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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Espadas de Marte

 

En Espadas de Marte, octava novela de la serie de John Carter de Marte, el protagonista abandona su rango y privilegios para infiltrarse en la no muy leal ciudad de Zodanga, y, de ese modo, enfrentarse a una poderosa hermandad de asesinos. Pero en la ciudad le aguardan no pocos enemigos y algunas sorpresas que lo conducirán a un destino lejano e imprevisto.

Edgar Rice Burroughs (1875-1950), es el gran clásico de la Ciencia-Ficción aventurera. Aunque es conocido fundamentalmente por la serie de Tarzán y sus innumerables adaptaciones cinematográficas, es creador de otros ciclos, como el de Pellucidar. que recrea una humanidad prehistórica en el centro de la Tierra, o el de Carson Napier, que se desarrolla en el Venus clásico de los bosques jurásicos y las princesas cautivas. Sin embargo, para el lector de Ciencia-Ficción, su creación más lograda es la serie de John Carter de Marte, que narra las aventuras de un caballero virginiano del siglo XIX en un Marte moribundo hecho para el combate y la aventura.

Edgar Rice Burroughs

Espadas de Marte

Ciclo John Carter 8

ePUB v1.0

OZN
23.05.12

Título original:
Swords of Mars

Edgar Rice Burroughs, 1931.

Traducción: R. Goicoechea

Ilustraciones: Michael Whelan

Diseño/retoque portada:LaNane

Editor original: OZN (v1.0 a v1.x)

Corrección de erratas:

ePub base v2.0

Prólogo

La luna había aparecido por encima del borde del cañón cercano a las fuentes del Pequeño Colorado. Bañaba con una luz tenue los cauces que bordeaban la ribera del pequeño torrente de la montaña y los álamos, bajo los cuales se encontraba la pequeña cabaña donde yo llevaba varias semanas acampado en las Montañas Blancas de Arizona.

Me encontraba en el porche de la pequeña cabaña, disfrutando de la suave belleza de la noche de Arizona y, al contemplar la paz y serenidad de la escena, me parecía imposible que sólo unos pocos años atrás el fiero y temible Jerónimo hubiera estado en este mismo lugar, delante de esta misma cabaña, o que, generaciones atrás, una raza ahora extinguida hubiese poblado aquel cañón aparentemente desierto.

Había buscado en sus ciudades en ruinas el secreto de su origen y el aún más extraño secreto de su extinción. ¡Cómo me gustaría que aquellos desmoronados acantilados de lava pudieran hablar y contarme todo lo que habían presenciado desde que brotaron como arroyos incandescentes de los fríos y silenciosos cráteres que salpicaban la meseta que se alzaba más allá del cañón!

Mis pensamientos volvieron de nuevo a Jerónimo y a sus feroces guerreros, y estas erráticas cavilaciones me hicieron recordar al capitán John Carter de Virginia, cuyo cuerpo inerte había descansado durante diez largos años en una cueva olvidada de unas montañas situadas no muy lejos de aquí, hacia el sur…, la cueva donde se había escondido de sus perseguidores apaches.

Siguiendo la senda de mis pensamientos, escudriñé los cielos con la mirada hasta descubrir el ojo encarnado de Marte brillando en el vacío negro azulado; así pues, Marte estaba presente en mis pensamientos cuando volví a mi cabaña a prepararme para una buena noche de descanso bajo las susurrantes hojas de los álamos, cuya suave e hipnótica nana se entremezclaba con el gorgoteante murmullo de las aguas del Pequeño Colorado.

No tenía sueño, de modo que, una vez desvestido, coloqué una lámpara de petróleo junto a la cabecera de mi camastro y me dispuse a disfrutar de una novela policiaca de asesinatos y secuestros.

Mi cabaña consiste en dos habitaciones. La trasera, más pequeña, es mi dormitorio. La habitación más grande sirve para todo lo demás; es a la vez comedor, cocina y sala de estar. Desde mi camastro no la puedo divisar directamente. Un tabique endeble separa el dormitorio del salón.

No sé si me sugestiono con más facilidad que el resto de la gente; pero el caso es que las historias de misterio, asesinatos y delincuentes siempre me parecen más intensas cuando las leo solo en la tranquila vigilia nocturna.

Acababa de llegar al momento de la historia en que un asesino se arrastraba hacia la víctima de un secuestro, cuando oí que la puerta de entrada se abría y se cerraba, así como el inconfundible golpeteo del metal contra el metal.

Ahora bien, por lo que sabía, nadie acampaba en las fuentes del Pequeño Colorado; y, ciertamente, nadie tenía derecho a entrar en mi cabaña sin llamar antes.

Me senté en mi camastro, y busqué a tientas el Colt 45 automático que guardaba debajo de la almohada.

La lámpara de petróleo iluminaba tenuemente mi dormitorio, pero la mayor parte de su luz se concentraba en mi persona. La habitación exterior se hallaba a oscuras, como pude ver desde mi lecho, inclinándome hacia la puerta.

—¿Quién anda ahí? —pregunté imperativamente, mientras quitaba el seguro de mi automática y deslizaba los pies hacia el suelo. Apagué la lámpara sin esperar la respuesta.

Una tenue risa llegó desde la habitación vecina.

—Es una suerte que tus paredes estén llena de rendijas —dijo una voz grave—, porque, de no haber sido así, podría haberme metido en problemas. Esa pistola que vi antes de que apagaras la luz resultaba bastante amenazadora.

La voz me resultaba familiar, pero no podía acabar de identificarla.

—¿Quién eres? —quise saber.

—Enciende la lámpara y entraré —contestó mi visitante nocturno—. Si estás nervioso puedes apuntar la pistola hacia la puerta, pero haz el favor de no apretar el gatillo antes de tener la oportunidad de reconocerme.

—¡Maldita sea! —exclamé sin aliento al comenzar a encender otra vez la lámpara.

—¿Aún está caliente el tubo? —inquirió la voz grave desde la otra habitación.

—Muy caliente —contesté cuando al fin logré reemplazar el tubo y encenderla mecha—. ¡Entre!

Permanecí sentado en el borde de mi cama, cubriendo la puerta con mi pistola. De nuevo escuché aquel tintineo metálico, y un hombre apareció en la luz vacilante de mi lámpara, deteniéndose en el umbral. Era un hombre alto, que aparentaba entre veinticinco y treinta años de edad, de ojos grises y pelo negro. Estaba desnudo, excepto por unos arreos de cuero que sostenían armas de apariencia extraterrestre: una espada corta, una espada larga, una daga y una pistola, pero mis ojos no necesitaron inventariar todos estos detalles para reconocerlo. En cuanto lo vi, arrojé a un lado mi pistola y me puse en pie.

—¡John Carter! —exclamé.

—En persona —replicó él, con una de sus extrañas sonrisas.

Nos estrechamos la mano.

—No has cambiado demasiado —dijo él.

—Ni tú tampoco.

Suspiró, y luego sonrió de nuevo.

—Sólo Dios sabe lo viejo que soy. No recuerdo infancia alguna, ni haber tenido nunca otra apariencia que ésta; pero ven —añadió— no debes de quedarte ahí descalzo. Métete otra vez en la cama. Estas noches de Arizona no son nada tibias.

Alcanzó una silla y se sentó.

—¿Qué lees? —preguntó al recoger la revista que había caído al suelo y ver sus ilustraciones—. Parece un relato espeluznante.

—Sólo es una novelita de asesinatos para coger el sueño —expliqué.

—¿No tienen ya bastante de esto en la Tierra, que necesitan leer más para entretenerse? —preguntó—. En Marte nos basta con los de verdad.

—Es una expresión del interés generalizado por lo morboso y lo terrible. En realidad, no encuentro justificación, pero el caso es que estos cuentos me gustan. Sin embargo, acabo de perder todo interés en éste. Quiero que me hables de Dejah Thoris, de Carthoris y de lo que te ha traído aquí. Hace años que no venías. Había perdido toda esperanza de volverte a ver.

Asintió con la cabeza, creo que con algo de melancolía.

—Es una larga historia, una historia de amor y de lealtades, de odio y de crímenes, una historia de espadas ensangrentadas, de extraños lugares y pueblos, en un mundo extraño. Vivirla podía haber enloquecido a un hombre más débil que yo, ¡que a uno le despojen de su amor sin que pueda saber qué ha sido de ella!

No necesitaba preguntar a quién se refería. Sólo podía ser la incomparable Dejah Thoris, princesa de Helium y consorte de John Carter, Señor de la Guerra de Marte. La mujer por cuya belleza inmortal un millón de espadas habían teñido de rojo el planeta moribundo.

Durante largo tiempo, John Carter permaneció sentado en silencio contemplando el suelo. Yo sabía que sus pensamientos estaban a cuarenta y tres millones de millas de distancia, y no pensaba interrumpirlos.

—La naturaleza humana es similar en todas partes —dijo finalmente, señalando la revista que se encontraba sobre mi camastro—. Creemos que nos gusta olvidar las tragedias de la vida, pero no es así. Si por un momento nos evitan y nos dejan en paz, siempre intentamos invocarlas de nuevo, ya en nuestros pensamientos, ya a través de medios como éste que has adoptado tú. De la misma forma que tú encuentras un placer macabro al leer esto, yo encuentro un placer macabro acordándome de lo que pasó.

«Pero mis recuerdos de aquella gran tragedia no son todos tristes. Hubo muchas aventuras, muchos nobles combates y, finalmente… pero quizás te guste escuchar la historia».

Respondí afirmativamente, y así fue cómo me contó la historia que he escrito a continuación con sus propias palabras, con toda la fidelidad que mi memoria me permite.

CAPÍTULO I

Rapas, el Ulsio

A más de mil novecientas millas al este de las Ciudades Gemelas de Helium, aproximadamente 30 grados de latitud sur y 172 grados de longitud este, se encuentra Zodanga. Siempre ha sido un semillero de sedición desde el día en que conduje contra ella a las feroces hordas verdes de Thark, reduciéndola e incorporándola al Imperio de Helium.

En el interior de sus amenazadoras murallas viven muchos zodanganos, quienes no sienten ninguna lealtad hacia Helium, e, igualmente, se han ido reuniendo allí muchos descontentos de todo el gran imperio gobernado por Tardos Mors, Jeddak de Helium. A Zodanga han emigrado no pocos de los enemigos personales y políticos de la casa de Tardos Mors y de su yerno John Carter, príncipe de Helium.

Visito la ciudad con la menor frecuencia posible, ya que no siento simpatía alguna ni por ella ni por sus habitantes, pero mis obligaciones me llevan allí de vez en cuando, principalmente porque es el cuartel general de uno de los gremios de asesinos más poderosos de Marte.

Mi tierra de nacimiento ha sido maldecida con sus malhechores, sus asesinos y sus secuestradores, mas éstos constituyen tan solo una ligera amenaza en comparación con las eficientísimas organizaciones que florecen en Marte. Aquí el asesinato es una profesión, el secuestro, una de las bellas artes. Cada uno tiene sus gremios, sus costumbres y sus códigos de ética; y sus ramificaciones se han extendido de tal forma que, actualmente, parecen arraigadas en toda la vida social y política del planeta.

Durante años he intentado extirpar este nocivo organismo pero el trabajo parece ser ingrato y sin esperanzas. Atrincherados tras unas antiquísimas murallas de tradición y hábito, ocupan una posición en la conciencia pública que les otorga cierta aureola de romanticismo y honor.

Los secuestradores no tienen muy buena fama, pero entre los más notorios asesinos hay hombres que gozan de la misma posición en la estima de las masas que nuestros héroes del ring o del béisbol.

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