En Grand Central Station me senté y lloré (6 page)

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Authors: Elisabeth Smart

Tags: #Romántico

Esa era otra carta.

Sí, pero me confundo. Un día ella vio un cenador de oro en el huerto. Un día dijo: Quieres una orgía con la Rubia, pues adelante, agota tu pasión con ella.

Lo veo todo, la popa de oro bruñido. ¿Y si me enfadara y montara una escena?

Pero es mejor que no. No.

No. Te creo, naturalmente, te creo, pues ¿no dijiste que yo era la única? Sí, dijiste: Cuidado con esa chica. Es ella quien hace circular mi sangre, por ella vuelven las estaciones y giran las estrellas.

Eso fue lo que soñé, y por eso tenía ojeras esta mañana a la hora del desayuno. Todo el mundo se dio cuenta, y creo que alguien incluso se rió con disimulo.

¿No le interesa mucho a usted la política, verdad? ¿Nunca lee los periódicos? Me tomé el café, pero tenía una leve sensación de náuseas. Es normal, no me preocupa lo más mínimo, no es nada.

¿Te encuentras mejor, amor mío?

Está afónico, sólo consigue hablar en un susurro.

Amor mío, cariño, tómate un vasito de leche, échate y descansa un poco. Yo te cuidaré. Puedo llevar el amor en los hombros como San Cristóbal. Pesa mucho, pero puedo llevarlo. Pero tropiezo en las piedras de la sospecha. ¿Sospecha, dije? No.

No. No. No es nada. Te quiero. Un poquito de náuseas nada más.

Al cabo de un rato salí al aire libre, y su cara era la luna que colgaba de las ramas nevadas.

OCTAVA PARTE

Su hermano y su madre y su abuela yacen abandonados en la muerte sobre las baldosas del metro de Londres. Dos antagonistas, apretados en el menor espacio posible, se apoyan uno contra otro para dormir.

Letras que llevan las negras cicatrices de la navaja del censor traducen lo inimaginable: «Oí a un niño preguntar dónde estaban sus piernas», «Ahora recordamos con nostalgia las cebollas y los limones». La voz de la radio dice: «De las privaciones, de la muerte de los amigos, brota una valentía nueva».

Las bombas son más grandes, pero los cerebros humanos que las bombas revientan son del mismo tamaño. Las caras destrozadas en las ciudades costeras inglesas son las que un día besamos; las manos que alguien barre junto con los escombros son las que un día estrechamos; nuestra vida privada es lo que aparece en los titulares, y sin embargo, el perro sarnoso que merodea bajo nuestra ventana nos inspira una compasión más auténtica. Cayeron Babilonia y Sodoma y el Imperio Romano, pero la ventisca invernal acuchilla con la crueldad de costumbre, y el amor, como siempre, arranca de cuajo el corazón, con más fuerza que un imaginado campo de minas.

Su hermano y su madre y su abuela están enterrados, pero en la lava de la historia. Ya les llora el coro trágico de la posteridad. Sus efigies aparecerán cuando se abra una nueva Pompeya.

Pero este minuto sangriento se preocupa sólo de la realidad del instante: se acerca el amanecer y él no ha regresado; y no basta para consolarme saber que hace sólo ocho horas, por teléfono, su voz temblorosa anunció las tres muertes.

¿Por qué el dolor del mundo, incluso diez siglos de desgracias, tendría que empequeñecer el hecho de que amo? Hay que acunar la semilla, acunar la semilla, hasta en el cráter del volcán. Soy la última mujer embarazada en un mundo en ruinas. La cama está fría y los celos son crueles como la tumba.

Cuando mis ojos flotan por la habitación como dos barcos perdidos en el mar, conozco las medidas exactas de mi cautiverio. Imposible escapar, por más cabezazos que me dé contra las paredes de esta caja; imposible llamar, para que me hagan compañía, a los fantasmas de ojos visionarios. Nunca se puede llorar en ningún sitio. Las paredes son siempre demasiado delgadas y el llanto tan ruidoso que su eco resuena por las calles y cruza bahías de agua salada.

No hay nunca y en ningún sitio tiempo para esa palabra.

Para recordarme las catástrofes, tengo el doloroso apareamiento de los gatos por los tejados que hay junto a mi ventana; el carillón que da los cuartos de hora sin llegar al final; el silbido de los radiadores, alegre y regular como los grillos en el campo. El ascensor, en cambio, martillea una promesa de acontecimiento jamás cumplida, y a veces las cañerías chillan remotamente como el mensaje de un cometa que cae.

Paso revista a todo lo que conozco, pero no consigo sintetizar ningún significado. Si me quedo dormida, la Realidad, la catástrofe cierta y cumplida, me despierta sacudiéndome como una enfermera brutal. La veo agazapada, implacable, en un rincón del techo. Se abalanza sobre mí en diagonal, geométrica como el rayo.

Dice: permanezco, SOY, nunca dejaré de ser: una escarcha mortal cubrirá tu recuerdo; tú olvidarás, tú te evaporarás, pero a mí nada puede borrarme.

Es así como la catástrofe, cada cuarto de hora, me pone en la boca el sabor de la muerte, y me demuestra, sin muchos miramientos, cómo me prostituyo a cambio del olvido.

El empapelado rezuma tristeza, y las paredes me oprimen como el miedo. Esta oscura habitación de hotel es el centro del torbellino, en el que cualquier resistencia es inútil.

Esta es la cama donde tantas veces nos liberó el amor, disolviendo las paredes, pero también donde la noche le sacudía por el cuello como a un perro, haciéndole escupir su angustia, hasta el último jirón de miedo:

—¡Eres una puta! ¡Nada más que una puta!

—¿Qué es esto, un chantaje?

—¡No! ¡No! ¡No!

Allá está la silla, no tan afortunada en su función: él sólo la usaba para leer el periódico o esperar, impersonalmente distraído. Ella fue mi peor rival: casi siempre me lo arrebataba. Aunque alguna vez, más benigna, me lo cedía, y al pasar ante él pavoneándome, yo notaba, en sus dedos, el afán de poseerme.

No hay nada tan fecundo como un espejo. En las noches de suerte, me devolvía mi cara como prendiéndome una condecoración: he aquí la cara que encendió mil noches, el señuelo que llevó al arcángel a tu cama, el precario instrumento con el que cazas estrellas polares. Pero a veces, a solas, el espejo clavaba mis dos ojos con alfileres, como mariposas, y me mostraba una cara a punto de naufragar en lágrimas, a punto de estrellarse contra sus propios estériles consejos, cuando estallara al fin el cataclismo que ya estaba rodando cuesta abajo hacia el presente, igual que una avalancha.

La visión de esa cara desquiciada en la penumbra de la habitación me empujaba a rezar y a hacer ruido. Que tu propia sombra te salga al encuentro anuncia el fin. Algo demasiado probable, demasiado inminente, había roído esa cara hasta borrarla. Pero entonces se fundió la bombilla, y la luz inhóspita del alba sólo mostraba poros abiertos y los restos del maquillaje de la víspera.

Pero una y otra vez, cuando espío el espejo, esperando encontrar una imagen lo bastante distorsionada como para hacer soportable mi dolor convirtiéndolo en leyenda, esa forma se inclina sobre mí en un abrazo eterno como las insistentes luces de neón; o recuerdo la noche en que el espejo convirtió a mi amante en una joven asiría que bajaba las pestañas bajo un turbante en flor. Entonces fuimos dos hermanas, yo la mayor. Él, qué lástima, no tenía senos... ¡Incesto, pájaro rutilante! Pero tan gracioso, tan sumiso, ¿quién le pondrá la mano encima? Se quitó el tocado y volvimos a ser dos personas normales y corrientes a punto de acostarse.

La máquina de escribir perforaba nuestros juegos más inofensivos, y cavó el foso que por poco nos destroza, igual que me destrozó las uñas. Ahora comprendo lo incompatible que resulta el amor con la oficina: comprendo por qué las secretarias, a pesar de su sentido práctico, no están nunca satisfechas. La máquina de escribir lo roe todo hasta los huesos, y los huesos nunca oyeron hablar del deseo de poseer un salto de cama rosa y con volantes, ni tuvieron el reposo suficiente para tramar nuevas maneras de complacer cinco sentidos refinados. Ella taladra los nervios y se alía con los avaros. No es un instrumento del amor.

En los cafés con cortinas de felpa, donde por veinticinco centavos cada uno gozábamos de un efímero lujo, a veces las cosas iban bien, y yo contenía la respiración y dejaba el tenedor en suspenso sobre los pastelitos de pescado cuando llegaba la revelación. Espiando el espejo de reojo, veía su cara observándome, y no dudaba entonces de su indulgencia.

El monte de piedad y el banco, adonde fuimos buscando cartas y respuestas a nuestras llamadas de socorro, cambiaban de humor igual que músicos colocados bajo luces giratorias de colores. Pero ni las calles pobretonas ni el hotel de tres al cuarto representaban para mí, como lo fueron siempre para él, símbolos de desgracia y de miseria, fronteras de un país donde no se puede hablar con nadie, donde nada ocurre nunca.

Fuéramos adonde fuéramos, no obstante, e hiciéramos lo que hiciéramos, teníamos siempre que volver, como zorros acosados, a aquella habitación de hotel. Y siempre el empapelado cubierto de inscripciones aniquilaba cualquier optimismo que pudiéramos haber conseguido. Las frases escritas en la pared no ofrecían soluciones. Nos empujaban a la desesperación. Suya es la responsabilidad penal por todo lo que pasa.

Pues ¿acaso alguien hace planes de suicidio tomando el sol? El montón de polvo debajo de la cama, las sábanas sucias jamás lavadas, eso es lo que nos empuja a cometer el acto fatal.

Cuando el barco, golpeado por el tifón, se resquebraja, nos tapamos la cabeza y nos decimos que todo volverá a la normalidad. Pero ahora ya no nos lo creemos. Esta vez puede no ser como las otras veces, que, con el tiempo, se convirtieron en divertidas anécdotas. Los rumores que corrían, sobre diez mil personas sepultadas por el terremoto, eran, a fin de cuentas, ciertos.

Más irredimibles que cualquier catástrofe humana, los dinosaurios se arrastraron por el desierto hasta morir. No dejaron descendientes que embellecieran su saga, sino sólo huesos blancos y huellas en la arcilla: notas a pie de página en los libros de arqueología. Quizá esta hora es nuestra hora, y nuestro fin el mismo que el de los dinosaurios.

Quizá ya es imposible volver atrás, y de nosotros sólo quedarán archivos tan llenos de tópicos como las fotos de las estrellas de cine.

Pero con nosotros o sin nosotros, el Día debe regresar, insistimos: el día en que la Burla se siente a tomar el sol, decorando su cuerpo ocioso con dibujos de un rojo sin nombre, que antaño fue sangre.

La filosofía, como los líquenes, necesita siglos para desarrollarse, y el Manual de Instrucciones la ignora sistemáticamente. Si no lo puedes soportar, vete con viento fresco.

Yo no lo soporto, de modo que me quedo echada en la cama del hotel, descomponiéndome en elementos químicos cuyos avatares prolongará el tiempo hasta que el tiempo mismo se extinga, sin que esos pocos años en que los mantuve juntos, componiendo una pasión humana, dejen la menor huella.

Y él, ¿por dónde galopa, como un caballo en remotas praderas? No le oigo, y el silencio escribe cosas demasiado terribles para que él pueda negarlas. ¿Será posible que hayamos perdido la batalla?

No hay duda de que me asesinó catorce noches seguidas. Para resucitar de semejante matanza, está claro que el Mesías se ha de convertir en mujer. Él justificó la ausencia explicando que era el mero mecanismo de las cosas. Pero «Eso» no es lo mismo.

Él cometió un pecado que el Amor no pasará por alto. La policía, las escenas conyugales, la frialdad de los amigos, el soborno de los guardias, la sordidez de los hoteles, no pudieron nada contra el amor, pero el amor tiene otras leyes, cuya infracción, incluso la más leve, se castiga sin juicio.

Y él pecó contra el amor. Por más que alegue que lo hizo por Piedad, por más que explique que la Piedad sólo estaba librando una batalla contra el Amor, y perdiéndola, lo cierto es que a la Piedad no le sirvió de nada, mientras que sus vacilaciones ofendieron al Amor. Y era, a fin de cuentas, el Amor la carta a la que lo había apostado todo, todo lo que tenía, la única que no podía arriesgar.

De modo que aquí estoy, sin estrella polar. ¿Hay algo que pueda refrenar mi desesperación? ¿Algo que pueda rescatarme de ella?

Demasiadas noches han construido realidades explosivas, y sin la única Realidad que esas realidades invalidan, no hay nada que pueda remediar los cinco millones de refugiados, los cadáveres de quienes murieron de hambre, la sangre y las mutilaciones. «Sólo el Amor con una profunda mirada puede detenerlo.»

¿Pero dónde está el Amor? Crucificado a lo largo de quinientas millas. Desparramado sobre la nieve, cubriendo el país arruinado en el que sólo los pájaros se sienten en su casa, y eso sólo durante seis meses al año.

Cómo podría poner el amor a la altura de mis esperanzas, si mis esperanzas son suicidas, desquiciadas, mientras que el asunto es sencillísimo, es obvio: es ella quien le preocupa: son sus lágrimas, no las mías, las que siente resbalar sobre su pecho cada noche; y es, en definitiva, la piedad y no el amor, lo que de principio a fin llena sus veinticuatro horas.

¿Que yo soy su esperanza? Puede ser. Pero es ella quien constituye su presente. Y si su presente es ella, yo no soy su presente. En consecuencia, yo no soy, y me pregunto cómo es que nadie ha notado que estoy muerta y se ha tomado la molestia de enterrarme. ¿No ven que estoy deshecha? Paso horas echada, con los ojos vidriosos, o lloro lágrimas de pura debilidad.

Todos me irritan: no vienen a cuento. Las personas, las cosas, no me afectan; las odio si me llevan la contraria o retrasan mi desmoronamiento. La naturaleza se reduce al fastidioso clima, y las flores a toscos recordatorios de la podredumbre.

Estos últimos diez días no he estado enamorada sino desesperada. Y sin amor estoy perdida, no se imagina él hasta qué punto: él, convencido de que la naturaleza siempre me resucita. Cierto, la naturaleza ha sido benévola conmigo, en mí o en mi favor ha obrado milagros, pero era para esto: para traerme hasta aquí; era aquí adonde todo conducía. Y si no está completa, se viene abajo; si le falta la totalidad le falta todo, y yo estaré tan muerta como podrido estaba el huevo del párroco.

A veces, cuando en la jaula de mi cabeza estrujo el dolor, me digo: Si tú estás sufriendo, piensa en lo que ella sufrió: cien veces más y sin esperanza, mientras tu felicidad radiante pisoteaba, bailando, su calvario.

Entonces su cabellera, cayendo como la tristeza, flota en el parque desierto, y el viento la empuja con las hojas muertas; o recuerdo su gesto, tembloroso de tan cargado de sentido, cuando le acariciaba a él las sienes con el dorso de la mano.

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