—¿Sois vosotros mi pueblo? —les preguntó cuando se apretujaron en torno a él—. Nunca más volveré a ser gladiador. Antes moriré. ¿Sois vosotros mi pueblo?
Los ojos de algunos se llenaron de lágrimas, y se apretujaron aún más en torno a él. Unos estaban más asustados que otros, pero él les transmitió a todos una pequeña porción de gloria, lo que era maravilloso que pudiera hacer.
—Ahora debemos ser camaradas —dijo—, y ser todos como una persona, y en el pasado, la gente de mi pueblo, tal como oí contarlo, cuando salía a luchar, iba por su propia voluntad, no como van los romanos, sino por su propia voluntad, y si alguno no quería luchar, se iba y nadie se preocupaba por él.
—¿Qué es lo que haremos? —gritó alguien.
—Saldremos y lucharemos, y lucharemos bien, porque somos los mejores luchadores del mundo.
De pronto su voz se elevó de tono, y el contraste entre sus suaves maneras de antes les traspasó y se apoderó de ellos; su voz era exaltada y estentórea, y es seguro que los soldados que se hallaban en el exterior lo oyeron gritar.
—Combatiremos en parejas de tal manera que Roma mientras exista, no pueda olvidar jamás a los gladiadores de Capua.
Llega un momento en que los hombres deben hacer lo que tienen que hacer y Varinia lo sabía, y estaba orgullosa y poseída de algo parecido a la felicidad que nunca había experimentado antes; se sentía orgullosa y llena de una alegría singular, porque tenía a un hombre como no había otro igual en el mundo entero. Ella conocía a Espartaco; a su debido tiempo todo el mundo lo conocería, pero no precisamente en la forma en que ella lo conocía. Sabía, de un modo u otro, que aquello era sólo el comienzo de algo inmenso e inacabable, y que su hombre era benévolo y puro y que no había otro igual a él.
—Primero los soldados —dijo Espartaco.
—Somos cinco contra uno y es posible que huyan.
—No huirán —respondió con ira—. Vosotros debéis saber eso de los soldados, que no huirán. O nos matan a nosotros o los matamos a ellos, y si los matamos, vendrán otros. ¡Los soldados de Roma no se acaban nunca!
Cuando ellos lo miraron en la forma en que lo hicieron, él les dijo:
—Pero tampoco se acaban nunca los esclavos.
Entonces comenzaron a prepararse muy rápidamente. Tomaron los cuchillos de los entrenadores y cogieron de la cocina todo cuanto podía servir como arma, los cuchillos y las hachas y los asadores y los tenedores de asar y las manos de mortero, especialmente las manos de mortero, que se las utilizaba para moler los granos para el potaje y de las que había por lo menos veinte, y que consistían en una vara de madera con una pesada masa en un extremo, también de madera, y podían ser usadas tanto como cachiporras como armas arrojadizas. También se apoderaron de la leña para el fuego y un hombre se hizo un hueso a falta de otra cosa, y las tapas de las cacerolas usaron como escudos. Sea como fuere, tenían armas y entonces, seguidos por las mujeres, derribaron las grandes puertas del cuarto del rancho y salieron a luchar.
Habían procedido muy rápidamente, pero no lo suficiente como para sorprender a los soldados. Los dos que estaban de guardia los habían prevenido y tuvieron tiempo de sobra para ponerse las armaduras y formar en cuatro manípulos de diez, y allí estaban ahora en formación en la otra orilla del arroyo, cuarenta soldados, dos oficiales y una docena de entrenadores, armados como iban armados los soldados, pesadamente, con espada, escudo y lanza. Así pues, eran cincuenta y cuatro hombres. Poderosamente armados, enfrentaban a doscientos gladiadores desnudos y casi sin armas. Eran bandos desiguales, pero las mejores posibilidades estaban del lado de los soldados, y éstos eran soldados romanos contra quienes nada en el mundo había que pudiera oponerse. Tomaron las lanzas por el asa y avanzaron en fila doble, un manípulo tras el otro. Las órdenes de los oficiales se oyeron claras y firmes en la brisa mañanera y se lanzaron hacia delante, cual una escoba, para limpiar de basura su camino. Sus pies calzados con altas botas de cuero chapotearon en el agua del arroyo. Las flores silvestres quedaron aplastadas a los lados mientras subían por la orilla, y de todas partes los demás esclavos acudieron y se congregaron en grupos para ver el increíble hecho que estaba ocurriendo. Los terribles pilos empuñados hacia atrás con los brazos doblados hacían brillar sus puntas de hierro bajo la luz del sol, y por lo que el poderío romano significaba —aun aquella modesta ramificación del poderío romano que representaban los cuatro manípulos— los esclavos deberían haberse dispersado y huido cual polvo en medio del viento.
Pero en ese momento el poderío romano se hallaba acorralado y Espartaco asumió el mando. No hay definición clara de un hombre que conduce a otros hombres; el liderazgo es algo excepcional e intangible, y más aún cuando no está respaldado por el poder y la gloria, cualquiera puede dar órdenes, pero darlas de modo que otros la acepten es una cualidad y ésa era la cualidad de Espartaco. Ordenó a los gladiadores que se desplegaran y ellos se desplegaron. Les ordenó que formaran un amplio círculo en torno a los manípulos y ellos formaron el círculo. Entonces los cuatro manípulos que estaban a la carga aminoraron el paso. La indecisión se apoderó de ellos Se detuvieron. No hay soldado sobre la tierra que pueda igualar el paso de un gladiador, para quienes la vida era sinónimo de velocidad y la velocidad era vida, y excepción hecha de sus taparrabos, aquellos gladiadores estaban desnudos, mientras que los soldados romanos de infantería soportaban el peso enorme de sus espadas, lanzas, escudos, cascos y armadura. Los gladiadores formaron a la carrera un amplio círculo, de unos ciento cuarenta metros de diámetro, en el centro del cual quedaron los manípulos, volviéndose a un lado y al otro, empuñando los pilos, que resultaban inútiles a una distancia superior a veintiocho metros. La lanza romana podía ser arrojada sólo una vez; había que arrojarla y luego era preciso acercarse. Pero, en este caso, ¿a quién había que arrojársela?
En ese momento, con asombrosa claridad, Espartaco descubrió su táctica, todo el conjunto de las tácticas de los años futuros. Con su vista interior vio, rápida y vívidamente, la lógica de todos los relatos acerca de ejércitos que se habían lanzado contra esas puntas de hierro de Roma, para ser aplastados bajo el enorme peso de la lanza romana y ser cortados luego en pedazos con la espada romana, que era corta y muy afilada. Pero la disciplina de Roma y el poder de Roma se encontraban en ese momento impotentes y desamparados en medio de un círculo de gladiadores casi desnudos, vociferantes, lanzando maldiciones, desafiantes.
—¡Piedras! —gritó Espartaco—. ¡Piedras!... ¡Las piedras lucharán por nosotros! —Corrió en torno al círculo, veloz sobre las puntas de sus pies, ágil en sus movimientos, con naturalidad—. ¡Lanzad piedras!
Y bajo la afrenta de las piedras, los soldados se arrojaron al suelo. El aire se llenó de piedras voladoras. Las mujeres se unieron al círculo; los esclavos del servicio doméstico se les unieron también y lo mismo hicieron los esclavos que estaban en los jardines. Los soldados se refugiaron bajo sus pesados escudos, pero eso dio a los gladiadores la oportunidad de lanzarse sobre ellos, herirlos con sus armas, y escapar. Un manípulo cargó contra el círculo y arrojó las lanzas. Un solo gladiador cayó bajo la terrible arma, pero los demás se arrojaron sobre el manípulo, lo obligaron a lanzarse al suelo y mataron a los soldados prácticamente sólo con las manos. Los soldados se replegaron. Dos manípulos formaron un círculo, y aun cuando solamente quedaban en pie unos cuantos, bajo la lluvia de piedras, y hasta cuando los gladiadores cayeron sobre ellos cual manada de lobos, lucharon hasta que murieron. El cuarto manípulo trató de abrirse paso a través del círculo y escapar, pero diez hombres eran insuficientes para esa táctica, y fueron arrojados al suelo y allí fueron muertos; igual suerte tuvieron los entrenadores; dos de ellos, que pedían clemencia, fueron muertos por las mujeres, que los golpearon con piedras hasta darles muerte.
Aquella extraña y violenta escaramuza, que había comenzado en el cuarto del rancho, se extendió por los terrenos de la escuela y llegó hasta el camino que conducía a Capua, donde había sido abatido y muerto el último soldado, y a lo largo de este recorrido había gran número de muertos y heridos, entre ellos, cincuenta y cuatro muertos que eran romanos y entrenadores, y muchos más que eran gladiadores.
Y sin embargo, era sólo el comienzo. Lleno de gloria, ensangrentado con ella y alborozado con ella, pero se trataba tan sólo del comienzo... Y ahora, mientras permanecía en la carretera, Espartaco podía ver las murallas de Capua a la distancia, neblinosa ciudad dorada en la dorada bruma de antes del mediodía, y podía oír el redoble de los tambores de la guarnición. Ahora ya no habría descanso, porque las cosas seguirían ocurriendo y las palabras iban con el viento, y en Capua había muchos soldados en la guarnición. El mundo entero había estallado. Mientras estuvo allí, sobre la ruta pavimentada, fue arrastrado por poderosas y tumultuosas corrientes y en torno había sangre y muerte, y vio a Crixo, el galo pelirrojo, riendo; a Gannico, entusiasmado; a David, el judío, con sangre en su puñal y vida en los ojos; y al enorme africano prudentemente tranquilo, murmurando su cántico de batalla. Tomó entonces a Varinia en sus brazos. Y otros gladiadores besaban a sus mujeres, levantándolas en sus brazos y riendo con ellas, mientras los esclavos domésticos llegaban corriendo con botas del vino de Baciato. Hasta los heridos olvidaron sus heridas y acallaron sus gemidos de dolor. Y la muchacha germana miró a Espartaco, riendo y llorando a la vez, y le toco el rostro, los brazos y la mano en que tenía su puñal. Comenzaban a vaciarse las botas de vino cuando Espartaco los volvió a la realidad. Podrían haber sido barridos de las paginas de la historia en ese instante, ebrios y entusiastas, ya que los soldados habían comenzado en ese momento la marcha en las puertas de Capua, pero Espartaco los llamó a la razón y los contuvo. Ordenó a Gannico despojar de sus armas a los soldados muertos, y envió a un africano llamado Nordo a ver si se podía entrar al arsenal. Su suavidad había desaparecido y la intensa idea fija de la huida le quemaba como una llama y lo transformaba. Toda su vida había sido para eso, y toda su paciencia la había tenido para preparar aquello. Había esperado durante siglos— había esperado desde que el primer esclavo había sido encadenado y azotado para que cortara leña y trajera agua, y nada en el mundo le haría volverse atrás.
Antes les preguntaba; ahora los mandaba. ¿Quién podía usar armas romanas? ¿Quién había combatido con el pilo? Hizo una formación en cuatro manípulos.
—Las mujeres a un lado —dijo—. No tienen que exponerse. No tienen que combatir.
La furia de las mujeres lo había sorprendido. Era más intensa e iba más allá que la furia de los hombres. Las mujeres querían combatir; con lágrimas en los ojos le pedían que las dejara luchar. Imploraban en procura de los preciosos puñales, y cuando se los negó doblaron sus túnicas y las llenaron con piedras para arrojar.
Cerca de la escuela se extendían los cenagosos y accidentados campos de las fincas rústicas. Los esclavos de los cultivos, viendo que algo terrible, diferente y violento ocurría, corrieron a observar, se reunieron junto a las murallas de piedra en pequeños grupos, aquí y allá, y viéndolos comprendió con claridad, en toda su sencillez, su suerte futura. Llamó al judío David y le dijo lo que tenía que hacer, y el judío corrió hacia los esclavos que trabajaban en el campo. Espartaco no había imaginado mal; las tres cuartas partes de los esclavos del campo llegaron con David. Llegaron corriendo y saludaron a los gladiadores y les besaron las manos. Con ellos traían las azadas, que de pronto habían dejado de ser herramientas para convertirse en armas. En ese instante regresó el africano. No habían podido entrar al gran arsenal; hubieran necesitado por lo menos media hora para lograrlo, pero habían forzado un cofre recién traído que contenía
tridentes
, la larga lanza de tres puntas usada para pescar. Había treinta de tales tridentes y Espartaco los distribuyó entre los
retiari
, y los africanos besaron las armas, las acariciaron, e hicieron ante ellas extraños juramentos en sus extrañas lenguas nativas.
Todo esto había sucedido en muy poco tiempo, pero la necesidad de proceder rápidamente acosaba aún con mayor fuerza a Espartaco. Quería hallarse lejos del lugar, lejos de la escuela, lejos de Capua.
—¡Seguidme! —gritó—. ¡Seguidme!
Varinia permanecía a su lado. Salieron del camino y, cruzando los campos, se internaron en las empinadas colinas.
—Nunca me dejes atrás, Espartaco —dijo Varinia—. Nunca me dejes atrás. —Y agregó—: Soy capaz de luchar como lucha un hombre.
Entonces vieron a los soldados que venían por el camino de Capua. Eran doscientos soldados. Venían en doble fila hasta que advirtieron que los gladiadores se internaban en las colinas. Entonces los oficiales los desviaron en tangente, para así cortarles el paso a los gladiadores, y los soldados cargaron en dirección a los campos. Y más allá, los ciudadanos de Capua se lanzaban fuera de las puertas de la ciudad para presenciar el aplastamiento de la sublevación de esclavos, a presenciar la lucha de parejas sin costo y sin cuartel.
Pudo haber terminado allí o una hora antes o un mes más tarde. Podría haber terminado en cualquiera de un infinito número de lugares. Ya con anterioridad se habían producido fugas de esclavos. Si aquellos esclavos hubieran escapado, tendrían que haberse escondido en los campos o en los bosques; habrían vivido como animales de cuanto hubieran podido robar y de las bellotas del suelo. Uno a uno los habrían cazado y uno a uno los habrían crucificado. No había refugio para los esclavos; el mundo estaba hecho de ese modo. Y cuando Espartaco miraba a los sol dados de la guarnición, conocía ese hecho elemental. No había lugar donde esconderse, ni hueco donde meterse. Al mundo había que cambiarlo.
Se detuvo en su fuga y dijo:
—Lucharemos contra los soldados.
Mucho tiempo después, Espartaco se preguntaba: «¿Quién escribirá de nuestras batallas y de lo que ganamos y de lo que perdimos? ¿Y quién contará la verdad?». La verdad de los esclavos era contraria a la verdad de los tiempos en que vivieron. La verdad era imposible, imposible en todos sus aspectos, no porque no hubiera ocurrido, sino porque lo ocurrido no tenía explicación dentro del contexto de aquellos tiempos. Había más soldados que esclavos y los soldados estaban poderosamente armados; pero los soldados no esperaban que los esclavos lucharan y los esclavos sabían que los soldados iban a luchar. Los esclavos se lanzaron sobre ellos desde las colinas, y los soldados que venían corriendo en orden abierto, que es como corren los hombres después de partir precipitadamente, no pudieron hacer frente a la embestida, tiraron sus lanzas desordenadamente y agachándose trataron de eludir la lluvia de piedras que les arrojaron las mujeres.