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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (14 page)

Robert Temple, profesor de la Universidad de Louisville, en Kentucky, recoge multitud de casos en su obra, donde se evidencia que en la más remota Antigüedad hubo una tecnología óptica olvidada. Según él, existen más de cuatrocientos cincuenta artefactos ópticos elaborados con lentes pulidas que han sobrevivido a nuestros tiempos y que están repartidos por diversos museos del mundo. El propio Temple ha localizado muchas lentes, hasta ahora perdidas, en varios museos ingleses, y se siente desbordado. Nos cuenta que hay grandes colecciones con muchos ejemplares: «Están las lentes cartaginesas, las lentes micénicas, las lentes minoicas, las lentes de Rhodas y las lentes de Éfeso, que son cóncavas y no convexas, y que reducen las imágenes hasta un 75 por ciento, lo que las hace adecuadas para los miopes…, y también están todos los objetos romanos de cristal que se usaban para aumentar… Y esto sigue y sigue. No sólo un libro, sino diez, serían necesarios para poder realizar siquiera una somera descripción de todas ellas».

El encuentro de estas lentes en yacimientos arqueológicos es algo que se ha producido reiteradamente, aunque sin darle demasiada trascendencia. Los franceses recuperaron en el yacimiento de Cartago (Túnez) dieciséis lentes cartaginesas: dos de cristal de roca y catorce de vidrio, todas ellas lentes plano-convexas. En las ruinas de México y Guatemala se han descubierto lentes bien pulimentadas pertenecientes a los olmecas, un pueblo que vivió entre el 2500 a.C. y el inicio de la era cristiana.

Algunos historiadores dan pábulo a ciertas leyendas que sostienen que el rey Kanyaspa de Ceylan usaba en el siglo V d.C. un pequeño telescopio para vigilar su harén ubicado en la fortaleza de Sigiriya. Y existen pruebas de esto que estamos diciendo, retrasando su antigüedad a varios siglos antes de nuestra era.

Inexplicablemente, hay que esperar hasta el siglo X para ver a los chinos utilizar lentes de aumento colocadas en molduras. En 1249 el fraile franciscano inglés Roger Bacon formuló la primera afirmación acerca del uso de lentes para mejorar la visión. Talló las primeras lentes con forma de «lenteja» que hoy conocemos e incluso sugirió la posibilidad de combinar lentes para formar un telescopio. En su libro
Opus maius
describe claramente las propiedades de una lente para amplificar y estudió cómo las lentes externas podrían mejorar la visión defectuosa. En Europa, las gafas se utilizaron por primera vez en Italia, inventadas, dicen, por el florentino Salvino Degli Armati hacia 1285, y algunos retratos medievales representan a personas que portaban gafas. Hoy sabemos que no fueron los primeros.

Ya no es un secreto que los antiguos egipcios tenían grandes conocimientos de óptica, astronomía, cálculos aritméticos, trigonometría, etcétera. De hecho, algunas de las mejores lentes jamás realizadas datan del año 2600 a.C., durante el periodo del Imperio Antiguo, momento de esplendor, porque a partir de esa fecha se produce un declive tecnológico, algo que pasa con otras culturas. En una antigua tumba egipcia de Tanis (siglo II d.C.) se descubrió una lente tan perfecta que, según los expertos, debió de pulirse a máquina. Hoy se exhibe en el Museo Británico de Londres, en el Departamento de Antigüedades Egipcias, y su existencia es todo un reto para la ciencia y otro misterio para añadir a su nómina.

Hoy en día, para lograr buenos resultados con el pulido se emplea el láser, los ultrasonidos o el óxido de cerio. ¿Y antes?

¿Hubo alguna vez lámparas perpetuas?

En muchas historias clásicas y medievales, de claro matiz sobrenatural o religioso, encontramos relatos que hacen alusión al hallazgo de lámparas perpetuas, a luces que no se extinguen, a velas que no se consumen y a candiles sin aceite que no se apagan.

Según la leyenda, estas lámparas (la voz latina
lucerna
corresponde a la griega
lycknus
) ardían sin intermitencia en algunos templos de las divinidades paganas y se alimentaban de un líquido inconsumible. También se cuenta que al abrir algunas sepulturas se encontraron con «lámparas eternas», que se apagaron justo en el momento de profanar la tumba o el recinto donde se encontraban. Muchas de estas noticias se localizan tanto en la tradición judeocristiana de la Edad Media como en la del islam o de la Hermandad Rosacruz: lámparas que sirvieron para iluminar estancias sagradas de templos e imágenes religiosas y que fueron encontradas tras siglos de ocultamiento.

Uno de estos relatos se refiere al hallazgo de la imagen de la Virgen de la Almudena escondida por los cristianos durante la invasión musulmana en el siglo VIII. Fue encontrada por el rey Alfonso VI de Castilla, en el año 1085, al derribar la muralla que rodeaba la alcazaba de Madrid, conocida como la Almudayna. En el boquete abierto en la Cuesta de la Vega hallaron la Virgen Negra y, a sus pies, dos objetos parecidos a cirios encendidos que habían permanecido sin extinguirse durante los trescientos setenta años que estuvo escondida.

Este mismo soberano debía de tener un fino olfato en eso de localizar lámparas similares, pues también fue él el protagonista de encontrar (o mejor dicho, su caballo al arrodillarse en un determinado lugar de la mezquita, durante la reconquista de Toledo) un hueco en el muro y dentro de él un Cristo ahumado por una extraña vela que había permanecido milagrosamente sin apagarse durante más de trescientos años, de ahí que recibiera el nombre de Cristo de la Luz. Caso parecido es el de Nuestra Señora de la Luz, patrona de Cuenca, que fue localizada por el rey Alfonso VIII en una cueva junto al río Júcar, con un candil de plata encendido desde hacía varios años. Semejantes historias se cuentan respecto a otras imágenes de vírgenes, como la de Nájera, localizada en el siglo XI por el rey García Sánchez III.

Todas estas noticias nos llevan a formularnos una pregunta: ¿estamos hablando de meras supercherías o de una tecnología conocida por los sabios medievales del siglo VII y VIII, que habrían heredado de épocas anteriores, y que tan sólo utilizaron para esos fines tan piadosos? Hay mucho más de lo segundo que de lo primero.

Una lámpara incandescente fue hallada en Antioquía durante el reinado de Justiniano de Bizancio (siglo V) y una inscripción en la misma indicaba que había estado ardiendo durante más de quinientos años (sin vestales a su cargo que mantuvieran el «fuego sagrado»). Asimismo, el hallazgo en el año 1540 de una lámpara encendida en la tumba de Máximo Olibio, próxima a Atessa, Estado de Padua (Italia), alimentó aún más la creencia en estas lámparas inextinguibles.

Diversos autores latinos hablan de esta clase de lámparas en Roma durante los siglos II y III. Ya Pausanias, geógrafo griego del siglo II, describió una hermosa lámpara dorada en el templo de Minerva que podía estar encendida durante todo un año.

¿Y las hubo en el misterioso Egipto? San Agustín (siglo V) dejó una descripción de una lámpara maravillosa localizada en un templo egipcio dedicado a Isis, afirmando que ni el viento ni el agua podían apagarla. El jesuita Atanasius Kircher se refiere en su obra
Edipo Egipcíaco
(1652) a lámparas encendidas halladas en las bóvedas subterráneas de Menfis.

Por si fuera poco, durante el reinado anglicano de Enrique VIII (siglo XVI), se ordenó saquear y destruir muchas tumbas antiguas, descubriendo entonces que algunas de ellas contenían lamparillas que, inexplicablemente, aún estaban encendidas y que se remontaban al siglo III. Además, en ese mismo siglo, durante el papado de Pablo III (1534-1549), se encontró dentro de la tumba de Tulia, hija del célebre Cicerón, una extraña lamparilla que quince siglos después de haber sido encendida todavía ardía con una mortecina llama. Y hasta se asegura que uno de estos curiosos artefactos se localizó en la cueva ermita de Sant Salvador, en el macizo de Montserrat, datándose su antigüedad en el siglo XIII.

Ya sabemos que las leyendas suelen ocultar un poso de verdad y que hay que saber leer entre líneas. Por ejemplo, existe una alusiva a Roger Bacon, del que se dice que estaba poseído por el demonio hasta el punto de que éste le había regalado una parte del «fuego del Infierno», que le permitía leer y estudiar de noche para proseguir en su búsqueda de conocimientos. Esta leyenda nos está diciendo que Bacon, monje y alquimista medieval, había realizado otro de sus inventos científicos revolucionarios e incomprensibles para la gente de su época, cual era el gas de alumbrado gracias a la destilación de ciertos productos orgánicos, ya que sus coetáneos ni siquiera sospechaban la composición del aire y menos aún la existencia del gas combustible.

En la actualidad, dos de estas lámparas —apagadas— se pueden contemplar en el Museo de las Rarezas de Leyden, Países Bajos. Sobre las mismas, el profesor Hargrave Jennings da una posible explicación al enigma afirmando que los romanos y los helenos consiguieron el secreto de mantenerlas encendidas durante siglos por medio de la «oleaginosidad» del oro, convertido, mediante un proceso alquímico desconocido, en una sustancia líquida inapagable que hoy sería inencontrable y, por supuesto, siguiendo el juego de palabras, impagable.

Algunos autores se han aventurado a decir que estaban hechas con bloques de cristal y que el vinagre (o sea, el ácido acético) representaba en ellas un papel predominante. La teósofa Helena Blavastski, en su obra
Lis sin velo
, cuenta como ella misma vio construir, mediante diversas fórmulas ocultistas, una lamparilla que estuvo encendida durante seis años.

Los datos obtenidos en viejas leyendas y en yacimientos arqueológicos son más coincidentes que divergentes, llegando a la conclusión de que muchas eran lámparas que utilizaban mecha de amianto y que estaba prohibido tocarlas so pena de provocar una explosión capaz de arrasar toda una ciudad. ¿De qué tecnologías o fuerzas secretas nos están hablando estos relatos?

Tal vez la explicación la podamos encontrar en lo que nos dicen viejos textos judíos al afirmar que estas lámparas «proceden de los vigilantes del cielo».

¿Funcionó la pila de Bagdad?

Respuesta afirmativa. Eso sí, saber para qué la pudieron haber usado hace dos mil años se antoja una empresa más que complicada, aunque podemos atrevernos a sugerirlo. El hecho es que, tal y como ha llegado a nosotros, la llamada pila de Bagdad estaba en perfectas condiciones de uso. Gracias a ella, hoy podríamos encender un transistor. Es por eso que tan inquietante pieza está catalogada como un «objeto fuera de su tiempo»: parece un invento moderno, pero estuvo en manos de hombres que nacieron antes que Jesucristo.

Hagamos historia…

La reliquia fue descubierta en el año 1936 en Rabua, una colina próxima a Bagdad, Irak, tierra que hoy se ha convertido en el mejor ejemplo de la decadencia humana, pero que antaño fue la cuna de la civilización. Como tantos y tantos pequeños —y a la vez grandes por su significado— tesoros del pasado, apareció de casualidad, mientras se procedía al alcantarillado de la ciudad. La «culpa» —y bien agradecidos que le estamos— fue del ingeniero que modelaba la obra, el alemán Wilhelm Kóning.

En principio no parecía nada más que una vasija de barro de quince centímetros de altura rematada por un tapón de asfalto. Al «descorcharla», Kóning encontró una varilla de cobre de diecinueve centímetros de altura y 2,6 de ancho. Además, había otra de hierro revestido de fino plomo que parecía corroída por el ácido.

Con acierto, a Kóning aquello le pareció una rudimentaria batería eléctrica. Pero no sólo por su aspecto, sino también porque rellenó el recipiente con un electrolito y aquello comenzó a generar una tímida corriente.

Pese a todo, las investigaciones sí se hicieron esperar. Es lo que suele ocurrir habitualmente cuando algo se sale de una norma establecida. Si —como es el caso— un hallazgo arqueológico desestabiliza las tesis imperantes y choca contra cualquier planteamiento oficial, la pieza en cuestión es sometida al ostracismo más absoluto. Pero, afortunadamente, siempre hay personajes dispuestos a arriesgar su reputación en beneficio del conocimiento humano.

Tal es el caso del ingeniero Willard F. M. Gray, que en cuanto supo que la pieza formaba parte de la colección del Museo de Bagdad que se iba a exhibir en la localidad alemana de Hildesheim, no dudó en dejarse caer por allí. Había leído algo respecto de la sorprendente pieza y aquél parecía el momento de contrastar o negar los comentarios que circulaban. Si de verdad era una suerte de pila eléctrica, lo iba a averiguar. Además, llevaba tiempo recogiendo información sobre cómo en el antiguo Irak galvanizaban objetos. Y aquél era un misterio —el cómo podían lograrlo— que podría racionalizarse gracias a la pila en cuestión.

Tras estudiar la singular pieza arqueológica construyó una réplica. Sólo le faltaba suponer qué líquido pudieron utilizar hace dos mil años para emplearlo al modo de producto alcalino. Debía de ser algo que estuviera al alcance de aquellos hombres y que fuera abundante en la época y en la zona. Quizá —pensó— el popular zumo de uva de la antigua Mesopotamia…

Así pues, preparó una solución del alcalino dentro del recipiente y sumergió en su interior una estatuilla de plata. Ya sólo quedaba esperar a la posible reacción… ¡Y se produjo! Al cabo de dos horas, la plata empezó a adquirir tonalidad dorada, algo que sólo podía lograrse si aquel artefacto generaba una mínima corriente eléctrica. Repitió el experimento una y otra vez hasta que finalmente concluyó que aquel receptáculo y las varillas de su interior eran una verdadera pila capaz de generar corrientes de aproximadamente 1,5 voltios, algo muy similar a lo que dos mil años después lograron Volta y Galvani al desarrollar las pilas modernas. Su invento, con el tiempo, sirvió para dar luz a las linternas o para escuchar transistores. Evidentemente, en la antigua Mesopotamia no llegaron a tanto, pero sí parece factible que se empleara para galvanizar metales. No importa que la ciencia oficial no lo acepte, porque las pruebas están ahí, en el Museo de Bagdad…

Afortunadamente —sirva como último apunte—, la pieza resistió el saqueo y destrucción del Museo que se produjo tras la guerra del año 2003. No estaría de más que algún científico se dignara ahora estudiarla como se merece…

¿Existieron autómatas medievales?

La mayor parte de los antropólogos coinciden en considerar como antecesores más directos de los autómatas, tal y como los concebimos hoy en día, a la creación en ritos ancestrales de estatuas de divinidades dotadas de componentes móviles, con capacidad para mover la cabeza, los brazos o emitir sonidos, lo que garantizaba el respeto reverencial de los creyentes y la felicidad de los sacerdotes que los creaban. Los primeros testimonios que tenemos de estas primeras criaturas mecánicas rudimentarias han llegado hasta nosotros a través de los ojos curiosos de viajeros y sabios griegos. Así sabemos que la estatua babilonia de la diosa Isthar tenía brazos articulados y que era frecuente que las estatuas de Anubis tuviesen la mandíbula móvil o que varias estatuas de Isis arrojasen chispas por los ojos. También en Egipto los colosos de Memnom, dos enormes estatuas que representaban al faraón Amenofis III, eran capaces, por medio de un ingenioso mecanismo, de emitir sonidos guturales, similares a los susurros humanos, lo que hacían invariablemente a la salida del Sol, lo cual demuestra un alto nivel de conocimientos en física y acústica por parte de los sacerdotes egipcios.

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