Read Esta es nuestra fe. Teología para universitarios Online
Authors: Luis González-Carvajal Santabárbara
Tags: #Religión, Ensayo
Así, pues, ahora podemos —como Jesús de Nazaret— vivir sin miedo a morir y morir sin perder la vida: «Somos el cuerpo de aquella Cabeza en la que se ha realizado ya el objeto de nuestra esperanza»
[13]
.
He aquí el testimonio de un periodista guatemalteco amenazado de muerte:
«Dicen que estoy "amenazado de muerte". Tal vez. Sea ello lo que fuere, estoy tranquilo, porque si me matan, no me quitarán la vida. Me la llevaré conmigo, colgando sobre mi hombro, como un morral de pastor.
A quien se mata se le puede quitar todo previamente, tal como se usa hoy, dicen: los dedos de las manos, la lengua, la cabeza. Se le puede quemar el cuerpo con cigarrillos, se le puede aserrar, partir, destrozar, hacer picadillo. Todo se le puede hacer, y quienes me lean se conmoverán profundamente con razón.
Yo no me conmuevo gran cosa, porque desde niño Alguien sopló a mis oídos una verdad inconmovible que es, al mismo tiempo, una invitación a la eternidad: "No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden quitar la vida".
La vida, la verdadera vida, se ha fortalecido en mí cuando, a través de Pierre Teilhard de Chardin, aprendí a leer el Evangelio: el proceso de la resurrección comienza con la primera arruga que nos sale en la cara; con la primera mancha de vejez que aparece en nuestras manos; con la primera cana que sorprendemos en nuestra cabeza un día cualquiera peinándonos;, con el primer suspiro de nostalgia por un mundo que se deslíe y se aleja, de pronto, frente a nuestros ojos…
Así empieza la resurrección. Así empieza no eso tan incierto que algunos llaman "la otra vida", pero que en realidad no es la "otra vida", sino la vida "otra"…
Dicen que estoy amenazado de muerte. De muerte corporal a la que amó Francisco. ¿Quién no está "amenazado de muerte"? Lo estamos todos, desde que nacemos. Porque nacer es un poco sepultarse también.
Amenazado de muerte. ¿Y qué? Si así fuere, los perdono anticipadamente. Que mi Cruz sea una perfecta geometría de amor, desde la que pueda seguir amando, hablando, escribiendo y haciendo sonreír, de vez en cuando, a todos mis hermanos, los hombres.
Que estoy amenazado de muerte. Hay en la advertencia un error conceptual. Ni yo ni nadie estamos amenazados de muerte. Estamos amenazados de vida, amenazados de esperanza, amenazados de amor…
Estamos equivocados. Los cristianos no estamos amenazados de muerte. Estamos "amenazados" de resurrección. Porque además del Camino y de la Verdad, Él es la Vida, aunque esté crucificada en la cumbre del basurero del Mundo…»
[14]
.
A partir de la resurrección de Jesús se hizo evidente para los discípulos que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hech 4, 12). Empezaron a llamarle «
el
Salvador». No había otro. Y esto da que pensar:
Es verdad que Jesús de Nazaret anunció un Dios que se preocupa de los más desvalidos, ofreció un futuro que llamó Reino de Dios y dio la vida por él. Pero apenas 25 años después el emperador romano Nerón condenó a muerte a Séneca por recordarle insistentemente que debía proceder con mayor justicia y misericordia. ¿Por qué decimos, entonces, que «Jesús nos salva» y no que «Séneca nos salva»?
Más claro todavía: Si habíamos concluido la reflexión sobre el pecado original convencidos de que el hombre, abandonado a sus propias fuerzas, no puede salvarse, y ahora decimos que Jesús nos salva, es imposible eludir este interrogante: ¿Qué relación guarda Jesús de Nazaret con Dios?
En definitiva, estamos frente a la pregunta que Jesús lanzó a los suyos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (Me 8, 27); pregunta que la humanidad lleva siglos respondiendo.
Algunos de sus contemporáneos fueron viendo que era
más
que Abraham (Jn 8, 53),
más
que Moisés (Mt 5),
más
que Jonás (Lc11, 32),
más
que David (Mt 22, 45),
más
que Salomón (Mt 12, 42),
más
que Jacob (Jn 4, 12),
más
incluso que el templo mismo (Mt 12, 6)…
Después de la resurrección, la comunidad cristiana manifestó su entusiasmo asignándole multitud de títulos. El Nuevo Testamento ha recogido más de cincuenta: Hijo del hombre, Señor, Mesías, Cristo, Hijo de David, Siervo de Dios, Salvador, Hijo de Dios, Palabra de Dios… E incluso empezaron a preocuparse por la realidad intradivina de Cristo (Flp 2, 6; Heb 1, 3; Jn 1, 1…).
Había nacido la cristología, es decir, el intento de explicar el misterio de Jesús.
Una vez concluido el Nuevo Testamento, el proceso de profundización cristológica siguió adelante. La difusión del cristianismo en el ámbito de la cultura helenista exigía expresar la originalidad de Jesús de Nazaret en las categorías de la filosofía griega. Y se intentó. El pueblo entero participaba en los debates teológicos con auténtica pasión. Así refleja San Gregorio de Nisa (335-385) las charlas cotidianas de su tiempo:
«Preguntas por el precio del pan y te responden que "el Padre es mayor que el Hijo y el Hijo está subordinado al Padre". Preguntas si el baño está preparado y te responden: "El Hijo fue creado de la nada"»
[1]
.
Tras no pocas vicisitudes, el Concilio de Calcedonia (año 451) concluyó con la conocida fórmula de que en Cristo hay «dos
physis
(dos naturalezas: la divina y la humana)… concurriendo en una sola
prosôpon
(persona) y en una sola
hypostasis
(sustancia)»
[2]
.
A partir de ese momento se detuvo el proceso de reflexión cristológica como si se hubiera tocado techo. El pueblo de Dios, en vez de seguir como hasta entonces reelaborando continuamente su comprensión de Jesús, fosilizó la fórmula de Calcedonia que se ha venido repitiendo hasta hoy, traducida literalmente a las lenguas modernas, como si esa fuera la mejor forma de preservar la verdad.
Por desgracia, ocurre justamente lo contrario. Esa fórmula ha perdido hoy gran parte del valor que tuvo en el siglo V, y esto por las siguientes razones:
1.
El lenguaje es siempre insuficiente:
Ni por una palabra ni por un conjunto de ellas puedo captar totalmente la realidad. Siempe queda una diferencia entre lo que quiero decir y lo que digo, porque hay una fundamental inadecuación e insuficiencia del lenguaje. Y si esto ocurre al hablar de las cosas humanas, mucho más al pretender referirnos a Dios. Suponer que la fórmula de Calcedonia —o cualquier otra por buena que sea— expresa inequívocamente el misterio, es una ingenuidad, como ya dijo bellamente San Agustín:
«Si pudiste comprender algo, te ha engañado tu imaginación. Si pudiste comprenderlo, no es Dios; si en verdad se trata de Dios no lo comprendiste»
[3]
.
2.
Las expresiones sólo son traducibles de manera imperfecta:
Muy bien lo expresa el dicho italiano «traduttore, traditore» (traductor, traidor), y no, naturalmente, por mala fe del que traduce, sino porque las experiencias vitales de cada pueblo que han dado lugar a su lengua son diferentes, y por eso nunca significan lo mismo un término de un idioma y el que suele emplearse para traducirlo a otro.
Por ejemplo, un caucasiano, cuya relación fundamental de ternura se establece con su propia hermana y, en cambio, a su mujer no la visita nada más que en secreto, sin atreverse jamás a aparecer con ella en público
[4]
, no podrá nunca entender lo que significa para un occidental el término «esposa». La traducción de este concepto entre ambas lenguas, más que difícil, es imposible. El idioma tiene tal poder configurante que Heidegger pudo decir con razón que su filosofía no podía ser originalmente formulada nada más que en lengua alemana.
Ya lo hacía notar Ben Sira en el prólogo que escribió en griego para el libro del Eclesiástico:
«No tienen la misma fuerza las cosas expresadas originalmente en hebreo que cuando se traducen a otra lengua. Cosa que no sucede sólo en esto, sino que también la misma Ley, los Profetas, y los otros libros presentan no pequeña diferencia respecto de lo que dice el original» (vv. 21-26).
Lo que para los Padres de Calcedonia significaban expresiones como
physis
,
hypostasis
, etc. es sencillamente irrecuperable para nosotros. Vivimos otra experiencia cultural.
3.
Las palabras van cambiando de sentido:
Con el correr de los siglos, una lengua viva puede llegar a cambiar tanto el significado de sus palabras y proposiciones que acaban significando cosas totalmente diferentes a las originales. Y así se da el caso curioso de que el Papa San Dionisio condenó en el año 260 a los que afirmaban tres
hypostasis en Dios
[5]
, y más tarde la Iglesia acabó defendiendo precisamente eso. La razón es que en poco más de cien años
hypostasis
dejó de ser sinónimo de
physis
y empezó a serlo de
prosôpon
.
Como consecuencia de que la teología actual ha tomado conciencia clara del problema, en vez de repetir rutinariamente la fórmula de Calcedonia, se está esforzando por encontrar nuevas formulaciones capaces de decir al hombre contemporáneo lo que aquel Concilio dijo al hombre del siglo V. Igual que pasó entonces, la búsqueda no está exenta de pasos en falso y de llamadas de atención por parte del Magisterio de la Iglesia. Aquí sólo podremos desbrozar el camino.
Desde luego, intentaremos no perder de vista una intuición fundamental que exigió al Concilio de Calcedonia afirmar simultáneamente la humanidad y la divinidad de Jesús:
— Si Jesús no fuera Dios, sino sólo un hombre (aunque fuera el mejor de todos),
no podría salvar
. San Clemente Romano, allá por el año 150, decía: «Si colocamos a Jesucristo por debajo de Dios no podemos esperar mucho de él»
[6]
. Por eso es obvio que no podemos compartir opiniones como la que sigue:
«Creemos que Jesús ha logrado hacer vibrar la parte más preciosa de los hombres. Eso es todo. Por lo demás poco nos importa creer que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, que ha resucitado, etc. Esto cae, podríamos decir, en el terreno de los lujos metafísicos»
[7]
.
— En segundo lugar, si Jesús fuera Dios, pero no hombre, la capacidad de salvar existiría, pero
no habría llegado a nosotros
.
La dificultad fue siempre cómo afirmar
simultáneamente
lo divino y lo humano en Jesús, porque existía el miedo de que a más divinidad, menos humanidad (y viceversa). Esa fue la piedra de tropiezo de las constantes herejías cristológicas, que alternativamente caían en un extremo o en el otro como cuando oscila el péndulo: los judeocristianos negaron la divinidad y los docetas la humanidad; Arrio disminuyó la divinidad y Apolinar la humanidad, etc., etc.
Quizás hoy estemos en mejores condiciones para afirmar a la vez lo divino y lo humano en Jesús porque las críticas de los humanismos recientes nos han hecho comprender que
Dios no puede anular al hombre
, sino todo lo contrario
[8]
.
Aristóteles cuenta que unos visitantes quedaron tan sumamente decepcionados al ver a Heráclito calentándose junto al fuego que ya no quisieron saber nada más de él. Les parecía que sentir frío era indecente en un filósofo. Pues bien, algo parecido ha ocurrido con Jesús de Nazaret. El Evangelio más antiguo —el de Marcos— hablaba con toda naturalidad del hombre Jesús (lloraba, se sintió solo, se creyó abandonado por su Padre en el Calvario…) pero debieron causar tal malestar en los creyentes semejantes «debilidades» que los escritos posteriores fueron silenciándolas para que Jesús pareciera «más divino».
El proceso no se detuvo ni mucho menos en los escritos del Nuevo Testamento. San Clemente de Alejandría llegó a negar en Cristo… ¡incluso una verdadera digestión y evacuación de la comida!
Fácilmente se ve que así acabamos reduciendo la humanidad de Jesús a una especie de gabán que Dios se pone encima para pasearse «de incógnito» por la tierra
pareciendo
un hombre; pero, naturalmente, de hombre sólo tendría la apariencia
[9]
.
Debemos tener cuidado de no «corregir» al Nuevo Testamento. La carta a los Hebreos afirma rotundamente que Jesús fue «en todo igual a nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15). Y quiero aclarar que, la salvedad de que careció de pecado, en absoluto entraña que Jesús no fuera hombre auténtico. Ocurre precisamente que el pecado no pertenece a la naturaleza humana, sino que es un defecto de la misma. Nadie piensa, por ejemplo, que carecer de la adicción al alcohol o a la droga que caracteriza a muchos hombres es señal de menos humanidad en los restantes, sino, por el contrario, de una humanidad más perfecta.
Dejemos claro, pues, que Jesús
fue un hombre
: «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre»
[10]
. Y digámoslo sin miedo de que después de esto tengamos que recortar su divinidad porque —como dice Boff— «sólo Dios puede ser tan humano»
[11]
.
Y ahora acerquémonos «con temor y temblor» al misterio profundo que se manifestó en
ese hombre
.
Parece claro que Jesús tenía conciencia de su intimidad con Dios:
— En el Antiguo Testamento se atribuyen ciertos milagros a los profetas, pero siempre los hacen «en nombre de Yahveh». En cambio, Jesús los hace en su propio nombre: «A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Me 2, 11); «Joven, a ti te digo, levántate…» (Lc7, 14).
— Junto a (e incluso «en lugar de») la palabra de Dios, Jesús, pone la suya propia: «Habéis oído que se dijo (por Dios) a los antepasados… pues yo os digo…» (Mt 5, 21 y ss.).
— Se arroga el derecho de decir a una persona concreta: «Tus pecados te son perdonados», lo que escandaliza a muchos: «Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» (Mc 2, 7).
— Hace valer unas pretensiones que sólo Dios puede tener respecto a los hombres: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37), «el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 39).