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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (47 page)

—Felicidades —dice Kate—. ¿Para cuándo es?

—Todavía… no estoy ni de cuatro meses.

—Es genial —dice Kate. Se vuelve hacia Bill—: Felicidades.

La mano de Bill sigue debajo de la mesa, presta a proteger la delicada y elegante envoltura del hatajo de mentiras de Julia. Hay algo muy importante en juego, no solo veinticinco millones de dólares, también una esposa, un hijo. Toda una vida.

Kate decide dejarlo pasar. Nunca revelará lo que sabe.

Desliza la Beretta de nuevo en el compartimento del fondo del bolso. Saca la mano y la extiende sobre la mesa, apoyándola sobre la de Julia. El anillo de compromiso resalta contra la piel gruesa de la palma, encallecida como resultado de muchas horas jugando al tenis. Kate la acaricia con el dedo pulgar.

Bill le hace un gesto con la cabeza a Kate, un inconfundible «gracias». Ahora también él se remueve en la silla, levanta el brazo y rodea con la mano la copa de vino.

Kate no quiere que esta mujer dé a luz en la cárcel. No quiere ser responsable de los horrores que entraña una situación así.

Ya se siente responsable de algo igualmente horrible.

No. Lo que hizo ella fue mucho peor.

Un taxi tocó el claxon en Park Avenue; los frenos de un camión de gran tonelaje chirriaron. El sol de la mañana se filtraba por los visillos transparentes detrás de las gruesas cortinas y motas de polvo flotaban en los haces de luz. Había una bandeja del servicio de habitaciones con tostadas, huevos a medio comer, esquirlas de beicon y trozos de patatas salteadas. Sobre una mesa baja, una cafetera de plata y una taza de porcelana. El aroma impregnaba la habitación y la cafetera brillaba con el sol.

La sangre de Torres le manaba de la cabeza y el pecho formando silenciosos charcos, empapando la alfombra.

El bebé lloró otra vez.

En solo una fracción de segundo, el cerebro de Kate procesó una cantidad tremenda de información. Sabía que Torres había estado casado y que su mujer había muerto por complicaciones en el postoperatorio de una cirugía menor. Pero esa información ya estaba anticuada.

La nueva, la de que había otra mujer o un bebé, Kate no la tenía. Había investigado mínimamente: qué hotel y en qué habitación, cuántos guardaespaldas, dónde se colocaban y a qué horas. También había planeado la operación: viajar de forma discreta de Washington a Nueva York, cómo desplazarse entre las estaciones y el lugar de destino, dónde deshacerse del arma, cómo salir del hotel.

Pero había sido perezosa, descuidada e impaciente. No había investigado lo necesario; no había sido exhaustiva. No había reunido toda la información.

De manera que aquí, para su sorpresa, estaba esta mujer joven de pie en la puerta del dormitorio de una suite del Waldorf-Astoria, volviendo la cabeza en dirección al bebé que lloraba, incapaz de reprimir el instinto de correr a atender a su hijo. Sin saber que, al dejar de mirar a Kate, al seccionar el vínculo humano establecido por su mirada recíproca, estaba empujándola a hacer la cosa más horrible que jamás había hecho.

Era culpa de Kate. Por no haber planeado la misión con más cuidado. Por eso, a la mañana siguiente, iría directa al despacho de su supervisor para presentar su dimisión.

En la habitación contigua, el niño empezó a llorar otra vez. Kate apretó el gatillo.

Kate mira el azucarero, donde está escondido el micrófono. Apenas dos horas antes se encontraba a un kilómetro y medio al norte, al otro lado del río, cerrando el trato con Hayden. Y ahora aquí está, poniéndolo en práctica.

Arrestar a estos dos no forma parte del trato, ni siquiera participar en su arresto. Solo tiene que conseguir que confiesen todo, algo que casi ha logrado. Y mañana tendrá que transferir veinticuatro millones de euros a un fondo especial para operaciones encubiertas en Europa. Las mismas operaciones que a partir de ahora va a dirigir ella.

—¿Necesitas a Dexter para acceder a tu parte del dinero?

Julia asiente. Pero asentir con la cabeza no sirve.

—¿Para qué? —pregunta Kate.

—Necesito un número de cuenta. Tengo los nombres de usuario y las contraseñas, pero me falta el número de cuenta.

Dexter también asiente. Ha llegado el momento. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca un trozo de papel. Pero Kate le sujeta por la muñeca.

Dexter se vuelve sin comprender. Todo el mundo está confuso, no saben muy bien qué está pasando. También Kate. Le sorprende hasta qué punto siente la necesidad de perdonar. Una necesidad imposible de resistir. Sabe que es por el embarazo de Julia, que ha convertido a una villana sin escrúpulos en una heroína digna de compasión, así de fácil. Kate está ahora de parte de Julia y no contra ella. Al menos hasta cierto punto.

Tiene la mano izquierda rodeando la muñeca de Dexter y la mano de este sujeta el trozo de papel. Con la mano derecha vuelca el azucarero dejando caer su contenido sobre la mesa. Coge el micrófono con los dedos pulgar e índice y lo sostiene para que los demás lo vean. Todas las cejas se arquean.

A continuación deja caer el micrófono en el vaso de vino.

—Tenéis un minuto —dice—. Dos, como mucho.

Los ojos de Julia van desde el micrófono en la copa de Kate al número de cuenta en la mano de Dexter. Kate vuelca la copa con cuidado, derramando el vino; el artilugio cae sobre el mantel y empieza a hacer ruido de interferencias. Así fabrica una explicación de por qué el aparato ha dejado de transmitir.

—No podéis quedaros con el dinero —dice. El vino rojo oscuro ya ha empezado a teñir el mantel, delgadas venillas que se mezclan con las fibras de la tela. El mismo dibujo, otra vez—. Pero, si os dais prisa, no os cogerán.

Bill y Julia se levantan deprisa pero sin aspavientos, sin llamar la atención.

—Id por el vestíbulo del hotel —continúa Kate— y después bajad, usad la salida que da a la calle lateral.

Julia se está colgando el bolso del hombro. Mira a Kate y su cara es un cúmulo de emociones. Bill la coge por el codo mientras da el primer paso alejándose de la mesa, de los Moore, del dinero.

—Buena suerte —dice Kate.

Julia se vuelve a mirar a Kate y a Dexter. Esboza una breve sonrisa y en las comisuras de los ojos se le forman unas pequeñas arrugas. Tiene la boca abierta como si fuera a decir algo, pero no lo hace. Entonces se gira de nuevo.

Kate los mira perderse entre la multitud del Carrefour de l’Odeon, donde ya están encendidas todas las luces, todas las farolas. Hay un Fiat pequeño pitándole a una Vespa verde que culebrea entre el tráfico, un agente de policía que no ve nada porque sigue coqueteando con la chica guapa. El humo de cigarrillo sube de las mesas cubiertas de copas, jarras, garrafas y botellas, platos con jamón, trozos de foie-gras y cestillos forrados con una servilleta y llenos de crujientes trozos de
baguette
. Hay mujeres con pañuelos anudados al cuello y hombres con chaquetas de
sport
a cuadros, risas, gestos de complicidad, apretones de manos y besos en las mejillas, holas y adioses. Y entre toda esa apretada y animada muchedumbre que disfruta del atardecer en la ciudad de la luz, una pareja de expatriados desaparece, rápidamente y sin llamar la atención.

Agradecimientos

Gracias a los heroicos lectores de las tempranas y malas versiones: Adam Sachs, Amy Scheibe, Jamaica Kincaid, Jane Friesen y Sonny Mehta.

A mi agente David Gernert y sus colegas Rebecca Gardner y Sara Burnes.

A los editores de Crown, Molly Stern y Maya Mavjee, al editor Zachary Wagman, al editor de producción Terry Deal y el resto de personas de Nueva York que ayudaron a transformar mi manuscrito en un libro publicado.

Al editor Angus Cargill de Faber and Faber, Londres, así como a la directora editorial Hannah Griffiths y al editor Stephen Page.

A Michael Rudder y Jeffrey Duppler por su asesoramiento legal; a Silvie Rabineau por su asesoramiento cinematográfico; a Layla Demay por su ayuda con el francés, y a Amy Williams por escribir el guión.

A las chicas de Luxemburgo: Becky Neal, Binda Haines, Christina Kampe, Cora Demeneix, Cristina Bjorn, Jules Brown y Mandip Sumby.

A Kevin Mitnick, autor del fascinante libro
The Art of Intrusion
, mi toma de contacto con el mundo del
haking
. Aunque hay que dejar constancia de que el ciber-robo en
Expatriados
es de naturaleza puramente ficcional, y sus detalles una completa invención, al igual que los asuntos logísticos sobre los que he comentado que se estaba trabajando y la dimisión de la Agencia de Inteligencia Central (CIA).

Al personal de Soho House, en Nueva York, y de Coffe Lounge, en Luxemburgo, quienes fueron muy amables conmigo mientras me sentaba a escribir este libro.

Y a mi preciosa esposa Madeline McIntosh, la persona más elegante que he conocido.

CHRIS PAVONE, escritor y periodista americano, ha sido editor de revistas tan conocidas como
Doubleday
,
Crown
,
Artisan
y
Clarkson Potter
.

Tras un año y medio como expatriado en Luxemburgo, vive con su mujer, sus hijos y su perro en Nueva York.

En 2011 publicó su primera novela,
Expatriados
, basada en su propia experiencia.

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