Entra en mi vida

Read Entra en mi vida Online

Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

 

En los años ochenta, cuando Verónica tiene 9 años, descubre en la vieja cartera de su padre la fotografía de una niña que jamás ha visto antes, una foto acerca de la cual su intuición le dice que mejor no preguntar.

Ha vivido toda su vida con la percepción de que, tras la tristeza de su madre, las discusiones y los silencios en casa, había algo de lo que nadie parecía querer hablar.

Años después, la muerte de la madre enfrenta a una Verónica adolescente con un pasado del que lo desconoce casi todo, un pasado robado que la acerca más y más a esa niña de la fotografía, en una búsqueda sin retorno cuyo final Verónica está muy lejos de imaginar. Un gran secreto y una vida perdida guiarán a Verónica en la carrera hacia una verdad difícil de desentrañar y que se empieza a revelar como muy peligrosa.

Clara Sánchez

Entra en mi vida

ePUB v1.0

Dirdam
01.05.12

Imagen de la portada: Image Source/Corbis

Editorial: Destino, S. A.

Primera edición: 20 de marzo de 2012

ISBN: 978-84-233-2517-7

Esta historia sucede entre los años 1987 y 1994, como muchas otras historias reales, ocultas durante largo tiempo, que han inspirado las vidas y las conciencias de los personajes de esta novela.

«Se acostumbra uno a todo. Cuando ya nos hemos quedado sin nada».

Natalia Ginzburg

I

Perdida en algún lugar

Capítulo 1

Verónica

En el último estante del armario de mis padres había una cartera de piel de cocodrilo envuelta en una manta que nunca se usaba. Para cogerla tenía que traer la escalera de aluminio desde el tendedero y subirme a lo más alto. Pero antes debía buscar la llavecita con que se abría la cartera entre los pendientes, pulseras y anillos del joyero de mi madre.

Nunca le había dado importancia. Hasta mi hermano Ángel, de ocho años, sabía lo de la cartera, y si no nos sentíamos tentados de hurgar allí era porque dentro no había nada de interés: la escritura de la casa, las cartillas de vacunación, los papeles de la seguridad social, la licencia del taxi, los recibos del banco, las facturas y los certificados de estudios de mis padres, y cuando yo llegase al instituto también iría a parar allí mi boletín de notas. A veces mi padre apartaba el frutero de la mesa del comedor y abría la cartera, que se desplegaba en tres partes y no cabía en otro sitio, a no ser en la de la cocina si se quitaban todos los trastos que había encima.

Mi padre me había pedido que lo despertara de la siesta a las cinco. No se había afeitado como señal de que empezaban las vacaciones. Se levantó abotargado y, después de estirarse y bostezar, abrió el armario y bajó la cartera: parecía que iba a aprovechar para revisar papeles. Lo seguí por el pasillo. Seguí sus piernas peludas y el bañador de rayas hasta medio muslo. La barba le había crecido varios milímetros y era como uno de esos padres sonámbulos que salían de los adosados de nuestra urbanización los fines de semana, clavaban unas estanterías en el garaje y lavaban el coche medio dormidos y acorchados. Mi padre se dedicaba a limpiar el taxi. Casi todos los padres del vecindario resultaban más atractivos cuando iban y venían del trabajo que dentro de casa, con la diferencia de que el mío debía de ser más guapo que la media porque, cuando iba a buscarme al colegio, las profesoras, las madres de otros niños e incluso los propios niños me preguntaban ¿es ése tu padre? Si quería llamar la atención en algún sitio, sólo tenía que pedirle que me acompañara. A su lado adquiría cierto resplandor. Pero mi padre no tenía ningún sentido de la estética y no se consideraba nada especial. No tenía conciencia de ser una persona que gusta a otras, nada más le preocupaba el trabajo.

Lo seguí hasta el comedor y allí abrió sobre la mesa de caoba la cartera de los documentos importantes, la cartera sagrada, que dividió el mundo en un antes y un después, y a mis padres en los de antes y los del secreto. Nunca olvidaría esa tarde. Mi madre había llevado a Ángel a kárate y no regresaría en hora y media porque ella también aprovechaba para nadar antes de recogerle.

A mi madre, Roberta, todo el mundo la llamaba Betty. Estaba mal de los nervios, y el médico le había recetado que hiciera mucho ejercicio. Correr, nadar, bailar. A mí no me hacía ninguna gracia que bailase porque llegaba un momento en que se ponía a llorar y no se sabía si era de pena o de alegría. También le recomendó rodearse de flores, por lo que la casa parecía muy alegre. Había jardineras y macetas en el porche, en los poyetes de las ventanas, sobre los muebles, y en los lugares donde no llegaba la luz había puesto flores de plástico y de tela.

Así que estábamos solos mi padre y yo cuando, con la cartera abierta sobre la mesa, le llamaron por teléfono y salió a hablar al jardín con el inalámbrico. Empezó diciendo que por ese dinero ni siquiera metía la llave de contacto. Yo me quedé dentro, aburrida; no pensaba en nada cuando pasé la mano por la caoba de la mesa y la piel de la cartera. La voz de mi padre sonaba fuera. Hablaba y hablaba. A mí me dio por desplegar la cartera del todo, y descubrí que tenía cuatro partes y no tres como había creído hasta ese momento. Quería comprobar lo larga que era y fue entonces cuando vi asomando por una ranura el pico de lo que parecía una fotografía. La saqué con cuidado con las puntas de dos dedos, como si quemara, y la miré y remiré sin saber qué pensar.

Estaba viendo a una niña como yo, mayor que yo. Yo tenía casi diez años y la otra tendría doce. Era tirando a rubia, con melena a la altura de las orejas y flequillo, y la cara redonda pinchada en un cuello largo y delgado, que le daba aire de superioridad. ¿Quién era esa niña? ¿Por qué estaba en el lugar donde se guardaba lo importante? Llevaba un peto vaquero con una camiseta por dentro y chanclas, y tenía un balón en las manos.

Y de pronto ya no oía a mi padre. Había colgado, así que dejé la foto donde estaba, con un pico asomando, y la cartera como la encontré. Tenía la sensación de haber hecho algo malo, de saber algo que no debería saber, y por nada del mundo quería asustar a mi padre, ni preocuparle —ya tenía bastantes problemas con el trabajo—, por haber mirado donde no debía.

Salí al jardín. Mi padre abrió la boca como un león.

—Verónica —dijo—. Tráeme una cerveza del frigorífico, la más fría que encuentres.

Ni por lo más remoto se me habría ocurrido preguntarle quién era esa niña: un sexto sentido me advertía que habría sido mejor para todos que no la hubiese descubierto. La lata estaba cubierta de vaho helado y de la cocina al jardín me fue quemando los dedos.

Me quedé mirando cómo se la bebía cerrando los ojos. El calor aflojaba. ¡Ah!, dijo con satisfacción al terminar de tragar. Se limpió las comisuras de la boca con los dedos y se colocó bien las gafas para mirarme como si por fin se hubiese despertado del todo. El resplandor de fuera se alejaba de nosotros como una ola.

A partir de ese momento la cartera de cocodrilo en lo más alto del armario, bajo la manta, empezó a despedir una luz muy fuerte que llegaba hasta mí estuviera donde estuviera en la casa, y esa luz se me metía en la cabeza y me ordenaba ir al tendedero a coger la escalera de aluminio, arrastrarla como pudiera hasta el dormitorio de mis padres, buscar la llave, subir la escalera, bajar la cartera, abrirla sobre la cama, sobre el edredón de grandes flores verdes y azules y mirar una vez más aquella foto que me dejaba hipnotizada y que acabé memorizando al dedillo. Y cuando mi hermano aparecía en el dormitorio o presentía que mis padres llegarían de un momento a otro, deshacía lo hecho. Después de cerrar la cartera, revolvía bien la llave en el joyero y cargaba de nuevo con la escalera.

• • •

La niña de la foto se llamaba Laura. Estaba escrito en un papel con la letra de mi madre. Me sonaba. En casa se había pronunciado ese nombre más de una vez, pero hasta que no descubrí la foto no le presté atención. Mis padres, cuando hablaban de sus cosas, casi siempre mencionaban a amigos que yo no conocía y que seguramente nunca conocería. Compañeros de trabajo de mi padre, alguno de nombre extranjero, y amigas de soltera de mi madre. Mi casa estaba más llena de gente invisible que real. Y encima mi madre no era muy sociable y le duraban poco las amistades. La más constante era una amiga que se llamaba Ana y que tenía un perro lanudo. La llamábamos Ana la del perro. Además de prestarles dinero para terminar de pagar el taxi, escuchaba a mi madre con mucha paciencia y le daba la razón en todo. En casa le estábamos muy agradecidos porque durante ese rato Betty era una mujer normal, con una amiga normal a la que le estaba contando sus cosas.

Me gustaba su peculiar manera de tocar el timbre con tres timbrazos cortos, como si llamara en clave. El perro era muy grande y había que sacarlo al porche para que no lo llenara todo de pelos, y yo jugaba con él, le daba galletas y le hacía rabiar. Tenía los ojos negros y brillantes y la lengua rosa y goteante. Y había un momento en que el perro,
Gus
, me miraba de una manera más intensa que cualquier ser humano. Al fin y al cabo, eran ojos. Ojos de perro y ojos de persona, pero ojos hechos para mirarse y entenderse.

¿Qué quieres decirme,
Gus
?, le pregunté mientras veía tras el cristal cómo mi madre abría delante de Ana la cartera de cocodrilo. Mamá, para cogerla del último estante, no tenía que llevar la escalera al dormitorio; le bastaba con subirse en una de las butacas forradas en azul y ponerse de puntillas. No era muy alta, medía uno sesenta y cinco, pero con tacones lo parecía. Lo que pasa es que no se los ponía nunca. Llevaba casi siempre botas de cordones debajo de los vaqueros o chanclas en verano, y el pelo recogido en una cola de caballo para no tener que arreglárselo. Hoy, como hacía bastante calor, se había puesto una túnica que Ana le trajo de uno de sus viajes a Tailandia. Era blanca y transparente, con un dibujo de cristalitos en el pecho. No se maquillaba, sólo en mi comunión y en la de mi hermano y entonces el cambio era espectacular. Por eso su amiga Ana le decía de vez en cuando que, para que la quisieran, primero tenía que quererse a sí misma, comentario que me parecía una tontería porque a mi madre la queríamos Ángel, mi padre y yo.

Mi madre sacó la foto de Laura que yo estaba harta de escudriñar y echó un vistazo alrededor para comprobar que yo no estaba por allí. Por mi parte disimulaba acariciándole el lomo a
Gus
sin quitarle ojo al comedor: Ana miraba la foto y a mi madre muy atenta, muy seria, sin parpadear, dejando que el pitillo se le consumiera entre los dedos. Ana era alta, buen tipo, pelo corto negro, con algunas hebras plateadas antes de tiempo, y cara de estar siempre por ahí. No se parecía a mi madre en nada, era pura diversión. Fumaba como un carretero y siempre se le caía la ceniza encima del sofá. No usaba cenicero. Chupaba y el pitillo se iba convirtiendo en ceniza y luego se rompía, pero a ella le daba igual. Parecía que estaba acostumbrada a hacer lo que le daba la gana. La considerábamos muy lista. Conducía de maravilla, casi mejor que mi padre, por calles estrechas con coches en doble fila. Aparcaba en cualquier hueco. A veces dejaba el coche medio subido en la acera, casi sosteniéndose en la pared. Conocía a fondo la ciudad: calles perdidas, bares, restaurantes, tiendas, clínicas, peluquerías. Este mundo no tenía secretos para ella.

Other books

Sweet Home Carolina by Rice, Patricia
Twist My Charm by Toni Gallagher
The Cherry Harvest by Lucy Sanna
Pack Law by Marie Stephens
Blood and Ashes by Matt Hilton