Entrada + Consumición (7 page)

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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

—¿Buscas a un resentido?

—Claro. Feos o semiguapos que han sufrido. En cuanto aprenden a hablar de nuevo, entre llantina y llantina, y recuperan las habilidades sociales tras la ruptura, lo primero que hacen es despotricar contra su ex. Es pura lógica. Los resentidos follan como si no hubiera mañana. Lo cual no siempre es bueno, no nos equivoquemos, porque cuando te follan a ti están aún follándose a su ex.

—Hay demasiado odio y rencor en esta sociedad, tía.

—Pero no nos precipitemos, no hablemos todavía de cama. Si el tío que conoces sabe hablar y es medio mono y te sigue el rollito ya puedes darte con un canto en los dientes. Entonces, llegamos al momento beso. Lo del beso es complicado, porque comerte el hocico con alguien contra la pared de un sitio como el Onda es ligeramente contraproducente, sobre todo si cada fin de semana lo haces con alguien distinto.

—Sí, creo que la huella de tu culo debe estar marcada en la pared que siempre apuntalas con tus ligues.

—Míralo, el Jorgito, que se echa novio durante dos meses y ya se le ha olvidado que la huella de su culo está justo al lado de la del mío… Qué monos, cómo somos los maricones cuando nos enamoramos, cómo nos olvidamos de nuestro pasado truculento… ¿Crees que si algún día me echo novio terminaré olvidando mi pasado de zorra? Bueno, es un poner, lo de echarme novio no creo que vaya a pasar nunca, por lo que siempre seré un resentido. No contra mi ex, sino contra la sociedad, así, en general.

—O sea, que cuando follas, te follas a la sociedad.

—Me estás liando, Jorge. Veamos. Como iba diciendo, si el tío besa bien vamos por buen camino. Pero admitamos que esto no es lo más normal. Hay tíos que parece que tienen una batidora en la boca. ¿Sabes cómo te digo? O una hormigonera. Es asqueroso.

—Sí. Totalmente. O sea, que si no besa bien queda descartado.

—Por supuesto. Porque las zorras con valores somos un poco romanticonas y para nosotras el beso es el cincuenta por ciento del polvo. Odio a esos tíos que te meten un par de lengüetazos y pasan directamente a comerte la ingle.

—Entiendo. Es como: «¿Hola? ¿Te has dado cuenta de que hay cuerpo en medio? No tengo la polla pegada a la barbilla».

—Otra cosa importante es dónde viven. Yo he llegado a la decisión drástica de follar sólo con gente que viva en el centro o que su casa me pille de camino a la mía. Sí, lo sé, es una limitación, pero es que me da una pereza… Y lo peor no es ir, porque cachondo perdido vas a Australia si es preciso. Lo peor es cuando te tienes que volver a casa al día siguiente, a pleno sol, oliendo a humo y a semen, con la gomina caída, arrugado, apestando a alcohol… Admitámoslo: la gente te mira, estás cansado, tienes hambre (porque casi nunca te ofrecen algo de comer que te llegue al estómago), hueles mal, estás resacoso…

—Pero por lo menos has follado…

—Lo cual no siempre es bueno, porque no siempre follan bien. Y es ahí a dónde iba, que es un puto coñazo atravesarte la ciudad en ese estado por un polvo de mierda. Y, aceptémoslo, es muy probable que haya sido un polvo de mierda. Los tíos no se lo curran nada. Pasan total. Y yo me canso de esmerarme y que no me devuelvan mi generosidad. Lo cual me devuelve al tema de la belleza. Los feos follan mejor, follamos mejor. Los guapos están demasiado preocupados en si se les está marcando el pliegue inguinal mientras se colocan encima tuya.

—Pues sí que eres selectiva, tía.

—¡Fíjate! ¡Ahí lo tienes! ¡Y aun así me siguen llamando zorra! Y no es que sea promiscuo, sólo es que no encuentro lo que quiero. Hay que probar para conocer. Si te quedas en casa, nunca encuentras nada. Hay que salir. Masturbarse es divertido, pero follando conoces gente. No lo hago porque sea una guarra. Como te habrás dado cuenta, de este proceso pocas veces obtengo placer.

—¿Y qué es lo que quieres tú si puede saberse?

—Todo, Jorge, todo. Lo quiero todo —y esto lo digo ya poniéndome serio.

—Tu dramatismo me conmueve, pero no va a cambiar las cosas. Mira cuánto me ha costado encontrar por ahí a alguien medianamente aceptable. Y aun así todavía no las tengo todas conmigo. Estoy seguro de que el día menos pensado a Jesús se le junta positivo con negativo y me manda a la mierda con cualquier excusa.

—Y luego soy yo el dramático.

—No estoy siendo dramático, es que es lo habitual, lo que siempre pasa. Pero al menos follamos.

—Sí, Jorge, follamos, pero menuda mierda de polvos que echamos. Piénsalo bien. Más de la mitad de los tipos que me he ligado últimamente no sabían ni hacer una mamada sin dejármela en carne viva, ni meneármela como si fuera una batuta y ellos Luis Cobos. Es tristísimo, ni siquiera saben echar un polvo. Y te babean, y te la intentan meter a toda costa aunque tú ya hayas dejado muy claro que no te apetece ir de pasivo o que sin lubricante no vas a hacer nada y sin condón menos. Y te meten bocados y te dejan el labio como si te lo hubieran restregado con papel de lija. Y encima la tienen pequeña. Y se corren en tres segundos. O peor, tardan horas en correrse mientras tú no dejas de mover el brazo para hacerles una paja y estás tan aburrido que te pones a pensar en la lista de la compra o en que hace mucho tiempo que no hablas con tu prima Antonia. Y siempre te piden el teléfono y te dicen que te van a llamar, pero nunca te llaman. Y si te llaman, que ya es raro, ya, no tienen ni conversación y lo único que esperan es que les engordes la polla diciéndoles que te has enamorado mucho de ellos y que no puedes pensar en otra cosa que no sea volvértelos a zumbar. Es que así se sienten menos desgraciados, ¿sabes?, si piensan que te han encantado y que pueden jugar contigo un rato.

Por fin, hago una pausa para tomar aire y beber de mi cerveza. Jorge cambia la expresión de su rostro, habitualmente simpático. Su talante se torna solemne y me mira fijamente.

—¿De qué va todo esto? ¿Qué te pasa? No te entiendo. Cuéntale a Patricia.

—Pues va de muchas cosas: va de que estoy hasta el coño de aguantar subnormales, va de que estoy harto de los tíos, de que esto es siempre lo mismo, de que estoy frustrado, de que todos lo estamos. Va de que a lo mejor debería dejar de comportarme como lo hago, dejar de probar una y otra vez, de intentar encontrar a alguien que me llene, de que debería dedicarme a cosas más productivas. A la filatelia, por ejemplo.

—¿A la filatelia? —me mira otra vez Jorge, sonriente e incrédulo ante mi azuzado sentido de la responsabilidad repentino, mi indignación incipiente.

—Sí, a la filatelia: a coleccionar sellos en lugar de coleccionar maricones.

—Insisto, ¿se puede saber de qué va todo esto?

—Pues va de que me siento solo. Y punto.

—Ah, bueno. Pensaba que era algo grave. ¿Te sientes solo? Pues como todos, querida. Ni más, ni menos.

Un Martini con limón

En cuanto empecé a despotricar en contra de los hombres en general y de las relaciones en particular me sentí culpable. Jorge estaba empezando una relación. En esos momentos, en los inicios, no es nada positivo que te recuerden que todo es una mierda, que todo es mentira, que lo que las personas hacemos en los tiempos que corren no es relacionarnos las unas con las otras y conocernos, sino usarnos para satisfacer deseos e instintos primarios.

Eso era lo que sucedía por las noches, en nuestras juergas etílicas: nos rozábamos, confluíamos, nos comíamos el hocico, nos acostábamos y al día siguiente cada uno se iba por su lado y era como si nada hubiera sucedido. Nos usábamos para combatir la tristeza, para sentir caricias, para sentirnos menos solos, para follar. Pero nada, nada de aquello, era real. En el fondo de todos nosotros subyacía algo mucho más profundo, un sentimiento acallado a base de alcohol y drogas que nos hacía demasiado humanos para lo invencibles que necesitábamos sentirnos a toda costa. Un vacío inapelable. Mientras tanto, nos dejábamos llevar a la espera de que algún día las cosas fueran diferentes, que simplemente cambiaran. Todos esperamos que las cosas cambien tarde o temprano.

Jorge había conocido a Jesús en una de esas noches, en el Onda, donde yo me había hecho con la última de mis conquistas. Jorge siempre ha tenido mucho desparpajo y ha sido la voz cantante en nuestra relación de amistad, nuestra relación de dos.

Juntos nos enroscamos en una dinámica peculiar mediante la que desfogar los sentimientos que ocultábamos y que adivinábamos perfectamente el uno en el otro. Hablar no sirve de nada cuando sientes que ya está todo dicho, de manera que bebíamos, nos divertíamos y en ocasiones follábamos con todos los tíos que podíamos. En serio, algunas veces nos escandalizábamos de lo feos que eran los tíos a los que los acabábamos de comer el hocico, esos tipos que se nos acercaban con aire distraído, sin muchas expectativas ni demasiado convencidos de que lo iban a lograr. Terminábamos metiéndoles la lengua hasta la campanilla, sin contemplaciones. En parte, lo hacíamos porque no podíamos evitar identificarnos con ellos, saber que esa abulia que llevaban por bandera era muy parecida a la que nosotros tratábamos de esconder bajo densas capas de humor. Darles un pequeño placer que recargara sus esperanzas era una especie de obligación que se nos imponía para poner nuestro granito de arena, construir un mundo mejor y no contribuir a la desolación generalizada.

Por otro lado, al margen del argumento existencialista, todo nos daba un poco lo mismo; dramatismos aparte, nos importaba todo un coño. Era como un juego de fines de semana que nos mantenía ocupados para no pensar en nuestros fantasmas. Besar nos ayudaba a no pensar, era placentero y de paso daba historias que contar al día siguiente, cuando nos llamábamos por teléfono o nos daba por reconstruir la noche del sábado durante la tarde del domingo, delante de una cerveza tras otra, para finalizar pidiendo un martini con limón sentados en cualquier bar. Por regla general, el uno cubría las lagunas producidas por el alcohol en el otro y nos combinábamos para recordar qué había sucedido y reírnos en común. Reconstruíamos los hechos a través de las evidencias (un mordisco en el dedo, una pulsera perdida o regalada a alguien en un ataque de generosidad, una frase suelta que recordábamos, una cara desconocida), como la mismísima policía científica. Lo pasábamos bien, pero ambos sabíamos que estábamos equivocados, aunque aquel error fuera divertido. Ambos sabíamos que no podíamos vivir eternamente arremolinados entre cuerpos sin cara y caras sin nombre, como si fuera el fin del mundo, como si no hubiera mañana.

Pero Jorge estaba en otra onda esta tarde de domingo: aunque no lo admita, aunque se le vaya la vida en negarlo, está enamorándose de Jesús, el guitarrista de un grupo de pop con el que de casualidad comenzó a hablar en una de nuestras noches de desenfreno.

Yo debía estar enrollándome con un brasileño en el Onda, el único brasileño al que me he tirado, no se vayan a creer que los cuento por multitudes, que no soy tan promiscuo como pueda parecer. Él empezó a meterme mano en medio de la pista con fruición y lujuria y sin previo aviso. El brasileño se encontraba detrás mía; yo, frente a Jorge, sentí una mano que empezaba a refregarse contra mi cintura y que con descaro se situaba sobre mi culo. El aliento de aquel tipo me rozaba el cuello. Me estaba empezando a poner severamente cachondo, a pesar de que no tenía la menor idea de quién era el artífice de aquel descaro exacerbado, esa actitud lasciva (y ello, el anonimato del tipo, formaba parte del morbo).

Sin embargo, en un momento de lucidez, me pregunté a mí mismo qué pasaría si al girarme me encontrara con un esperpento horrible metiéndome mano en lugar de un tipo despampanante, como insistía en convencerme la parte de mi cerebro que ha visto demasiado porno. Así que miré a Jorge, que estaba al tanto de la escena por su posición frente a mí, y en medio del estruendo musical le pregunté si el tipo que me estaba metiendo mano estaba bueno. Él me dijo que sí poniendo su cara seria, la que está por encima de nuestras burlas y bromas habituales; de modo que giré la cabeza y comencé a besarle, sin saber que era brasileño ni nada (eso lo averigüé después, cuando me preguntó cómo me llamaba tras haber compartido saliva durante hora y media). Y es que el rollo de las nacionalidades vende mucho. Pues anda que no quedas guay ni nada cuando en medio de una reunión social anuncias que tienes a alguien de origen exótico entre tus conquistas.

Fue en ésas, cuando yo estaba demasiado ocupado intentando hacer un nudo con la lengua, cuando Jorge se dispuso a llevar a cabo esa ardua labor de hacer amigos, de tal suerte que terminó hablando con Jesús, que andaba por allí buscando a sus compañeros de juerga, los cuales habían desaparecido misteriosamente. Esto, lo de perder a tus amigos en medio de una noche etílica es una cosa la mar de habitual. Con relativa frecuencia, tus amigos, que van tan pedos como tú o más, se olvidan de que has acudido al aseo (por llamar de alguna manera a ese cubículo que no ha conocido la lejía en años luz y del cual se desprende un dudoso aroma) y se marchan abandonándote a tu suerte. Jorge le soltó una de sus frases ingeniosas, Jesús decidió que su suerte esa noche iba a ser distinta. Se dieron el número de teléfono y quedaron. Tardaron tres citas, tres citas, maricón, con los tiempos que corren, en darse el primer beso. Y es que aunque la gente vaya diciendo por ahí que somos más putas que las de Montera, lo cierto es que en el fondo no somos más que un par de imbéciles a los que se les caen los calzoncillos al suelo en cuanto un tipo medianamente simpático los hace un poco de caso. Justo lo que le he dicho a Jorge esta tarde en El Carmen en un arrebato de sinceridad.

Jesús y él se intercambiaron mensajes,
e-mails
y llamadas de teléfono y, finalmente, por puro arte de abracadabra (comunicación, que dirían algunos; oh, sorpresa, los maricones también sabemos hablar. Esto para muchos debe ser una novedad…), están saliendo. No oficialmente, claro está, pero sí que se buscan por las noches, se hablan casi todos los días y a ambos se les dibuja esa sonrisa de quinceañera omnipresente en las personas que están conociéndose y que se gustan lo suficiente como para continuar haciéndolo. Algo que, realmente, ni es tan común ni tan normal como se piensa. De hecho, a mí hace demasiado tiempo que no me pasa algo así.

¿Conocen ustedes esa sensación que se tiene después de una cita, ese cosquilleo que invade, que vuelve loco, que desemboca en una sonrisa de tonto incorregible? Les hablo de la sensación de que algo está pasando, eso de tener muchas ganas de volver a quedar con una persona, de no poder evitar pensar en ella, de sonreír al recordar su cara o alguna chorrada que haya dicho. ¿Conocen esa sensación de sentir en los labios un beso durante todo un día o toda una noche?

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