En la arena estelar (8 page)

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Authors: Isaac Asimov

Las estructuras aparecieron en un espléndido conjunto (¿es que podían haber sido originalmente concebidas de otro modo que para ser vistas desde el aire?), unidas entre si por los resplandecientes hilos de cobre a lo largo de uno o dos de los cuales se deslizaban las gráciles burbujas de los vagones.

Sintió que le oprimían hacia delante, y el vagón se detuvo con una especie de paso de danza. El viaje había durado escasamente dos minutos.

Se abrió una puerta delantera: Biron entró y la puerta se cerró tras él. No había nadie en aquella habitación, que era pequeña y desnuda. De momento nadie le empujaba, pero no por ello se sentía tranquilo. No se hacía ilusiones. Desde aquella maldita noche, eran otros los que forzaban sus movimientos.

Jonti le puso a bordo de la nave. El comisario tyrannio le había puesto aquí. Y cada movimiento aumentó su desesperación.

A Biron le parecía evidente que no había engañado al tyrannio. Resultó demasiado fácil librarse de él. El comisario podía haber llamado al cónsul terrestre. Podía haber hiperradiado a la Tierra, o haber tomado sus estructuras retinales. Tales cosas eran rutinarias, y no podían haber sido omitidas accidentalmente.

Recordó el análisis que Jonti había hecho de la situación y que, en parte, aún podía ser cierto. Los tyrannios no le matarían inmediatamente, creando así un nuevo mártir. Pero Hinrik era un títere suyo, y tan capaz como ellos de ordenar una ejecución. Entonces le mataría uno de los suyos, y los tyrannios sólo serían unos desdeñosos espectadores.

Biron apretó fuertemente los puños. Era alto y fuerte, pero estaba desarmado. Los hombres que vendrían a buscarle llevarían demoledores y látigos neurónicos. Se dio cuenta de que retrocedía hacia la pared. Se volvió rápidamente al oír el pequeño ruido de la puerta que se abría a su izquierda. El hombre que entró estaba armado y llevaba uniforme, pero le acompañaba una muchacha. Se tranquilizó un poco. En otras circunstancias hubiese observado a la muchacha con detenimiento, pues merecía tanto observación como aprobación, pero en aquel preciso momento no se fijó especialmente en ella.

Ambos se acercaron, deteniéndose a unos metros de él. Biron mantuvo la vista fija en el demoledor del guardia.

—Le hablaré yo primero, teniente.

Al volverse hacia Biron, una pequeña línea vertical apareció entre los ojos de la muchacha.

—¿Es usted el hombre que posee esa historia de una conspiración para asesinar al director?

—Me dijeron que vería al director —replicó Biron.

—Eso es imposible. Si tiene algo que decir, dígamelo a mí. Si su información es cierta y útil, será usted bien tratado.

—¿Puedo preguntar quién es usted? ¿Cómo sé que está usted autorizada para hablar en nombre del director? —La muchacha pareció enojarse.

—Soy su hija. Le ruego que conteste a mis preguntas. ¿Es usted de fuera del sistema?

—Soy de la Tierra..., Alteza.

Aquel tratamiento complació a la muchacha.

—¿Dónde está eso?

—Es un pequeño planeta en el sector de Sirio, Alteza.

—¿Y cómo se llama usted?

—Biron Malaine, Alteza.

La chica le contempló pensativamente:

—¿De la Tierra? ¿Puede usted pilotar una nave espacial?

Biron casi se sonrió. Le estaba probando. Ella sabía muy bien que la navegación espacial era una de las ciencias prohibidas en los mundos controlados por los tyrannios.

—Sí, Alteza.

Podría demostrarlo cuando llegase la hora de la prueba, si es que le dejaban vivir hasta entonces. En la Tierra la navegación espacial no era una ciencia prohibida y en cuatro años se podía aprender mucho.

—Muy bien. ¿Qué es lo que tiene que decir?

Biron se decidió de repente. No se habría atrevido si el guardia hubiese estado solo. Pero aquí había una muchacha, y si no mentía y realmente era la hija del director, podía ser un factor persuasivo a su favor.

—No hay conspiración de asesinato, Alteza —dijo. La muchacha se sobresaltó, y se volvió con impaciencia hacia su compañero.

—¿Quiere hacerse usted cargo, teniente? Sáquele la verdad. Biron adelantó un paso y se enfrentó con el frío demoledor del guardia.

—Espere, Alteza. ¡Escúcheme! Era la única manera de ver al director. ¿No comprende?

Alzó la voz y la lanzó tras la figura de la muchacha que se retiraba.

—Por lo menos, ¿quiere usted decir a su excelencia que soy Biron Farrill y que pido mi derecho de asilo?

Era un clavo ardiendo al que asirse. Las antiguas costumbres feudales habían ido perdiendo su fuerza al paso de las generaciones, incluso antes de la llegada de los tyrannios. Ahora eran arcaísmos, pero no quedaba otra solución. No quedaba absolutamente nada más.

La chica se volvió y arqueó las cejas.

—¿Es que ahora pretende ser del orden aristocrático? Hace un momento su nombre era Malaine.

Una nueva voz resonó inesperadamente:

—En efecto. Pero el segundo nombre es el correcto. Usted es verdaderamente Biron Farrill, mi buen amigo. Naturalmente que lo es. La semejanza no deja lugar a dudas.

Un hombrecillo sonriente se hallaba junto a la puerta. Sus ojos, muy separados y brillantes, examinaban detenidamente a Biron con divertida agudeza. Inclinó su delgada cara hacia arriba, mirando a Biron, y se dirigió a la muchacha.

—¿No le reconoces tú también, Artemisa? —Artemisa se precipitó hacia él, y dijo con voz turbada:

—Tío Gil, ¿qué estás haciendo aquí?

—Cuidarme de mis intereses, Artemisa. Recuerda que si hubiera un asesinato yo sería el Hinriad más cercano a la posible sucesión. —Gillbret oth Hinriad guiñó un ojo y añadió—: Oh, dile al teniente que se vaya. No hay ningún peligro.

—¿Has estado sondando nuevamente el comunicador? —preguntó la chica sin hacerle caso.

—Pues claro. ¿O es que quieres privarme de esa diversión? Es muy agradable escucharles a hurtadillas.

—No lo será si te cogen.

—El peligro es parte del juego, querida. La parte divertida. Al fin y al cabo, los tyrannios no dudan en sondear el palacio. No podemos hacer gran cosa sin que ellos lo sepan. ¿Es que no vas a presentarme?

—No, no voy a presentarte —dijo secamente—. Esto no es asunto tuyo.

—Entonces seré yo quien te presente. Cuando oí su nombre dejé de escuchar y entré. —Pasó por delante de Artemisa, llegó hasta Biron, lo inspeccionó con una sonrisa impersonal, y dijo—: Éste es Biron Farrill.

—Lo he dicho yo mismo —dijo Biron. Más de la mitad de su atención estaba fija en el teniente, quien mantenía aún el demoledor en posición de fuego.

—Pero no has añadido que eres el hijo del ranchero de Widemos.

—Lo hubiera dicho si no me hubiese usted interrumpido. De todos modos, ahora ya sabe la historia. Evidentemente, tenia que escapar de los tyrannios, sin darles mi verdadero nombre.

Biron esperó. Había llegado la hora. Si no le arrestaban inmediatamente, quedaba aún una leve esperanza.

—Comprendo —dijo Artemisa—. Es realmente un asunto para el director. Entonces, ¿está seguro de que no hay ninguna conspiración?

—Ninguna, Alteza.

—Bien, tío Gil, ¿quieres quedarte con el señor Farrill? Teniente, ¿quiere usted venir conmigo?

Biron se sintió débil, y le hubiera gustado poder sentarse, pero Gillbret no hizo ninguna propuesta en tal sentido, sino que continuó inspeccionándole con un interés casi clínico.

—El hijo del ranchero. ¡Es divertido!

Biron decidió llamarle la atención. Estaba cansado de monosílabos cautelosos y cuidadosas frases.

—Sí, el hijo del ranchero —dijo abruptamente—. Es una situación congénita. ¿Puedo serle útil en algo más?

Gillbret no se mostró ofendido. Su delgada cara se arrugó aún más, y su sonrisa se ensanchó.

—Podrías satisfacer mi curiosidad —dijo—. ¿Has venido realmente en busca de asilo? ¿Aquí?

—Preferiría discutir eso con el director, señor.

—Oh, déjate ya de tonterías, joven. Pronto te darás cuenta de que no es posible hacer gran cosa con el director. ¿Por qué te figuras que has tenido que tratar con su hija hace un momento? Es una idea divertida, si lo piensas bien.

—¿Lo encuentra usted todo divertido?

—¿Y por qué no? Como actitud respecto a la vida, resulta divertida. Es el único adjetivo que encaja. Observa el universo, joven. Si no puedes conseguir que te divierta, más vale que te cortes el pescuezo, pues no es mucho lo bueno que hay en él. Por cierto, no me he presentado. Soy el primo del director.

—Le felicito —dijo Biron fríamente. Gillbret se encogió de hombros.

—Tienes razón. No impresiono mucho. Y por lo visto es probable que continúe así indefinidamente, puesto que después de todo no cabe esperar ningún asesinato.

—A menos que organice uno usted mismo.

—¡Querido señor, vaya un sentido del humor! Tendrás que irte acostumbrando al hecho de que nadie me toma en serio. Mi observación era sólo una expresión de cinismo. No creas que Hinrik haya sido siempre así. No fue nunca un gran cerebro, ciertamente, pero cada año se vuelve más imposible. Olvido que todavía no le has visto. ¡Pero ya le verás! Le oigo venir. Cuando te hable, recuerda que es el gobernante del mayor de los reinos Trans–Nebulares. ¡Será una idea divertida!

Hinrik llevaba su dignidad con la facilidad de la experiencia. Recibió la reverencia penosamente ceremoniosa de Biron con la condescendencia adecuada.

—¿Qué es lo que te trae aquí, señor? —preguntó con un vestigio de sequedad.

Artemisa estaba de pie junto a su padre, y ahora Biron observó, con cierta sorpresa, que era muy bonita.

—Excelencia —dijo—. He venido en defensa del buen nombre de mi padre. Usted debe saber que su ejecución fue injusta. Hinrik apartó la mirada.

—Conocía muy poco a su padre. Estuvo en Rhodia una o dos veces. —Hizo una pausa, y su voz se quebró ligeramente—. Usted se parece mucho a él. Sí, mucho. Pero le juzgaron, ¿sabe? De acuerdo con la ley. La verdad, ignoro los detalles.

—Exactamente, excelencia. Pero me gustaría conocer esos detalles. Estoy seguro de que mi padre no fue un traidor. Hinrik le interrumpió precipitadamente:

—Como hijo suyo, es naturalmente comprensible que defienda a su padre, pero la verdad es que resulta difícil discutir ahora tales asuntos de estado. De hecho es algo muy irregular. ¿Por qué no ve a Aratap?

—No le conozco, excelencia.

—¡Aratap! ¡El comisario de los tyrannios!

—Ya le he visto, y ha sido él quien me ha enviado aquí. Naturalmente, ya se hará usted cargo de que no me atreveré a que los tyrannios...

Pero Hinrik se puso rígido y se llevó una mano a los labios, como para impedir que le temblasen, lo que hacía que sus palabras resultasen ahogadas.

—¿Dice que Aratap le envió aquí?

—Me fue necesario decirle...

—No repita lo que le dijo. Lo sé —dijo Hinrik—. No puedo hacer nada por usted, ranchero... Señor Farrill. No entra sólo bajo mi jurisdicción. El Consejo Ejecutivo... Deja de empujarme, Arta. ¿Cómo voy a fijarme en las cosas si me distraes?... debe ser consultado. ¡Gillbret! ¿Quieres ocuparte del señor Farrill? Ya veré lo que se puede hacer. Sí, consultaré al Consejo Ejecutivo. Son formulismos legales, ya sabe. Muy importante. Muy importante.

Giró sobre sus talones, murmurando algo. Artemisa se quedó rezagada un momento y tocó la manga de Biron.

—Un momento. ¿Era cierto lo que dijo acerca de que podía pilotar una nave espacial?

—Completamente cierto —dijo Biron, sonriéndole. Ella, tras un momento de vacilación, le devolvió brevemente la sonrisa.

—Gillbret —dijo la muchacha—. Luego quiero hablar contigo. Se marchó apresuradamente. Biron la siguió con la mirada hasta que Gillbret le tiró de la manga.

—Me figuro que tendrás hambre o sed —le dijo—. ¿Quieres tal vez tomar un baño? Supongo que continúan las amenidades cotidianas de la vida, ¿verdad?

—Sí, gracias —dijo Biron. Su tensión había desaparecido casi por completo. Por un momento se sintió relajado, estupendamente. Era bonita, muy bonita.

Pero Hinrik estaba intranquilo. En sus habitaciones privadas sus pensamientos giraban febrilmente. De cualquier modo que lo mirase, no podía evitar una conclusión inevitable. ¡Era una celada! Aratap le había enviado, y era una trampa.

Ocultó la cabeza entre las manos para aquietar el martilleo de sus sienes, y pronto supo lo que no tenía más remedio que hacer.

7.- Músico de la mente

A su debido tiempo, la noche desciende sobre todos los planetas habitables. Quizá no siempre a intervalos respetables, puesto que los períodos de rotación observados varían desde quince a cincuenta y dos horas. Tal hecho requiere un penoso ajuste psicológico por parte de todos aquellos que viajan de un planeta a otro.

En muchos planetas tales adaptaciones se realizan con eficacia y en consecuencia se ajustan los períodos de vigilia y de sueño. En muchos más el uso casi universal de atmósferas acondicionadas y de luz artificial hace que la cuestión del día y de la noche sea secundaria, salvo por lo que atañe a la agricultura. Y en pocos planetas (los más extremos) se establecen divisiones arbitrarias que prescinden de los triviales hechos de luz y oscuridad.

Pero siempre, cualesquiera que sean las convenciones sociales, la llegada de la noche tiene un significado psicológico profundo y persistente, que data de los días de la existencia arbórea prehumana del hombre. La noche será siempre un tiempo de miedo e inseguridad, y el corazón se hundirá con el sol.

En el interior del palacio central no había ningún mecanismo sensor que permitiese saber la llegada de la noche, y, sin embargo, Biron la sintió a través de algún instinto indefinido oculto en los desconocidos pasadizos del cerebro humano. Sabía que afuera la negrura de la noche estaba apenas mitigada por el inútil centelleo de las estrellas. Sabía que si era la estación adecuada del año, el irregular «agujero del espacio» llamado Nebulosa de la Herradura (tan bien conocida en todos los reinos Trans–Nebulares) ocultaba la mitad de las estrellas que en otro caso hubiesen sido visibles.

Y se sintió de nuevo deprimido.

No había visto a Artemisa desde su breve conversación con el director, y descubrió que aquello le molestaba. Estuvo esperando la cena con ilusión, pensando que podría hablarle. En lugar de ello, había comido solo, con dos guardias malhumorados apostados fuera de la puerta. Hasta el mismo Gillbret le había dejado solo, probablemente para comer una cena menos solitaria, en la compañía que cabría esperar en un sitio como el palacio de los Hinriads.

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