Escupiré sobre vuestra tumba (12 page)

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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

La noche era húmeda y fría. El invierno empezaba a hacerse notar, pero yo tenía el abrigo en la maleta. ¡Dios mío, nunca había pasado tanto frío! Iba mirando los indicadores, pero el camino no era complicado. De vez en cuando había una estación de servicio y cuatro o cinco casuchas, y luego otra vez la carretera. Algún animal salvaje, frutales o campos, o a veces nada.

Pensaba tardar dos horas en recorrer los ciento sesenta kilómetros. En realidad son ciento sesenta y cuatro o ciento sesenta y cinco, más el tiempo que se pierde en salir de Buckton y el tiempo de dar vueltas al jardín cuando llegara. Me planté en casa de Lou en poco más de hora y media. Le había exigido al Nash todo lo que podía darme. Pensé que Lou debía de estar ya lista, y en consecuencia crucé la verja, me acerqué lo más posible a la casa e hice sonar la bocina tres veces. Al principio no oí nada. De donde estaba no veía su ventana, pero no me atrevía a bajar del coche y no quería volver a tocar la bocina, para no dar la alarma.

Me quedé allí esperando y me di cuenta de que me temblaban las manos cuando encendí un cigarrillo para calmar mis nervios. Lo tiré a los dos minutos y estuve dudando un buen rato antes de volver a tocar la bocina tres veces. Finalmente, cuando ya me disponía a bajar del coche, adiviné que estaba por llegar. Me volví y la vi que se acercaba.

Iba sin sombrero y con un abrigo de un color claro y llevaba como único equipaje una bolsa de cuero marrón que parecía a punto de estallar. Subió y se sentó a mi lado sin decir palabra. Me incliné sobre ella para cerrar la puerta, pero no intenté besarla. Estaba tan impenetrable como la puerta de una caja fuerte.

Arranqué y giré para volver a la carretera. Lou miraba fijo al frente. Yo la miraba a ella por el rabillo del ojo, y pensaba que una vez fuera de la ciudad las cosas irían mejor. Hice otros ciento sesenta kilómetros a todo gas. Se empezaba a notar que el sur no estaba ya tan lejos. El aire más seco y la noche no tan oscura. Pero aún tenía que tragarme ochocientos o novecientos kilómetros más.

No me sentía capaz de estar al lado de Lou sin decirle nada. Y su perfume había invadido el coche entero, lo que, en cierto modo, me excitaba terriblemente, porque la recordaba de pie en su habitación con las bragas hechas pedazos y sus ojos de gato, y suspiré fuerte para que se diera cuenta. Pareció despertarse, o, de alguna manera, volver a la vida, e intenté dar a la atmósfera un poco más de cordialidad, porque la situación seguía siendo un poco tensa.

—¿No tienes frío?

—No.

Se estremeció, lo que la puso aún de peor humor. Pensé que estaba representando una especie de escena de celos, pero yo estaba ocupado conduciendo el coche, y con sólo palabras no iba a ir muy aprisa en arreglar la cosa, si ella ponía tal mala voluntad. Levanté una mano del volante y rebusqué en la guantera. Saqué una botella de whisky y la dejé sobre sus rodillas. Había también un vaso de baquelita. Lo cogí y lo dejé junto a la botella, luego cerré la guantera y puse la radio. Tendría que habérseme ocurrido antes, pero es que, decididamente, me sentía incómodo.

Lo que me atormentaba era la idea de que aún estaba todo por hacer. Afortunadamente, ella cogió la botella, la destapó, se sirvió un vaso y se lo bebió de un trago. Yo tendí la mano. Ella volvió a llenar el vaso y volvió a vaciarlo de un trago. Sólo entonces me sirvió a mí. Ni me enteré de lo que bebía, y le devolví el vaso. Lo volvió a meter todo en la guantera, se relajó un poco en su asiento y se desabrochó los dos botones del abrigo. Llevaba un traje sastre bastante corto, con las solapas muy anchas. Se desabrochó también la chaqueta. Debajo llevaba un jersey amarillo limón encima mismo de su piel desnuda, y por razones de seguridad me obligué a mirar a la carretera.

Ahora el coche olía a su perfume y a alcohol, y un poco a tabaco, un olor de los que se te suben a la cabeza. Pero dejé las ventanillas cerradas. Seguimos sin hablarnos durante media hora y entonces ella volvió a abrir la guantera y se tomó dos vasos más. Ahora tenía calor y se quitó el abrigo. Durante la operación hizo un movimiento acercándose a mí, y yo me incliné un poco y la besé en el cuello, justo debajo de la oreja. Se alejó bruscamente y se volvió para mirarme. Y entonces se echó a reír. Me parece que el whisky empezaba a hacer su efecto. Conducí otros ochenta kilómetros en silencio, y luego la ataqué, ya de forma definitiva.

—¿No te encuentras bien?

—Yo, bien —dijo, con lentitud.

—¿No te apetece salir con tu amigo Lee?

—¡Que estoy bien!

—¿No tienes ganas de ir a ver a tu hermana?

—No me hables de mi hermana.

—Es buena chica.

—Sí, y jode bien, ¿no?

Me quedé de una pieza. Si me lo hubiera dicho otra, Judy, Jicky, B. J. o quien fuera, ni le habría prestado atención, pero Lou… Se dio cuenta de mi asombro y se echó a reír estrepitosamente.

Cuando reía, se notaba que había bebido.

—¿No se dice así?

—Sí —asentí—. Exactamente así.

—¿Y no es esto lo que hace Jean?

—No lo sé aún.

Se rió otra vez.

—No te esfuerces, Lee. Ya no soy tan niña como para creer que los niños se tienen por besarse en la boca.

—¿Quién ha hablado de niños?

—Jean espera un bebé.

—¿Te has vuelto loca?

—Te aseguro, Lee, que no vale la pena que sigas. Yo sé lo que sé.

—No me he acostado con tu hermana.

—No poco.

—No lo he hecho, y aunque lo hubiera hecho, no espera ningún niño.

—¿Y entonces por qué está siempre mala?

—También se puso mala en casa de Jicky y yo no le había hecho ningún hijo. A tu hermana lo que le pasa es que tiene el estómago delicado.

—¿Y el resto? ¿El resto no es delicado?

Y la emprendió a puñetazos conmigo. Yo escondí la cabeza entre los hombros y aceleré. Me golpeaba con todas sus fuerzas; no es que fuera gran cosa, pero de todos modos se notaba. A falta de músculos, tenía nervios, y un buen entrenamiento de jugar al tenis. Cuando se detuvo, me sacudí.

—¿Estás mejor?

—Me encuentro perfectamente. Y Jean, ¿se encontraba bien después?

—¿Después de qué?

—Después de que la hubieras jodido.

Seguramente le producía un placer considerable repetir esa palabra. Si en aquel momento le hubiera pasado la mano por la entrepierna, estoy seguro de que habría tenido que secarme.

—¡Oh, ya lo había hecho otras veces! —repliqué.

Se desencadenó una nueva avalancha.

—Eres un cerdo mentiroso, Lee Anderson.

Jadeaba por el esfuerzo y seguía con la mirada fija en la carretera.

—Creo que me gustaría más joderte a ti —le dije—. Hueles mejor que Jean y tienes más pelos en el coño que ella. Pero Jean jode bien. La echaré de menos cuando la hayamos eliminado.

No se movió. Lo encajó igual como había encajado el resto. Yo tenía un nudo en la garganta, y de momento me quedé como deslumbrado, porque empezaba a darme cuenta.

—¿Lo haremos en seguida —murmuró Lou—, o esperaremos a después?

—¿Haremos qué? —inquirí.

Me costaba hablar.

—¿Me vas a joder…? —dijo en voz tan baja que, más que oírla, adiviné lo que decía.

Ahora yo estaba tan excitado como un toro, casi me dolía.

—Primero tenemos que hacerla desaparecer… —respondí.

Lo hice sólo para ver si de verdad la tenía en mis manos.

—No quiero —dijo ella.

—¿Tanto quieres a tu hermana, eh? ¡Te echas atrás!

—No quiero esperar…

Por fortuna para mí, vi una estación de servicio y detuve el trasto. Tenía que pensar en otra cosa, si no iba a perder mi sangre fría. Me quedé sentado y le dije al tipo que me llenara el depósito. Lou abrió la puerta y saltó a tierra. Murmuró unas palabras y el hombre le indicó la barraca. Desapareció en aquella dirección y regresó al cabo de diez minutos. Aproveché para hinchar el neumático que estaba un poco bajo y para pedirle al tipo que me trajera un sandwich que no pude comerme.

Lou volvió a subir al coche. El hombre ya me había cobrado y se había vuelto a dormir. Puse otra vez en marcha el coche y comencé a conducir a tumba abierta durante una o dos horas más. Lou había dejado de moverse. Parecía dormir; yo me había calmado por completo cuando, de repente, se incorporó, abrió la guantera y esta vez se tomó tres vasos, uno tras otro.

Yo no podía verla moverse sin excitarme de nuevo. Intenté seguir conduciendo, pero quince kilómetros más adelante detuve el coche a un lado de la carretera. Era aún de noche; sin embargo, se empezaba a sentir la llegada del alba, y en aquel lugar no hacía viento. Algunos árboles y arbustos. Habíamos pasado por una ciudad media hora antes, más o menos.

Después de poner el freno de mano cogí la botella y me aticé un buen trago, y luego le dije que se bajara. Abrió la puerta, cogió su bolso y yo la seguí; iba hacia los árboles, y cuando llegamos a ellos se detuvo y me pidió un cigarrillo; me los había dejado en el coche. Le dije que me esperara; ella empezó a revolver en su bolso para ver si encontraba, pero yo ya me había marchado y fui corriendo hasta el coche. Cogí también la botella. Estaba casi vacía, pero llevaba otras en el portaequipajes.

Cuando volví me costaba caminar y empecé a desabrocharme antes de llegar adonde estaba ella; en aquel momento vi el resplandor del disparo, y, en el mismo instante, tuve la sensación de que mi codo izquierdo estallaba; el brazo se me quedó inerte a lo largo del tórax; si no llego a estar acicalándome, me mete la bala en los pulmones.

Todo esto lo pensé en un segundo; al segundo siguiente estaba encima de ella y le retorcía la muñeca, y luego le apliqué un puñetazo en la sien, con todas mis fuerzas, porque estaba intentando morderme; pero me encontraba en mala posición y sufría como un condenado. Lo encajó y se cayó al suelo, donde quedó inmóvil; pero esto no me bastaba. Recogí el revólver y me lo metí en el bolsillo. No era más que un 6,35, como el mío, pero la mala puta tenía puntería. Volví al coche corriendo. Me sostenía el brazo izquierdo con la mano derecha, y debía de hacer muecas peores que las de una máscara china, pero estaba tan furioso que no me daba cuenta de lo que me dolía.

Encontré lo que buscaba; una cuerda, y volví sobre mis pasos. Lou empezaba a moverse. Yo no disponía más que de una mano para atarla y me costó, pero una vez hube terminado me puse a abofetearla; le arranqué la falda, le desgarré el jersey y la abofeteé de nuevo. Tuve que sujetarla con la rodilla mientras intentaba quitarme la maldita chaqueta, pero sólo conseguí desabrocharla. Había ya un poco de luz; pero buena parte de su cuerpo se encontraba precisamente en la sombra más oscura del árbol.

Entonces quiso hablar y me dijo que no la iba a conseguir tan fácilmente, y que acababa de telefonear a Dex para que éste llamara a la poli, y que desde que yo había hablado de eliminar a su hermana pensaba que yo era un crápula. Me eché a reír y también ella se permitió una especie de sonrisa, y entonces le arreé un puñetazo en la mandíbula. Tenía el pecho duro y frío; intentando mantener el dominio de mí mismo, le pregunté por qué había disparado contra mí; me contestó que yo era una mierda de negro, que Dexter se lo había dicho, y que se había venido conmigo para advertírselo a Jean, y que me odiaba como nunca había odiado a nadie.

Me volví a reír. Los latidos de mi corazón eran como golpes de martillo de forja y me temblaban las manos, y el brazo me sangraba mucho; un líquido viscoso me resbalaba por el antebrazo.

Entonces le repliqué que los blancos habían matado a mi hermano, y que yo iba a ser más duro de pelar, pero que ella, pasara lo que pasase, la pringaba, y le apreté un pecho hasta que estuvo a punto de desmayarse, pero no dijo ni pío. La abofeteé a muerte. Había abierto los ojos de nuevo. Empezaba a clarear y se los veía brillar de lágrimas y de rabia. Me incliné hacia ella; creo que relinchaba como una especie de bestia, y ella se puso a chillar. Le mordí de lleno en la entrepierna. Me quedó la boca llena de sus pelitos negros y duros; aflojé un poco y volví a empezar más abajo, donde era más tierno. Nadaba en su perfume, hasta allí llevaba, y apreté los dientes. Intenté taparle la boca con la mano, pero chillaba como un cerdo, con unos gritos que ponían la carne de gallina. Entonces apreté los dientes con todas mis fuerzas y me metí hasta el fondo. La sangre meaba en mi boca y ella se retorcía a pesar de las cuerdas. Yo tenía la cara llena de sangre y me eché un poco atrás, hasta quedar de rodillas. En mi vida había oído a una mujer chillar así; de repente, me di cuenta de que me corría en los calzoncillos; fue una sacudida como no la había sentido nunca, pero tuve miedo de que viniera alguien. Encendí una cerilla y vi que sangraba a chorro. Entonces me puse a golpearla, al principio sólo con el puño derecho, en la mandíbula, oía cómo se le iban quebrando los dientes y seguía golpeando, quería que dejara de gritar. Pegué más fuerte y luego recogí su falda, se la metí en la boca y me senté encima de su cabeza. Se revolvía como una lombriz. Nunca hubiera imaginado que tuviera tanto apego a la vida; hizo un movimiento tan violento que pensé que el antebrazo izquierdo se me desgajaba; me di cuenta de que estaba tan fuera de mí que la habría despellejado; entonces me levanté para rematarla a patadas y le puse el zapato en la garganta y me apoyé con todo mi peso. Cuando dejó de moverse sentí que me corría otra vez. Ahora me temblaban las rodillas, y tenía miedo de desvanecerme.

CAPÍTULO XIX

Hubiera tenido que ir por el pico y la pala y enterrarla allí mismo, pero tenía miedo de la policía. No quería que me cogieran antes de haber liquidado a Jean. Seguro que era el chico el que ahora me guiaba; me arrodillé ante Lou. Deshice la cuerda que le ataba las manos; había surcos profundos en las muñecas, y era fláccida al tacto como lo son los muertos cuando están muertos; ya los pechos habían perdido su turgencia. No le quité la falda de la cara. No quería verle más la cara, pero le cogí el reloj. Necesitaba algo que le perteneciera.

Me acordé de repente de mi cara y corrí al trasto. Me miré en el retrovisor y comprobé que la cosa tenía fácil arreglo. Me lavé con un poco de whisky; ya no me sangraba el brazo; conseguí sacarlo de la manga y atármelo al torso con mi pañuelo y un trozo de cuerda. Se me saltaban las lágrimas del daño que me hacía, porque tuve que doblarlo; finalmente lo logré con la ayuda de una segunda botella que saqué del maletero. Había perdido ya demasiado tiempo, y el sol no tardaría en aparecer. Cogí el abrigo de Lou del coche y se lo eché por encima, no quería llevarlo conmigo. No sabía dónde tenía las piernas, pero me temblaban un poco menos las manos.

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