Episodios de una guerra (3 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Histórico

—Sí, señor.

— Flèche
es «flecha» en francés, Aubrey.

—¿Ah, sí? No lo sabía. Muy bueno, señor. Estupendo. Rápido como una flecha… Sin duda, lo repetiré.

—Estoy seguro de que lo repetirá, y como si fuera suyo. Si Yorke no se retrasa, si no se queda un tiempo en el estrecho de la Sonda para capturar alguna presa, todavía podrán aprovechar el monzón y navegar velozmente. Ahora quiero que me diga en qué condiciones se encuentra su barco, pero sin entrar en detalles. Habrá que inspeccionarlo, desde luego, pero quisiera tener cuanto antes una idea, aunque sea aproximada, de cuál es su estado. Y dígame cuántos tripulantes tiene. No puede usted imaginarse la cantidad de marineros que necesito. Espero que no sean ogros.

A esto siguió una conversación sobre cuestiones técnicas en la que se especificaron los problemas del pobre
Leopard
, como por ejemplo, el mal estado de los genoles y las curvas
[5]
. Y al final llegaron a la conclusión de que aun cuando el almirante le pudiera poner cañones, difícilmente podría soportar su peso, pues muchas cuadernas estaban defectuosas y otras muchas de la popa y de la parte próxima a ella estaban podridas. La conversación era muy seria pero amistosa y estuvo exenta de palabras duras hasta que empezaron a hablar de los tripulantes, los oficiales y los cadetes que, según una costumbre de la Armada, acompañaban a un capitán cuando dejaba el mando de un barco y tomaba el de otro. El almirante, tratando de parecer natural, dijo que debido a que se encontraban en circunstancias excepcionales, todos los hombres que estaban en el barco debían quedarse con él.

—Pero puede llevarse al cirujano —dijo—. En realidad, recibí la orden de que le hiciera regresar en el primer barco que zarpara y le dijera que se reuniera inmediatamente con mi consejero político, el señor Wallis. Sí, puede llevarse al cirujano, Aubrey, y con eso le hago una importante concesión. Podría ser más benevolente incluso y dejarle que se llevara a uno de sus servidores, aunque en
La Flèche
encontrará todos los que necesite.

—Pero, señor, ¿le parece justo meter en una abarrotada corbeta mis guardiamarinas, mis barqueros y mis oficiales, incluido Babbington, que ha estado conmigo desde que tomé el mando de un barco por primera vez? ¿Cree usted que esto es justicia?

—¿En qué corbeta, Aubrey?

—Bueno, señor, al decir corbeta no me refería a una embarcación en particular sino que aludía a todas, como se hace en la Biblia. Lo que quiero decir es que es una antigua costumbre de la Armada…

—¿Debo entender que está discutiendo usted mis órdenes, señor Aubrey?

—Por supuesto que no, señor. Dios me libre de hacerlo. Cumpliré de inmediato cualquier orden escrita que usted me entregue. Pero usted sabe mejor que yo que es una antigua costumbre de la Armada…

Jack y el almirante se conocían desde hacía veinte años y habían pasado juntos muchas tardes, algunas de ellas borrachos, por lo que su discusión no tenía la acritud que solían tener las disputas entre oficiales. Sin embargo, no era menos acalorada, y los dos fueron subiendo la voz hasta que las jóvenes que estaban en el patio pudieron distinguir claramente lo que decían, incluso los ataques personales directos que hacía el almirante y los ataques velados que hacía Jack. Y oyeron repetir una y otra vez las palabras: «una antigua costumbre de la Armada».

—Usted siempre ha sido un tipo testarudo —dijo el almirante.

—Eso me decía mi nodriza, señor —respondió Jack—. Pero incluso un hombre que no respete las antiguas costumbres de la Armada, un innovador, un hombre que no observe las normas de la Armada, me despreciaría si no permaneciera junto a mis oficiales y mis guardiamarinas después que ellos han permanecido junto a mí en una espantosa situación, si dejara que mis guardiamarinas se fueran con otros capitanes a quienes no les importan ni su formación ni sus familias y si abandonara a mi primer oficial, que ha estado conmigo desde que sólo sabía arrizar, precisamente cuando tengo la oportunidad de favorecerle, pues si tenemos suerte con la
Acasta
podría llegar a ser capitán. Recuerde lo que usted mismo ha hecho, señor. Todos en la Armada saben muy bien que Charles Yorke, Belling y Harry Fisher le han seguido a usted de un barco a otro y que si hoy son capitanes de corbeta y de navío es gracias a usted. Y sé muy bien que usted siempre se ha preocupado mucho por sus guardiamarinas. Es una antigua costumbre de la Armada…

—¡A la m… la antigua costumbre de la Armada! —gritó el almirante.

Entonces, horrorizado por haber dicho esas palabras, guardó silencio. Podía darle a Aubrey una orden escrita, desde luego, pero eso parecería muy extraño. Por otra parte, Aubrey tenía razón y era un capitán de excelente reputación, que había conseguido tantos botines que se le conocía como Jack Aubrey
El Afortunado
. Además, poseía una importante propiedad en Hampshire, era hijo de un miembro del Parlamento y podría llegar a ocupar un alto cargo en el Almirantazgo. Era un hombre demasiado importante para tratarle mal, un hombre que había hecho la hazaña de hundir el
Waakzaamheid
y, además, el almirante simpatizaba con él.

—Está bien. ¡Qué más da! —dijo el almirante por fin—. ¡Qué obstinado es usted, Aubrey! Vamos, llene su copa. El champán le ayudará a recuperar el buen humor. Por mí puede llevarse a sus guardiamarinas y su primer oficial, pues creo que si usted los ha formado discreparán de cualquier otro capitán siempre que les ordene virar. Me recuerda usted a aquel sodomita…

—¿A un sodomita, señor? —preguntó Jack.

—Sí. Usted, que con tanta frecuencia cita la Biblia, debería saber a quién me refiero: aquel hombre que discutió con el Señor sobre Sodoma y Gomorra. ¡Abraham… ese era su nombre! Logró que Dios redujera el número de condenados de cincuenta a veinticinco y luego a diez. Puede llevarse a Babbington, los guardiamarinas y el cirujano, y también al timonel, pero no quiero que se lleve a los barqueros, pues no sólo sería presuntuoso por su parte sino que carecería de sentido porque en
La Flèche ya
no cabe ni un alma. Y ya no se hable más del asunto. Dígame, ¿cree usted que entre los restantes tripulantes pueda reunir a once que estén en buenas condiciones para jugar al críquet? Se enfrentarán unos con otros los equipos de todos los barcos de la escuadra y cada uno apostará cien libras.

—Creo que sí, señor —respondió Jack, sonriendo.

En el momento en que el almirante había dicho la palabra «críquet» se había disipado una duda de Jack. Desde hacía algún tiempo oía un ruido que le era familiar en el terreno que estaba detrás de la casa y se preguntaba qué objeto lo producía, y ahora sabía que lo producía el bate al darle a la pelota.

—Creo que sí, señor —repitió—. ¡Ah, señor! Antes dijo que habían llegado cartas para el
Leopard
, ¿verdad?

* * *

El consejero político del almirante ocupaba una posición muy importante, ya que el Gobierno británico tenía la intención de añadir a las posesiones de la Corona el territorio de las Indias Orientales dominado por los holandeses y no sólo había que inducir a los gobernantes locales a amar al rey Jorge sino que había que contrarrestar las redes de espionaje holandesa y francesa y, si era posible, destruirlas. Sin embargo, el consejero vivía en una casa pequeña y lóbrega, por lo que parecía tener muy poca categoría, menos incluso que la del secretario del almirante. Además, solía vestirse con una chaqueta de color pardo y, como única concesión al clima del lugar, con pantalones de nanquín que en otro tiempo habían sido blancos. Su tarea era muy difícil, pero al menos disponía de bastante dinero para llevarla a cabo, sobre todo porque muchos miembros del Gobierno eran también accionistas de la honorable Compañía de Indias, la cual tenía un gran interés en eliminar a sus rivales holandeses. Precisamente estaba sentado encima de uno de los baúles llenos de lingotes de plata, que eran más apreciados en el lugar que cualquier moneda, en el momento en que anunciaron la llegada de su visitante.

—¡Maturin! —exclamó el político, quitándose sus lentes verdes y estrechándole la mano—. ¡Maturin! ¡Cuánto me alegro de verle! ¡Le habíamos dado por muerto! ¿Cómo se encuentra?

Y después, dando unas palmadas, gritó:

—¡Achmet! ¡Café!

—¡Wallis! —exclamó Maturin—. Me alegro de encontrarle aquí. ¿Cómo está su pene?

La última vez que se habían visto él le había hecho una operación a su colega de los Servicios Secretos porque quería hacerse pasar por judío. Esa operación, cuando el paciente era adulto, no era tan sencilla como el señor Wallis se había imaginado, y durante mucho tiempo Stephen había temido que se produjera gangrena.

El señor Wallis perdió su alegre sonrisa y se puso muy serio. Luego, con una mirada que reflejaba autocompasión, dijo que estaba muy bien pero que, en su opinión, nunca volvería a ser el miembro que era. Habló detalladamente de todos los problemas que tenía mientras el aroma del café iba propagándose por la sucia habitación, pero cuando trajeron la bandeja de cobre con la cafetera de cobre llena de café, dejó de hablar de ellos y dijo:

—Pensará usted que soy un horrible monstruo, Maturin, porque no hago más que hablar de mí mismo. Cuénteme cómo fue su viaje, su largo y azaroso viaje. Fue tan largo que casi habíamos perdido la esperanza de volver a verle. Las cartas de sir Joseph reflejaban una gran alegría al principio, luego una ansiedad cada vez mayor y por último una enorme tristeza.

—Entonces sir Joseph ha vuelto a tomar las riendas, ¿no?

—Las lleva con más firmeza que antes y tiene aún más poder —dijo Wallis y los dos sonrieron.

Sir Joseph Blaine había sido jefe de los Servicios Secretos de la Armada y ambos conocían las sutiles maniobras que habían provocado que se retirara de ellos prematuramente, y las maniobras mucho más hábiles que le habían hecho volver.

Con aire pensativo, Stephen Maturin bebía a sorbos el café hirviente, café de Moka que los peregrinos habían traído desde Yemen en sus embarcaciones de jarcia latina. Era un hombre reservado e incluso misterioso, y eso se debía, entre otras cosas, a que era hijo ilegítimo (su padre era un oficial irlandés al servicio del rey de España y su madre una dama catalana), a que había luchado por la liberación de Irlanda y a que cooperaba de forma voluntaria y gratuita con los Servicios Secretos de la Armada con el único propósito de ayudar a vencer a Bonaparte, a quien odiaba con todas sus fuerzas porque le consideraba un vil tirano, un hombre cruel y despreciable que robaba la libertad a las naciones y que había traicionado todo lo bueno que había en la Revolución francesa. Pero su tendencia a ser reservado era innata y tal vez esa cualidad le convertía en uno de los espías de mayor importancia para el Almirantazgo, sobre todo en Cataluña. Encubría sus actividades como espía bajo su labor como cirujano de la Armada y sus investigaciones como naturalista. Era un naturalista conocido internacionalmente y su nombre le era familiar a todos los que se interesaban por el pájaro solitario (pariente del dodó), ya extinguido, y de la tortuga terrestre gigante, la
Testudo aubreii
de la isla Rodríguez, una isla del océano Índico, o las costumbres del cerdo hormiguero. Sin embargo, a pesar de ser un excelente espía, tenía corazón, un corazón tierno que casi le había destrozado una mujer llamada Diana Villiers. Ella le había dejado por un norteamericano y su preferencia era comprensible, pues el señor Johnson era un hombre robusto, inteligente, ingenioso y muy rico, mientras que Stephen tenía los brazos y las piernas muy delgados, poco pelo, la piel de color cetrino, que hacía un horrible contraste con sus ojos claros, y era un bastardo sin dinero. A causa de la pena, Maturin se había convertido en un adicto al láudano y había tomado tanto que había cometido errores al desempeñar su labor en sus dos profesiones. Entonces le había dado el cargo de cirujano del
Leopard
con el fin de que acompañara a Louisa Wogan, una norteamericana amiga de Diana Villiers que había sido condenada al destierro, y como esa misión tenía muy poca importancia si se comparaba con otras que había llevado a cabo, creía que sir Joseph quería retirarle de los Servicios Secretos. Sin embargo, su relación con la señora Wogan había sido muy diferente a lo esperado… ¿Hasta qué punto debía hablarle de ese asunto a Wallis? ¿Hasta qué punto conocía Wallis ese asunto?

—Utilizó usted la palabra «alegría» para describir el estado de sir Joseph —dijo—. Es una hermosa palabra.

Ésa era una señal para que Wallis pusiera sus cartas sobre la mesa y siguieran hablando con sinceridad. Y eso fue lo que Wallis hizo inmediatamente.

—Sí, muy hermosa, Maturin, sin duda —dijo mientras buscaba un expediente—. Cuando recibió el informe que le envió usted desde Brasil, desde Recife, me escribió para decirme que usted había dado un golpe certero, que le había sacado a esa señora toda la información que tenía en mucho menos tiempo del que esperaba y que tenía una descripción bastante amplia de la organización de los Servicios Secretos norteamericanos. Además, me dijo que procuraría que usted regresara en cuanto llegara a El Cabo y con ese fin mandaría un despacho en el primer barco que zarpara con rumbo a ese puesto, pero que si no lo lograba daría por bien empleado el tiempo que estuviera ausente. Sin embargo, esas palabras halagadoras, tan poco frecuentes en el lenguaje empleado por sir Joseph, no tenían ni comparación con el panegírico que escribió cuando llegaron sus informes desde El Cabo.

—Entonces los botes consiguieron llegar.

—Sólo la lancha, al mando de un tal señor Grant, quien le entregó sus informes al comandante del puerto.

—¿Estaban en buenas condiciones? Cuando los escribí, el agua me llegaba a las rodillas.

—Tenían manchas de agua y también de sangre, pues Grant tuvo problemas con su tripulación, pero todas las hojas excepto dos eran legibles. Sir Joseph me envió un resumen con los puntos más importantes y, por supuesto, con todos los que pueden influir en la situación de esta zona.

Luego, entregándole una carta, añadió:

—También envió esta carta para usted y me dijo que tomara como ejemplo su forma de engañar y dividir al enemigo y que, en la medida de lo posible, siguiera sus procedimientos en esta zona. Después envió otros despachos, siempre junto con una carta para usted, y el tono se hizo más ansioso cada vez, como le dije, y llegó a ser casi desesperado. Pero siempre repetía que usted debía regresar enseguida para que sacara el mayor partido de la confusión que había provocado en los Servicios Secretos franceses y reanudara sus actividades en Cataluña. Aquí tiene el resumen que he hecho de la situación actual de esta zona.

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