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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Excesión (54 page)

–¡Que te follen! ¡Que te follen! ¡Déjame tranquila! –le escupió Dajeil, con la voz reducida a un graznido–. ¡Déjame tranquila!

–Dajeil –dijo Byr mientras se arrodillaba a su lado–. Por favor... Mira, lo siento. De veras. Nunca me he disculpado ante nadie en toda mi puta vida. Juré que nunca lo haría pero ahora lo estoy haciendo. Lo hecho, hecho está, pero no pensé que fuera a afectarte de este modo. De haberlo sabido, habría actuado de otro modo. Te lo juro. Nunca lo habría hecho. Fue ella quien me besó primero. No pretendía seducirla ni nada parecido, pero le habría dicho que no, le habría dicho que no, de verdad que se lo habría dicho. No fue idea mía, no fue culpa mía. Lo siento. ¿Qué más puedo decir? ¿Qué puedo hacer...?

No sirvió de nada. Después de eso, Dajeil no dijo nada más. No quiso que la llevara a la cama. No se dejó tocar ni quiso que le llevara nada de comer o de beber. Byr se quedó sentada ante los controles de la pantalla mientras Dajeil sollozaba en el suelo.

Encontró la grabación que había hecho la cámara dron y la borró.

IX

La
Zona gris
le había hecho algo en los ojos. Ocurrió mientras dormía, la primera noche que pasaron a bordo. Por la mañana lo despertó el canto de los pájaros, el sonido de una cascada lejana y el olor de la resina de los árboles. Una de las paredes de su camarote hacía las veces de una ventana en lo alto de una cordillera forrada de bosque. Había en alguna parte de su mente un recuerdo de algo extraño, una especie de recolección enterrada. Medio real y medio irreal, se alejó lentamente cuando él despertó. Al cabo de unos momentos, la visión empezó a aclarársele, mientras recordaba que, la noche anterior, la nave le había pedido permiso para instalarle unos nanotécnicos mientras dormía. Los ojos le escocían un poco y tuvo que secarse algunas lágrimas, pero enseguida todo pareció volver a la normalidad.

–¿Nave? –dijo.

–¿Sí? –respondió el camarote.

–¿Has terminado? –preguntó–. ¿Con los implantes?

–Sí. He insertado una randa neural modificada en tu cráneo. Pasará un día o dos hasta que termine de ajustarse. He acelerado un poco los trabajos de reparación que tu organismo estaba realizando en el córtex visual. ¿Te has golpeado la cabeza recientemente?

–Sí. Me caí de una carroza.

–¿Cómo tienes los ojos?

–Veo un poco borroso y antes me escocían. Pero ahora están bien.

–Más tarde realizaremos una simulación de lo que pasará cuando te conectes al sistema de Almacenamiento de la
Servicio durmiente.
¿Estás bien?

–Estupendo. ¿Cómo marcha el encuentro previsto con la
Servicio durmiente?

–Es inminente. Confío en poder transferirte dentro de cuatro días.

–Muy bien. ¿Y qué pasa con la guerra?

–Nada importante. ¿Por?

–Curiosidad –dijo Genar-Hofoen–. ¿No se ha producido todavía alguna acción importante? ¿Algún otro crucero ha sido capturado?

–No soy un servicio de noticias, Genar-Hofoen. Tienes una terminal, según creo. Te sugiero que la utilices.

–Vaya, gracias por tu ayuda –murmuró el hombre mientras salía de la cama. Nunca había conocido una nave tan poco servicial. Fue a desayunar; esperaba que al menos en eso sí pudiera ayudarlo.

Se sentó a solas en el comedor principal de la nave y vio su programa favorito de noticias en un holograma proyectado por su terminal. Tras el frenesí inicial de capturas de Orbitales y naves de crucero sin que la Cultura hubiera respondido de otra manera que hablando de la movilización que estaba llevándose a cabo (por desgracia, más allá del alcance de la percepción de los servicios de noticias), la guerra parecía haber entrado en un período de relativo estancamiento. Genar-Hofoen estaba viendo un reportaje bastante serio sobre cómo comportarse con un Afrentador si se tenía la desgracia de topar con uno, cuando de repente, el sueño que había tenido la noche pasada –la cosa que casi había recordado en el momento de despertar– se le apareció de nuevo.

X

Al despertar aquella noche, Byr se encontró a Dajeil sobre él, aferrando un cuchillo de cocina en las dos manos, con los ojos muy abiertos y clavados en él, y el rostro manchado todavía de lágrimas. Había sangre en el cuchillo. ¿Qué se había hecho? Sangre en el cuchillo. Entonces, el dolor regresó en tropel. La primera reacción del cuerpo de Byr había sido aislarlo. Ahora que ella estaba despierta, volvió. No la agonía que un humano básico hubiera experimentado, sino la profunda, espeluznante y traumática percepción de una lesión que una criatura civilizada podía apreciar sin necesidad de sufrir la tosca incapacidad del dolor. Byr tardó un momento en comprender.

¿Qué? ¿Qué había pasado? ¿Qué? Un trueno en los oídos. Levantó la mirada y vio que las sábanas estaban teñidas de sangre. Su sangre. El vientre; rajado. Abierto. Relucientes masas de color verde, púrpura y amarillo. El rojo seguía bombeando. Shock. Hemorragia masiva. ¿Qué iba a hacer Dajeil ahora? Byr retrocedió. Así que todo terminaba de ese modo.

Horrible, sí. Sintió que los sistemas fallaban. Perdía el cuerpo... el cerebro, decidido a sobrevivir a pesar de que había perdido ya la mitad de sus sistemas de soporte vital, trataba de absorber la sangre para almacenar oxígeno. En la torre había equipo médico que todavía podía salvarla, pero Dajeil seguía allí, mirándolo como si estuviera sonámbula, o enloquecida por un exceso de alguna droga segregada por su cuerpo. De pie, mirando cómo ella, de pie, miraba su propia muerte.

Pero había un orden subyacente, a pesar de todo. Mujeres; penetración, había vivido para ella. Ahora moría por ella. Ahora él/ella moriría y Dajeil sabría que la había amado de verdad.

¿Tenía sentido?

¿Lo tenía?, preguntó al hombre que había sido.

Silencio. No estaba muerto pero desde luego había desaparecido. Ahora estaba sola, estaba muriendo sola. Muriendo a manos de la única mujer a la que jamás había amado.

Así que, ¿
tenía
sentido?

... Soy quien siempre he sido. Lo que yo llamaba masculinidad, eso en lo que me regodeaba, era solo una excusa para la yo-idad, ¿no?

No. No. No y que te jodan, señora.

Puso las dos manos sobre la herida y el espantoso y pesado pliegue de carne, y bajó de la cama por el otro lado, arrastrando consigo la sábana de arriba, empapada de sangre. Se dirigió tambaleándose hacia el cuarto de baño, agarrando sus tripas y tratando todo el tiempo de no perder de vista a la otra mujer. Dajeil seguía mirando la cama, como si no se diera cuenta de que Byr se había ido, como si estuviera contemplando una proyección que solo ella podía ver, o un fantasma.

Byr tenía las piernas y los pies cubiertos de sangre. Tropezó con la jamba de la puerta y estuvo a punto de perder el conocimiento, pero logró adentrarse en la fragancia de colores pastel del cuarto de baño. La puerta se cerró tras ella. Cayó de rodillas. Un estruendo en la cabeza. Efecto túnel en la visión, como si estuviera mirando por un telescopio. El denso y acusado olor de la sangre. Asombroso, espeluznante, por sí solo.

El collar de soporte vital estaba en una caja, junto con el resto del equipo médico, por debajo de la altura de la cintura, para que se pudiera alcanzar desde el suelo. Byr lo cogió y se hizo un ovillo en el suelo, se dobló y se cerró alrededor de la fisura de su abdomen y del alargado y sanguinolento cordón umbilical de intenso color rojo. Oyó un siseo y sintió un hormigueo en el cuello.

Hasta permanecer en posición fetal resultó un esfuerzo excesivo. Se dejó caer sobre la suave calidez de las baldosas. Fue fácil, la sangre las había vuelto resbaladizas.

XI

En sus sueños, veía salir a Zreyn Tramow de una cama de pétalos de rosa. Algunos de ellos adheridos todavía a su cuerpo, como pequeños arreboles dispensados a su parda y rosada desnudez. Se ponía el uniforme de suave color gris y se dirigía al puente, asintiendo e intercambiando saludos con los compañeros de turno y los que se iban a dormir. Se ponía la concha esculpida del casco de inducción y –en medio abrir y cerrar de ojos– estaba flotando en el espacio.

Allí estaba la vasta y envolvente oscuridad, la completa y astringente vaciedad del espacio, colosal, infinitamente amplia y profunda sobre el reino entero de lo sensorial. Un interminable presagio de elegancia consumada y carencia de significado. Su mirada recorrió el vacío, y pasaron estrellas y galaxias lejanas dando vueltas por su campo de visión. La vista se posó en algo:

La extraña estrella. El enigma.

En momentos así, sentía la soledad, no solo de aquel insondable páramo y aquel vacío casi completo, sino también de su propia posición, y de toda su vida.

Nombres de naves. Había oído hablar de una nave llamada
Culpo a mi madre,
y otra llamada
Culpo a tu madre.
Puede, pues, que fuese una queja más frecuente de lo que se permitía creer (y, por supuesto, ella había terminado en esta nave, con el nombre que le correspondía, preguntándose para siempre si el emparejarlos habría sido una pequeña muestra de sarcasmo de sus superiores). ¿Culpaba ella a su madre? Seguramente sí. No creía que pudiera alegar deficiencias técnicas en el amor recibido durante su crianza y sin embargo –al mismo tiempo–
sentía
que era así, y hasta el día de hoy hubiera defendido que los tecnicismos de una infancia no cubrían todo lo que determinados niños podían llegar a requerir. En pocas palabras, sus tías nunca habían sido suficientes. Conocía a muchos individuos criados por personas que no eran sus padres biológicos y todos ellos parecían razonablemente felices y contentos, pero para ella no había sido así. Hacía tiempo que había aceptado que lo que quiera que estuviese mal en sus sentimientos era, en cierto modo culpa suya, aunque fuese una culpa derivada de causas que no tenían nada que ver con ella.

Su madre había decidido permanecer en la sección de Contacto aun después del nacimiento de su hija y la había enviado de regreso a la nave poco después de su primer cumpleaños.

Sus tías la habían amado y cuidado y nunca, a pesar de las muchas veces que había yacido en su cama deshecha en lágrimas, repitiéndose las mismas palabras, había tenido el valor –o reunido la malicia– de dejar que ellas o cualquier otro conociera el vacío agónico que sentía en su interior.

Pensaba que tal vez hubiera debido transferir a su padre parte de su necesidad, pero nunca había tenido la impresión de que él formara parte de su vida. No era más que otro hombre que venía a casa, a veces se quedaba algún tiempo, jugaba con ella y era amable y hasta cariñoso pero (lo había sabido instintivamente al principio y más tarde lo había admitido racionalmente para sus adentros, después de unos años de autoengaño) había jugado, había sido amable y hasta la había querido de la misma forma desapegada y vaga que muchas de sus tías. Ahora suponía que la había querido a su manera y había disfrutado del tiempo que habían pasado juntos, y seguro en su momento que había experimentado una cierta cercanía hacia ella, pero sin embargo, antes de que pasara mucho tiempo, mientras ella todavía era una niña, y antes de que conociera las razones precisas, los motivos y los deseos implicados, se había dado cuenta de que la frecuencia y duración de sus visitas a la casa tenían más que ver con su interés hacia una o dos de sus tías que con ningún duradero cariño inspirado por ella.

Su madre regresaba de vez en cuando, en visitas que para las dos alternaban salvajemente entre dolorosos sentimientos de amor y furiosos episodios de resentimiento. De alguna manera, luego, exhaustas y consternadas por aquellas agotadoras y abrasivas experiencias, firmaban una especie de tregua. Pero siempre a expensas de cualquier posible acercamiento.

Cuando al fin su madre regresó para quedarse, era solo como una amiga más. Y las dos tenían amigas mejores.

Así que siempre había estado sola. Y sospechaba, casi sabía, que terminaría sus días sola. Para ella era una fuente de tristeza –aunque siempre trataba de no dejarse vencer por el pesar– e incluso, de cierto modo subsidiario, de vergüenza, porque en el fondo de su mente no podía escapar al persistente deseo de que alguien –un hombre, si quería ser honesta consigo misma– acudiera a su rescate, para llevársela lejos del vacío que era su existencia y conseguir que no volviera a sentirse sola. Era algo que nunca le había podido confesar a nadie, pero se barruntaba que las personas y máquinas que le habían permitido acceder a la exaltaba aunque onerosa posición que ocupaba, lo sabían.

Confiaba en que fuera un secreto pero sabía demasiado bien hasta dónde llegaba la base de conocimiento, la pura experiencia que había detrás de quienes ejercían el poder sobre ella y sobre la gente como ella. Un individuo no podía engañar a inteligencias como aquella; él o ella acabarían por llegar a un acuerdo, a un acomodo, pero vencerla por la astucia o el ingenio era algo impensable; tenías que aceptar como cosa segura que todos tus secretos acabarían por conocerse y confiar en que no diesen mal uso a este conocimiento sino que simplemente lo explotaran sin malicia. Sus miedos, sus necesidades, sus inseguridades; podían ser saqueados, medidos y luego utilizados, podían ser empleados. Era un pacto, suponía ella, y un pacto del que no se arrepentía, porque era para beneficio de las dos partes. Todos habían obtenido lo que querían: ellos, una sagaz y dedicada oficial, resuelta a demostrar lo que valía en la defensa de su causa, y ella la oportunidad de obtener aprobación, la constatación de que servía para algo.

Esta confianza, y las múltiples oportunidades de dar muestra de su diligencia y su sabiduría práctica, hubieran debido de ser suficientes, al fin, pero algunas veces no lo eran, y ella porfiaba por algo que ninguna fusión con un conglomerado podía proporcionarle. El reconocimiento de su valía personal, el aprecio de su valor individual, que solo podía otro individuo darle.

Pasaba por ciclos en los que lo admitía para sus adentros y confiaba en que un día encontrara al fin a alguien con quien finalmente pudiera sentirse cómoda, finalmente respetada, finalmente juzgada digna de su aprecio en la medida de sus propios y estrictos raseros de medida... y luego lo negaba todo, fiera en su determinación por probarse a sí misma en sus propios términos y en los del gran servicio en el que había entrado, y entonces forjaba la determinación de utilizar sus frustraciones en beneficio propio y en el de ellos, redirigir las energías derivadas de su soledad en sus ambiciones prácticas y metódicamente alcanzables; otra calificación, otro curso, otra promoción, otro mando, un nuevo ascenso...

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