compensa la falta de ruinas mayas y belvederes incásicos. De cara al doble horizonte argentino —la Pampa y el Atlántico—, Borges responde con el espacio total del Aleph, el tiempo total de El jardín de los senderos que se bifurcan y el libro total de La biblioteca de Babel —para no recordar la incómoda mnemotecnia total de Funes el memorioso.

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