Ryan le dio un último trago a su café, dejó dos billetes de veinte dólares sobre el mostrador y se levantó.
—Gracias, señora, estaba delicioso. Tenemos que irnos a trabajar —gritó en medio del ruido—. Volveré a pasar, si a usted le parece bien. Cocina usted divinamente. —Ryan se dio la vuelta y salió por la puerta principal, detrás del sargento.
Julie fue corriendo hasta el ventanal y vio a los dos hombres subirse en un vehículo militar. Salieron del aparcamiento y se dirigieron hacia la salida del pueblo. Movió la cabeza hacia los lados con gesto de incredulidad al recordar el desparpajo de Ryan, pero sin saber muy bien por qué no pudo reprimir una sonrisa; mientras, el ruido que rodeaba el pueblo era cada vez más fuerte. Julie miró a derecha e izquierda y observó cómo los clientes y los propietarios de varios establecimientos salían a la calle a ver qué era aquello que perturbaba su tranquilo mundo aquel domingo por la mañana.
El personal de las Fuerzas Aéreas que Ryan había dejado en la carretera, a un kilómetro y medio del pueblo, no había parado un instante. A los dos lados de la carretera, cada tres metros, habían colocado luces parpadeantes de color blanco y azul similares a las que se utilizan en los aeropuertos, y que estaban ya en funcionamiento. La zona había sido seleccionada por lo llano del terreno; no había ningún bache demasiado pronunciado y el firme parecía lo suficientemente consistente como para aguantar el enorme peso que iba a soportar. Cuando Ryan y Mendenhall bajaron del coche, un especialista perteneciente al Grupo Evento fue corriendo hacia ellos y les hizo un saludo militar. Ryan devolvió el saludo mientras observaba el cielo. El hombre del equipo de seguridad llevaba un uniforme de combate del Ejército para pasar desapercibido y que nadie hiciera ninguna pregunta acerca de su atuendo.
—¿Todo listo? —quiso saber Ryan.
—Sí, señor, nadie ha penetrado en la zona de aterrizaje hasta el momento. Pero, según informa el helicóptero de reconocimiento Kiowa, hay un coche de la policía del estado que está a unos cinco kilómetros al este y que se dirige hacia aquí por un camino de tierra —respondió el especialista—. Y tres helicópteros vienen por el oeste procedentes de Phoenix. Los Apaches no estarán aquí para interceptarlos, señor. Han salido con destino a Fort Carson y a Fort Hood hace dos horas.
De pronto, el primero de los gigantescos Hércules C-130 surgió del cielo y sobrevoló una pequeña colina a unos trescientos metros de distancia. El enorme C-130 se ladeó bruscamente, su ala izquierda pareció pasar a tan solo unos metros de la cima de la colina; después, se enderezó rápidamente y bajó el morro. Jason nunca había visto antes aterrizar a un avión de combate de las Fuerzas Aéreas. El aparato descendió hasta treinta metros de altitud antes de enderezarse nuevamente. El tren de aterrizaje salió de la parte inferior de la nave y las alas empezaron a coger el aire. El morro del avión volvió a descender y las ruedas chirriaron con un gran estruendo mientras el Herky establecía contacto con el macadán de la calzada calentada por el sol. El ruido aumentó cuando las dieciséis hélices comenzaron a girar en sentido inverso y los alerones se alzaron contra el viento, actuando como frenos de la enorme nave, y consiguieron que redujese la velocidad aún más. La rampa posterior descendió en cuanto el avión tomó tierra y el ruido de los frenos se siguió escuchando hasta que el aparato acabó de detenerse.
Inmediatamente, tropas armadas y bien pertrechadas de la 101 División Aerotransportada bajaron a toda prisa por la rampa. Un hombre con un uniforme de combate de color gris pizarra, idóneo para misiones en el desierto, se acercó adonde estaba Ryan. Traía el mismo casco Kevlar tipo alemán que Ryan había llevado la noche anterior.
—¿Es usted el teniente Ryan? —gritó el hombre para que se le escuchara pese al ruido del avión.
—Sí, señor —contestó Ryan haciendo el saludo militar.
—Soy el teniente coronel Sam Fielding, unidad de reconocimiento de la 101 Aerotransportada —dijo el hombre, devolviendo el saludo—. Le voy a hablar claro, solo se me ha autorizado a traer al diez por ciento de mi personal, me han dicho que por razones de seguridad. Espero que alguien me lo explique.
Los dos se dieron la vuelta cuando los treinta y cinco hombres de la primera unidad salían del Hércules, seguidos por un Humvee que bajó por la rampa a toda velocidad. Por motivos de seguridad la ametralladora de calibre 50 y la lanzadera de misiles iban amarradas con una correa durante el transporte. El avión revolucionó al máximo los cuatro escandalosos motores mientras el piloto accionaba los frenos. A continuación, cuando los motores habían alcanzado su máxima potencia, el piloto soltó los frenos y el Hércules comenzó su andadura. Rápidamente incrementó la velocidad con la ayuda de los ocho cohetes, y antes de recorrer cincuenta metros ya estaba otra vez en el aire, elevándose vertiginosamente hacia el cielo.
—Coronel Fielding, puede usted colocar a sus hombres allí, señor. Aún no conocemos la historia al completo, pero la persona al mando de la misión es el comandante Collins, del Ejército de los Estados Unidos —dijo Ryan, sujetándose el casco de color negro para contrarrestar la propulsión generada por el Hércules al despegar.
—¿Jack? ¿Jack Collins está al cargo de esto? —preguntó el coronel.
—Sí, señor.
El hombre miró alrededor y escupió sobre la calzada.
—Lléveme con él, joven teniente —dijo Fielding—. Si Collins está metido en esto es que hay una buena mierda montada.
Los dos agentes estaban destrozados tras pasar toda la noche en el rancho de Tahchako contando las cabezas de ganado masacradas y tratando de descubrir qué podía haberlos matado.
—Oye, ¿qué es eso? —preguntó Dills.
En medio de la carretera, había dos hombres con rifles al hombro. Iban vestidos de negro y llevaban puestas gorras de béisbol del mismo color.
—No lo sé, pero sospecho que son militares —dijo Wasser desde el asiento del conductor.
Los dos agentes de policía quitaron las correas de las fundas de sus armas automáticas y se detuvieron unos pocos metros delante de los dos hombres que les hacían gestos para que pararan.
Wasser abrió la puerta y salió del coche.
—¿Qué es todo esto? —dijo con voz potente al primer soldado.
—Señor, tenemos un aeroplano a punto de utilizar esta calzada.
—Anda ya —contestó Wasser, sin mostrar demasiada delicadeza. Su sentido del humor se había esfumado con el milésimo pedazo de vaca que se había visto obligado a contar la noche anterior.
—¿Señor? —preguntó el soldado.
—Los aviones no pueden aterrizar en las carreteras estatales, muchacho —remarcó Dills hinchando el pecho.
Los dos soldados se miraron el uno al otro, se retiraron a un lado de la calzada y se arrodillaron sujetándose las gorras.
—¿No me oyes, muchacho? No vamos a permitir que aterricen aviones en esta o en ninguna otra carretera de este estado —dijo Dills mientras el sol de la mañana se reflejaba en sus gafas de espejo.
—Sí, señor, ya lo hemos oído —dijo el primer soldado.
De pronto, los dos agentes estuvieron a punto de perder el equilibrio y tuvieron que sujetarse a las puertas del coche patrulla para no caer de bruces contra el suelo. Sus sombreros salieron volando y cayeron contra el caliente asfalto al mismo tiempo que el inmenso ruido los alcanzaba. El gigantesco C-130 tomó tierra setenta metros delante de ellos, provocando que un vendaval de maleza arrancada y de arena impactara contra los agentes y zarandeara el coche patrulla.
Después del turno de noche más extraño de su vida, el agente Dills había llegado a un punto en el que se sentía incapaz de asimilar ninguna cosa más de las que le sucediera.
—¡Por Dios, a ver cómo explico esto en el informe! —gritó Wasser.
Dills se había vuelto a meter en el coche patrulla, tratando de abstraerse de todo aquello y de dar por finalizada la jornada de trabajo.
El helicóptero de
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se dirigía al lugar de los hechos en Chato's Crawl. Tenían conocimiento de que el Ejército, en colaboración con el estado de Arizona, iba a declarar el pueblo en cuarentena y a cerrar el espacio aéreo en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. La carrera consistía en llegar allí antes de que esas medidas fueran impuestas.
Desde el asiento trasero del helicóptero Kiowa, el periodista Ken Kashihara vio que un poco más adelante, volando a menos altura, estaba el aparato de color blanco y azul de
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—Maldita sea, Sidney, pensaba que me habías dicho que éramos los únicos que veníamos para acá. Mira a esos gilipollas —se quejó Kashihara, señalando hacia abajo—. Es esa perra de
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, Janice Mitchell. Como vuelva a perder otra exclusiva por su culpa te juro que te parto la cara.
Mientras el piloto mandaba a la mierda a Kashihara, el helicóptero fue zarandeado con tanta fuerza que por un momento pareció que iba a perder la cola entera. Sidney tuvo que emplearse a fondo para mantener bajo control al Kiowa mientras la sección de cola de un inmenso C-130 les pasaba por encima y giraba luego siguiendo la carretera que conducía a Chato's Crawl.
—Maldita sea, ¿habéis visto eso? Casi consigues que nos maten. ¿Y por qué?
—¡Por tu maldito complejo de inferioridad con esa chica de Canal 4! —gritó el piloto por el micrófono.
Kashihara se había puesto lívido tras ver lo cerca que habían estado de chocar con el Hércules. Temblando aún, se quedó mirando al piloto.
—Tú llévame a ese pueblo, y ve con cuidado, joder.
La caverna era resultado del paso de un antiguo río subterráneo que se había secado mil años antes de la llegada del animal. Había mucho espacio en aquel lugar que la bestia había elegido para anidar. Por todos los rincones de la enorme cueva había trozos de carne; el olor a sangre era intensísimo. La bestia fue avanzando hacia la cámara donde tendrían lugar los nacimientos y donde había recogido el agua. Su hinchada tripa estaba a punto de alumbrar las crías que en pocos instantes se alimentarían de toda la carne que había buscado para ellas. Nacerían hambrientas.
Cuando comenzó la primera dilatación del exoesqueleto, la bestia dio un alarido. El blindaje que protegía los órganos reproductores del animal se partió con un crujido y fue abriéndose mientras emitía un espantoso y desgarrado ruido similar al del papel cuando se rompe. La criatura golpeó con sus garras contra las paredes rocosas de la estancia y volvió a bramar. Las patas se doblaron a la altura de las rodillas; se quedó en cuclillas y acercó al agua que había debajo el empapado orificio por donde daría a luz. La baba que rezumaba servía de lubricante natural a las jóvenes crías para abrirse camino hacia el exterior. La bestia rugió y golpeó contra la roca con sus enormes garras cuando el primero de la nueva camada fue saliendo lentamente. La masa de color púrpura cayó desde el cuerpo de la madre hasta el agua. La cáscara de huevo de la cría crepitó y se fue agrandando. El huevo ya estaba partido y de su interior se veían salir los restos de uno de los pequeños animales que había sido devorado por el ocupante del huevo. Otro huevo cayó: de nuevo su cáscara crepitó y se partió. La primera cría, libre de su caparazón, empezó a atacar al segundo huevo, pero la madre, de un golpe, lo apartó lejos del agua, dirigiéndolo hacia donde estaba toda la comida que había reunido. Durante la hora siguiente tuvo que repetir esta misma operación en un centenar de ocasiones y enviar a los recién nacidos hacia la comida almacenada.
La última cría fue a la que más le costó salir debido a su tamaño. La madre comprendió instintivamente que si no expulsaba rápidamente a la criatura, esta se abriría paso comiéndosela por dentro y provocándole la muerte. El macho que quedaba dentro era el más grande de la camada. Su madre lo mataría para evitar que se apareara con las otras hembras durante el ciclo de incubación, ya que ella llevaba suficientes huevos para millones y millones de generaciones; el encuentro con el macho con el que ella se había apareado había sido suficiente para fertilizar todos los huevos, ya que ella había sintetizado más esperma después de su apareamiento, y había copiado las células necesarias para la reproducción. Pero si ese macho sobrevivía, mataría todo lo que se pusiese en su camino para proteger este ciclo de hembras hasta que ellas también dieran a luz a su propia camada. La mataría a ella porque ella portaba y reproducía el esperma de otro.
Ni siquiera las pequeñas criaturas de las que formaba parte el nuevo amigo de Gus eran capaces de entender completamente la naturaleza del horror que habían criado. La bestia se clavó una de las garras en el abdomen e intentó desesperadamente expulsar al macho. La pequeña criatura la estaba desgarrando por dentro, hasta que la madre pudo por fin agarrarla. Entonces extrajo al resistente macho y lo situó al alcance de su vista. El caparazón que lo recubría ya había mudado y estaba comenzando a convertirse en un blindaje. La armadura alrededor del cuello ya estaba formada y permanecía sujeta por una membrana mucosa que estaba a punto de disolverse. La cría mordía y silbaba en dirección a la madre mientras esta bramaba y la lanzaba con fuerza contra la pared de la cueva, pero sin ser capaz de matarla.
Después de impactar contra la roca, el macho, de medio metro de largo, se incorporó inmediatamente. Agarró a una de las hembras, la cogió entre sus garras y comenzó a devorarla, hasta que la madre le dio un golpe y lo envió hacia la oscuridad. Luego empezó a bramar y a lanzarle pedazos del ganado que había mutilado.
El macho observó a su progenitora en medio de la oscuridad mientras comenzaba a devorar la carne sangrienta. Los ojos verde amarillentos no perdían de vista la amenaza que suponía su madre.
Durante las siguientes horas, mientras el resto de animales crecía y desarrollaba sus capacidades, el verdadero Destructor comió y creció más deprisa, mientras seguía con la mirada llena de odio y fija sobre su madre, y solo la desviaba cuando alguna de las otras crías se acercaba demasiado. Y esa aproximación era la última cosa que hacían sus hermanas. Dentro de poco se reunirían a su alrededor, y solo de él, y abandonarían a la que las había traído a este mundo. Después, el proceso de devorar todo signo de vida que hubiera en este planeta daría comienzo.
El valle de la sombra de la muerte
Jinetes en la tormenta, nacemos en esta casa, a este mundo somos arrojados…
—THE DOORS