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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (40 page)

Los nativos se dispersaron buscando la protección de los callejones y los edificios cercanos, y dejaron que los insectos se hicieran con el control del cruce. El fraile volvió a levantar las manos, y el enjambre se apartó.

Los jinetes de Grimes partieron otra vez al galope hacia la calzada, y Cordell los siguió con el resto de la legión. Los caballos toparon con una línea de defensa dispuesta por los nexalas a la entrada del puente. Estos guerreros, armados con lanzas muy largas, consiguieron desmontar a varios soldados. El caballo del sargento mayor cayó a tierra con el pecho abierto por una herida mortal.

De todas maneras, la carga de la legión tuvo éxito, y por fin los hombres pisaron la estrecha calzada que les permitiría atravesar las profundas y oscuras aguas del lago. Grimes y Cordell corrieron por el puente seguidos por los legionarios, que manifestaron su alegría con una fuerte ovación. Nadie se interpuso en su camino, si bien poco a poco advirtieron la presencia de guerreros que los seguían a nado por el lago Zaltec, a la izquierda, y el Qotal, a la derecha. Después vieron muchas canoas cargadas de guerreros, que avanzaban hacia ellos.

Cuando menos lo esperaban, la carrera llegó a su fin. Habían llegado al primero de los dos puentes de la calzada, donde las aguas de los lagos se comunicaban por debajo de los gruesos tablones.

Sólo que ahora el puente ya no estaba. En medio de la lluvia, los legionarios contemplaron los diez metros de aguas oscuras que los separaban del otro extremo.

Los espesos nubarrones los cubrían con su manto, y el viento helado lanzaba las gotas de lluvia contra sus rostros. Muy arriba, en las laderas de la cumbre de la montaña, en medio de la impenetrable oscuridad de la noche, Halloran trataba de dominar su desesperación, insistiendo en su interminable búsqueda de la Gran Cueva.

Se encaramó por una pendiente muy aguda y encontró un repecho. Tendió una mano para ayudar a Erixitl a situarse a su lado. La joven soltó una exclamación cuando se sacudieron las entrañas del volcán, y los esposos se abrazaron durante un minuto cargado de pánico, en el que pareció que Zaltec quería expulsarlos del coloso.

Cuando cesó el temblor, Shatil y Poshtli se unieron a ellos.
Chitikas
prosiguió con su vuelo, alerta a cualquier peligro, mientras los humanos descansaban.

——El hambre de Zaltec aumenta —comentó Shatil, tocando una roca.

——¡Hambre! —Erix se volvió hacia su hermano con una vehemencia que sorprendió a los tres hombres—. ¿Es que los dioses no hacen más que comer? ¿Es que nuestra única obligación es alimentarlos?

——Lamento haberte enfadado, hermana —dijo Shatil, contrito—. Sin embargo, los dioses que conozco piden comida. No podemos hacer mucho más, aparte de intentar saciar su apetito.

——¿Qué me dices de Qotal? —preguntó Erix, desafiante—. Un dios que no pide comida sino que la da. ¡Y pensar que nuestros antepasados lo expulsaron de Maztica por ser así!

——Quizá, si lo que dices es cierto, volverá —respondió Shatil, conciliador.

Erix lo miró, enfadada porque su hermano rehuía la discusión, y también sorprendida por su buena disposición. Pensó en decir algo más, pero se contuvo.

——Aquí —susurró
Chitikas Coatl
desde la oscuridad—. Desde aquí veo la entrada de una cueva.

Con el paso cortado, Cortell y Grimes se volvieron hacia los costados, exhaustos a más no poder. El general conservaba su espada; Grimes, la lanza. La lluvia se abatía sobre la ciudad y los lagos, aunque no les impedía ver las flotillas de canoas que se movían cerca de la calzada. A sus espaldas, los gritos de los camaradas les indicaron que la lucha proseguía.

Los legionarios supervivientes no podían avanzar por la calzada, porque los nativos habían retirado el puente, y a los lados del viaducto se arracimaban las canoas tripuladas por los nexalas. Al final de la columna, la retaguardia defendida por Daggrande se veía forzada a retroceder ante el impulso de los guerreros, empeñados en una guerra sin cuartel.

——¡Abajo, cuidado! —gritó Grimes, mientras daba un golpe con su lanza cubierta de sangre.

Un guerrero cayó al agua desde la canoa, y la embarcación se volcó. En el mismo momento, Cordell sintió que unas manos muy fuertes lo sujetaban por los tobillos, y descargó un mandoble con todas sus fuerzas. Escuchó el ruido de los huesos rotos, aunque, para su horror, las manos amputadas se aguantaron sujetas hasta que consiguió desprenderlas dando puntapiés al aire.

La masa de nativos era tan compacta que la oscuridad parecía moverse. Cordell repartió estocadas a diestro y siniestro, sin ver a sus víctimas ni preocuparse por ellas, consciente de que todos los tripulantes de las canoas eran enemigos.

Muchos de los legionarios que consiguieron llegar al extremo cortado de la pasarela se lanzaron al agua en un intento desesperado por salvar la vida a nado. La mayoría de ellos —los que se habían cargado de oro hasta las orejas— se hundieron en el agua y murieron ahogados. Los otros fueron recogidos a bordo de las canoas, a pesar de su denodada resistencia, y llevados de regreso a la ciudad, donde les esperaba una suerte mucho peor que la de morir en el campo de batalla.

Las canoas volcadas y los restos de otras embarcaciones destruidas durante el combate ocupaban la vía de agua. También se veían los cadáveres de legionarios y nativos ahogados después de caer al lago, en el fragor de la lucha. La lluvia que azotaba a objetos y muertos aumentaba el horror de la escena.

——¡Tenemos que hacer algo! —gritó Grimes, al ver que aumentaba el número de legionarios que se arrojaban al lago o eran arrastrados a él. Por cierto que el agua casi no se veía entre tantas cosas que flotaban.

——¿Se le ocurre alguna idea? —preguntó el capitán general. Escuchó un grito de dolor y un chapoteo a sus espaldas y, al volverse, vio a uno de sus hombres luchando contra seis mazticas en canoas. El legionario se retorcía en el agua, entre los cadáveres que pasaban por debajo de su cuerpo, y aulló de terror cuando los nativos consiguieron subirlo a bordo de una de las embarcaciones. De inmediato se alejaron con su prisionero, mientras los demás se acercaban otra vez a la calzada en busca de nuevas víctimas.

Cordell escuchó más gritos y los aullidos triunfales de los nexalas, y comprendió que, en algún lugar, habían capturado a otro legionario para el sacrificio.

——¡Salvajes asesinos!

El grito del fraile resonó claramente en medio de la barahúnda, y el general vio a Domincus, que avanzaba repartiendo golpes con su garrote.

——¡Helm todopoderoso! —bramó el fraile—. ¡Descarga tu venganza! ¡Libra a tus fieles de la muerte!

Pero el cielo no escuchó su súplica y descargó más lluvia, que, con su repiqueteo, había marcado el ritmo brutal de la noche; ahora, a medida que una aurora gris aparecía en el horizonte, contaba los segundos que faltaban para la salida del sol.

——¡Domincus! —El clérigo apartó la mirada del combate, y distinguió a Cordell al final de la calzada. El alma se le cayó a los pies al descubrir la ausencia del puente.

——¡Helm nos ha abandonado! —gimió el fraile, cuando se reunió con su comandante—. ¡Creo que hemos provocado su ira, y ahora nos da la espalda en el momento de mayor necesidad!

——¡No importa! —gritó Cordell—. ¿Dispones de alguna magia, de cualquier cosa que pueda ayudarnos a cruzar? —El general señaló la faja de agua, donde se amontonaban las canoas. Al otro lado, también había guerreros que lanzaban flechas y piedras contra los legionarios acorralados.

——No —respondió el sacerdote—. Mi poder se ha agotado. Necesitaría de muchas horas de meditación para recuperar los hechizos.

Cordell le volvió la espalda, disgustado. No vio el gancho lanzado desde una de las canoas, que arrancó al fraile de la calzada. Domincus soltó un grito y cayó al agua. El general dio media vuelta, a tiempo para ver cómo los nexalas cargaban a su amigo en una de las barcas.

——¡No! ¡Soltadlo, malditos demonios! —gritó Cordell. Sin perder un instante, intentó alcanzar a los nativos con los golpes de su espada. Los remeros se apartaron en el acto, y el general, llevado por la cólera, se acercó peligrosamente al borde de la calzada. Gracias a Grimes, que lo sujetó en el último momento, el comandante no acabó también en el agua.

——¡Alabado sea Zaltec! —gritó Hoxitil desde lo alto de la Gran Pirámide, lleno de entusiasmo. Si bien no podía ver nada en medio de la lluvia y la oscuridad, sabía que sus guerreros habían conseguido la victoria—. ¡Que su nombre viva por toda la eternidad!

Los mensajeros y los clérigos le trajeron informes acerca de cómo miles de guerreros se habían lanzado contra los extranjeros atrapados en la calzada. Ya no le preocupaba la posibilidad de una fuga. Casi la mitad de los legionarios se encontraban cautivos en el templo.

Sin embargo, esperaba tenerlos a todos por la mañana. Quería reunir a toda la tropa en la pirámide, para ofrecer sus corazones a Zaltec en penitencia por sus crímenes contra el Mundo Verdadero.

Hoxitl también se enorgullecía de que los miembros del culto de la Mano Viperina hubieran sido los primeros en rebelarse y de que, con su ejemplo, hubieran unido a todos los habitantes de Nexal en su lucha para liberarse del yugo del invasor.

¡Estos hombres, con la marca roja de Zaltec tatuada a fuego en sus pechos, eran sus guerreros, y él su comandante!

——¡Los tienen atrapados en el primer puente de la calzada! —le informó Kallict, empapado tras el largo ascenso hasta la cima de la pirámide, bajo el aguacero—. No pueden pasar al otro lado.

——¡Excelente! —exclamó Hoxitl, agitando un puño hacia el cielo—. ¡Los tendremos a todos! ¡Y Zaltec comerá hasta hartarse!

Chitikas
se mantuvo delante de la entrada de la Gran Cueva, a la espera de los humanos. La serpiente emplumada flotaba entre los cuerpos de dos jaguares; no se veía ninguna herida, pero estaban muertos. Halloran no se atrevió ni a imaginar cómo los había matado el
coatl.

——Entremos —dijo. Penetró en la cueva al costado de
Chitikas,
seguido por Erix y Shatil. Poshtli vigilaba la retaguardia.

La entrada daba a un ancho y liso pasillo excavado en la piedra volcánica, aunque no se apreciaban marcas de picos o martillos en las paredes y el suelo.

Una bocanada de gas tóxico envolvió al grupo. Hal se llevó las manos a la cara y entrecerró los ojos. Por fortuna, una súbita corriente de aire fresco despejó el gas.

Chitikas
se adelantó cuando penetraron en una caverna muy amplia de techo abovedado. Un profundo cráter ocupaba el centro del recinto y emitía un resplandor rojizo que parecía latir al variar de intensidad. No podían ver en el interior del pozo, pero la luz los asustó, con sus cambios. La serpiente emplumada se enroscó sobre sí misma.

Están aquí
. Halloran escuchó el mensaje en su mente, aunque
Chitikas
no había hablado.
Los Muy Ancianos. Son invisibles.

La información provocó un escalofrío en Halloran. Sin darse cuenta, apretó con fuerza la empuñadura de su espada. Por la tensión de la mano de Erix, apoyada en su hombro, comprendió que su esposa también había recibido el mensaje.

Chitikas
voló delante de ellos, con la cola apoyada en el suelo, pero con la cabeza a unos tres metros de altura. Se mantenía en el aire con un muy suave batir de alas, mientras inspeccionaba con la mirada hasta el último rincón de la cueva.

De pronto, una luz blanca iluminó la caverna, y, en un movimiento instintivo, Halloran dio un paso atrás.

——
¡Lenguahelada!
—gritó. En el mismo momento, comprendió que Erix y él no eran el blanco del ataque. El cono helado tenía otro destinatario, al que alcanzó de pleno.

——
¡Chitikas!
—gimió Erix. Los compañeros contemplaron horrorizados a la serpiente emplumada, que se desplomó como una piedra. Sus hermosas alas, convertidas en láminas de hielo, estallaron en mil pedazos al chocar contra el suelo. Desprovisto de sus alas, el
coatl
era como cualquier otro miembro de su especie.

En aquel instante, Hal vio aparecer a Darién al otro lado del resplandeciente cráter de fuego. La hechicera, que había abandonado la protección de la invisibilidad para practicar su magia, observó a los intrusos con una débil sonrisa que a Halloran le pareció más siniestra que una mueca de odio y cólera.

No vestía la túnica oscura de siempre. Ahora se la podía ver de cuerpo entero a través de las prendas ribeteadas de oro que apenas preservaban su modestia.

——Mi libro de hechizos —reclamó.

——Lo he traído —contestó Halloran, consciente de que sería inútil mentir. No obstante, su mente trabajaba a marchas forzadas en busca de una salida.

Vieron una serie de destellos a medida que, uno tras otro, iban apareciendo más elfos oscuros, hasta llegar a una docena. Vestían cotas de mallas negras, y todos iban armados con arcos de grandes dimensiones cuyas flechas apuntaban al pequeño grupo.

Entonces, una última figura apareció detrás del caldero, sentada en un gran trono de piedra. Se trataba de un drow muy viejo, y en su rostro, que parecía una calavera, se reflejaba una expresión fría y distante. Sin duda era el jefe de los elfos oscuros.

Desesperado por la necesidad de ganar tiempo, Hal rebuscó en su mochila y sacó, sin prisa, el grueso volumen encuadernado en cuero.

——Esperad —dijo, lentamente. Los habían pillado en una trampa mortal, y sabía que, en cuanto Darién recuperara su libro, los matarían a todos.

De pronto, en un movimiento que sorprendió incluso a Erix, que tenía una mano apoyada en su hombro, dio un salto como quien se zambulle, y, en un abrir y cerrar de ojos, resbaló por el suelo y se detuvo antes de que los arqueros pudieran disparar sus flechas.

Halloran permaneció tumbado en tierra, con los brazos extendidos, sosteniendo el libro encima mismo del caldero. Un palmo más abajo, las llamas del Fuego Oscuro se retorcían como serpientes. No tenía más que abrir los dedos, y el valioso libro desaparecería para siempre.

——Ahora —añadió Halloran con voz pausada—, negociemos.

——¡Matadlo! —ordenó el Antepasado, que abandonó su trono para señalar al legionario.

——¡Espera! —siseó Darién. La hechicera albina se volvió hacia Halloran—. Di qué quieres.

«¡Piensa! ¡Piensa en cualquier cosa, lo que sea! —se dijo a sí mismo—. ¡Tienes que ganar tiempo!»

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