Expediente 64 (33 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Rita se aclaró la garganta. Quería decirle que el té sabía de puta pena y que nunca en la vida habría salido de Sprogø ni de Brejning sin que la esterilizaran, y que era una guarrita que no tenía más que responsabilizarse de sus actos; pero el caso era que tenía la garganta sequísima.

Se llevó la mano al cuello. Tenía una sensación muy extraña, casi como los ataques de alergia que le daban si comía marisco, o como si le hubiera picado una avispa. De pronto la piel le escocía como si la hubieran frotado con ortigas, y la luz le hería la vista.

—¿Qué coño tenía ese té? —gimió, mirando alrededor, confusa. Ahora le ardía la garganta; aquello no le gustaba nada.

La figura ante ella se levantó y se le acercó. La voz era más suave, pero extrañamente cavernosa.

—¿Te encuentras bien, Rita? —preguntaba—. Creo que será mejor que te apoyes en el respaldo de la silla, si no me temo que vas a caerte. Mira, voy a llamar al médico ahora mismo. Puede que te haya dado un ataque. Tus pupilas están fuera de sí.

Rita jadeó en busca de aire. Los utensilios de cobre de la estantería de enfrente se pusieron a bailar, mientras su ritmo cardíaco primero aumentaba y luego se debilitaba.

Extendió un brazo pesado como el plomo hacia la figura que tenía delante. Por un breve instante le pareció un animal alzado sobre las patas traseras lanzando sus garras hacia ella.

Después el brazo cayó, y el corazón estuvo un momento casi parado.

Y cuando la figura ante ella desapareció, también desapareció la luz.

26

Noviembre de 2010

Mona lo despertó entre rayos de sol y con unos hoyuelos tan profundos que podías esconderte en ellos.

—Vamos, Carl, levanta. ¡Tienes que ir a Fionia con Assad!

Lo besó y terminó de subir las persianas. Era evidente que su cuerpo se había vuelto más ligero tras la locura de la noche. Ni palabra sobre las cuatro veces que él había tenido que salir pitando para el baño, ninguna mirada molesta por los innumerables límites que tal vez había traspasado. Era una mujer segura de sí, y le había demostrado que era suya.

—Toma —dijo Mona, colocando una bandeja a su lado. Una maravilla de aromas, y en medio de las tentaciones, una llave. Luego le sirvió el café—. Es para ti. Úsala con cuidado.

La tomó en la mano y la sopesó. Apenas diez gramos, y aun así el camino del Paraíso, pensó.

Dio la vuelta a la chapa de plástico de la que colgaba y leyó lo que ponía:
LLAVE DE AMANTE
.

La etiqueta no lo entusiasmó demasiado.

Parecía algo gastada.

Llamaron cuatro veces a Mie Nørvig, y las cuatro llamadas fueron en vano.

—Vamos a ver si están en casa —propuso Carl cuando el coche patrulla se acercaba a Halsskov y al puente del Gran Belt.

Encontraron la casa como una caravana preparada para la hibernación. Las contraventanas cerradas, el garaje vacío, hasta habían cortado el agua, como comprobó Carl cuando abrió el grifo de la manguera del jardín.

—Aquí, o sea, no se ve nada —comunicó Assad con la nariz metida entre las tablillas de las contraventanas en la trasera de la casa.

Diablos, pensó Carl. El ratón se había escapado.

—Podemos entrar por la fuerza —dijo Assad, sacando la navaja del bolsillo.

Joder, no se cortaba un pelo.

—Por el amor de Dios, mete eso al bolsillo. Podemos probar a mirar a la vuelta. Puede que para entonces hayan regresado.

No se lo creía ni él.

—Eso es Sprogø —informó Carl, señalando hacia delante, al otro lado de las rejillas de acero del puente del Gran Belt.

—Pues no parece tan terrible como lo fue en otros tiempos —comentó Assad con las piernas sobre la guantera. ¿Es que aquel hombre no sabía sentarse normal en un coche?

—Vamos a torcer aquí —indicó Carl cuando llegaron a la altura de la isla y a la desviación justo después del puente. Salió de la calzada y se encontró con una barrera que tenía pinta de estar muy cerrada—. Paramos aquí — dijo.

—Pero y después ¿qué? Vas a tener que meter la marcha atrás, o sea, para volver a la autopista, ¿estás chalado, entonces?

—Pondré las luces de emergencia al meter marcha atrás, los coches ya cambiarán de carril. Venga, Assad. Si vamos a pedir permiso para entrar, se nos va a ir el día.

Apenas transcurridos dos minutos, ocurrió algo. Una mujer de pelo corto se dirigió hacia ellos decidida, vestida con una zamarra de color naranja chillón con rayas cruzadas autorreflectantes y zapatos de tacón muy elegantes. Desde luego, una combinación que invitaba a la reflexión.

—No pueden estar aquí, ¡salgan enseguida! Ya nos encargaremos de abrir las barreras, pero tienen que continuar hacia Fionia o volver hacia Selandia, y dense prisa.

—Carl Mørck, del Departamento Q —espetó Carl, mostrando su placa—. Él es mi ayudante, estamos investigando un asesinato. ¿Tiene las llaves de este lugar?

Aquello tuvo cierto efecto, pero tampoco a ella le faltaba autoridad, así que retrocedió un par de pasos y se llevó el
walkie-talkie
a la oreja. Tras hablar un rato se volvió hacia ellos con la responsabilidad del funcionario cargándole las espaldas.

—Tenga —dijo, y le tendió el
walkie-talkie
.

—Carl Mørck, del Departamento Q de Jefatura, Copenhague. ¿Con quién hablo?

El hombre al otro lado de la línea se presentó. Por lo visto, uno de los peces gordos de la oficina gestora del puente, en Korsør.

—No puede venir a Sprogø sin estar acreditado, espero que lo entienda —dijo en pocas palabras.

—Ya lo sé. Tampoco yo puedo sacar la pistola ante un asesino de masas si no soy un policía diplomado de servicio, ¿verdad? Porque así es el mundo, ¿no? Comprendo muy bien su postura. Pero resulta que tenemos mucha prisa y estamos investigando algo bastante repugnante que, a primera vista, comenzó aquí, en Sprogø.

—¿A saber…?

—No puedo decírselo. Pero puede llamar a la directora de la Policía, a Copenhague. Ella le dará la acreditación en dos minutos.

Era una manera de hablar, porque a veces podía pasar un cuarto de hora hasta conseguir hablar con su secretaria, y es que tenían un trabajo del copón en aquel momento.

—Pues sí, creo que haré eso.

—Qué bien. Pues muchas gracias, se lo agradezco — exclamó Carl, apagó el aparato y lo devolvió.

—Nos ha dado veinte minutos —explicó a la señora del festival color naranja—. Si puede enseñarnos todo en ese tiempo, me gustaría saber lo que sepa sobre la época en que hubo en la isla un asilo para mujeres.

Apenas quedaba nada de la disposición original, explicó su guía; varias reformas se habían encargado de ello.

—En el extremo de la isla estaba la casita La Libertad, donde podían pasar las mujeres una semana en horas diurnas. Eran sus vacaciones. En realidad era una estación de cuarentena para marineros apestados en los viejos tiempos, pero ya ha desaparecido —continuó, y los condujo a un patio cerrado donde un árbol enorme esparcía su sombra sobre el adoquinado.

Carl miró los cuatro edificios que los rodeaban.

—¿Dónde vivían las mujeres? —preguntó.

La mujer señaló arriba.

—En lo alto, donde están las pequeñas buhardillas. Pero se ha reconstruido todo. Hoy en día se celebran congresos y cosas por el estilo.

—¿Qué hacían las mujeres aquí? ¿Podían hacer lo que quisieran?

La mujer se alzó de hombros.

—No creo. Cultivaban hortalizas, recogían grano, cuidaban del ganado. Y ahí había un taller de costura —dijo, señalando el edificio del este—. Al parecer, aquellas retrasadas tenían buena mano para las labores manuales.

—¿Las chicas eran retrasadas?

—Bueno, es lo que se decía. Pero no creo que todas lo fueran. ¿Quieren ver la celda de castigo? Todavía sigue ahí.

Carl hizo un gesto afirmativo. Con sumo gusto.

Atravesaron un comedor con altos paneles de madera azul y una bonita vista al mar.

La mujer hizo un gesto amplio para abarcar la estancia.

—Aquí comían solo las chicas. El personal comía en la sala contigua. Nada de mezclarse, no.

»Y al otro extremo del edificio vivían la directora y la subdirectora, pero ahora está todo cambiado. Suban por aquí.

Los condujo por unas escaleras empinadas a una zona más humilde. Un gran lavabo corrido de terrazo a un lado del estrecho pasillo, y un montón de puertas al otro.

—No tenían mucho sitio, porque había dos en cada habitación —explicó, señalando un cuarto de techo bajo abuhardillado.

Luego abrió una puerta que daba a una mansarda alargada con muebles, estanterías y colgadores numerados guardados.

—Las chicas guardaban aquí lo que no les entraba en el cuarto —indicó.

La zamarra anaranjada les pidió que volvieran al pasillo, y luego señaló una pequeña puerta justo al lado, provista de dos pestillos enormes.

—Esta es la celda de castigo. Aquí las metían si desobedecían.

Carl subió el escalón, atravesó la puerta baja de tablas y se encontró en una estancia tan estrecha que había que acostarse a lo largo.

—Podían encerrarlas varios días, o más tiempo. A veces las amarraban, y si se ponían rebeldes, les ponían inyecciones. No debía de ser divertido.

Sin duda, un eufemismo. Carl se volvió hacia Assad. Tenía el ceño fruncido, y un aspecto nada bueno.

—¿Estás bien, Assad?

Este asintió lentamente con la cabeza.

—Es que esas marcas ya las he visto antes.

Señaló el interior de la puerta, donde la pintura debería haber cubierto varios surcos profundos.

—Son marcas de uñas, Carl, créeme.

Salió tambaleándose de la celda y se quedó un rato apoyado en la pared.

Quizá algún día le explicase qué le sucedía.

Entonces el
walkie-talkie
de su guía dio un pitido.

—¿Sí…? —dijo la mujer, y en dos segundos cambió la expresión de su rostro—. De acuerdo, se lo diré.

Volvió a colgar el aparato del cinturón con expresión ofendida.

—Saludos de mi jefe: dice que no ha podido hablar con la directora de la Policía, y que varios de mis compañeros nos han visto andar por la zona en sus monitores. Ha dicho que deben largarse. Y yo digo que lo hagan enseguida.

—Lo siento. Dígale que la he engañado. Pero gracias, ya hemos visto suficiente.

—¿Estás bien, Assad? —preguntó después de un largo silencio mientras atravesaban Fionia.

—Sí, sí. No te preocupes.

Se enderezó en el asiento.

—Ahora tienes que salir, o sea, por la salida 55 — informó, señalando el mapa del GPS.

Pero ¿aquel pequeño chivato no iba a decírselo ya?

—A seiscientos metros, tuerza a la derecha —hizo saber el GPS.

—Assad, no hace falta que me guíes. Ya lo hará el GPS.

—Y de aquí tomamos la carretera 329 hasta Hindevad —continuó su pequeño ayudante, impasible—. Desde allí hay unos diez kilómetros hasta Brenderup.

Carl dio un suspiro. En aquel momento le parecían diez kilómetros de más.

Tras más comentarios intercalados cada veinte segundos, Assad señaló por fin su destino.

—Tage vivía, o sea, en
esa
casa —dijo, dos segundos antes de que el GPS lo corroborase.

Llamar a aquello casa era mucho decir. Era más bien un barracón de madera ennegrecida por la creosota y pegada sobre un batiburrillo de materiales de desecho, desde hormigón aligerado hasta placas de uralita, en la que se había grabado el paso del tiempo desde los cimientos hasta lo alto de la chapa ondulada curtida por los elementos. Ningún motivo de orgullo para el pueblo, pensó Carl cuando salió del coche y se subió los pantalones.

—¿Estás seguro de que la mujer nos espera? —preguntó después de tocar el timbre por quinta vez.

Assad asintió con la cabeza.

—Sí, sí. Sonaba como una señora encantadora por teléfono —explicó—. Tartamudeaba un poco, pero la cita, entonces, era firme.

Carl también asintió en silencio. «Sonaba como una señora encantadora», le había dicho. Aquel hombre desde luego que sabía desarrollar el idioma danés.

Oyeron las toses antes que las pisadas. Bueno, al menos había alguien.

En la tos se mezclaban pulmones de fumadora, pelos de gato y un aliento a alcohol concentrado; pero a pesar de aquellas desventajas evidentes, y de lo inapropiado del lugar como vivienda humana, aquella persona anciana llamada Mette Schmall era capaz de pasearse por la estancia como si fuera la dueña del castillo de Havreholm.

—Bueno, Tage y y-yo no estábamos cas-casados, pero el ab-bogado sabía qu-que si hacía una of-ferta por la casa n-no sería inapropiado que me qu-quedara con ella.

Encendió un cigarrillo. Seguro que no era el primero del día.

—Tuve que pagar diez m-mil coronas, que era mumucho dinero en mil novecientos n-noventa y c-cuatro, cuando se re-realizó la te-testamentaría.

Carl miró alrededor. Por lo que recordaba, diez mil coronas era lo que costaba una cámara de vídeo en aquella época, y era mucho dinero por una cámara, pero no por una casa, desde luego que no. Por otra parte, ¿quién no preferiría ser dueño de una cámara que de aquel montón de restos de materiales de construcción?

—Ta-tage solía estar aq-aquí —declaró la mujer, mientras apartaba con suavidad a un par de gatos—. Yo no vengo nu-nunca aquí. No sería co-correcto.

Abrió una puerta forrada con viejos anuncios de varias marcas de aceite lubricante, y se adentraron en un tufo bastante mayor que el que acababan de dejar atrás.

Fue Assad quien encontró la puerta al exterior, y fue también él quien descubrió la fuente del hedor. Cinco botellas de vino en un rincón, junto a la cama, todas llenas de orina. A juzgar por las botellas, habían estado llenas hasta arriba, porque el vidrio se había vuelto opaco del todo por la sustancia que queda cuando se evapora el pis.

—Ah, sí. Esas las ten-tenía que haber echado —dijo la mujer, y las arrojó a las malas hierbas que crecían frente a la casa.

Se encontraban en un viejo taller de bicis y motocicletas. Montones de herramientas y viejos cachivaches, y, en medio de todo, una cama, cuya ropa era más o menos del mismo color que el suelo cubierto de manchas de aceite.

—¿Tage no te dijo qué tenía que hacer cuando se marchó aquel día?

—No. De p-pronto se p-p-puso de lo más mi-misterioso.

—Vaya. ¿Podemos echar un vistazo?

La mujer hizo un gesto: su casa era de ellos.

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