Filosofía en el tocador (19 page)

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Authors: Marqués de Sade

Si, como acabo de decir hace un instante, ninguna pasión tiene más necesidad de toda la extensión de la libertad que ésta, ninguna indudablemente es tan despótica; es en ella donde el hombre gusta de ordenar, de ser obedecido, de rodearse de esclavos obligados a satisfacerle; ahora bien, cada vez que no deis al hombre el medio secreto de exhalar la dosis de despotismo que la naturaleza puso en el fondo de su corazón, se abalanzará, para ejercerlo, sobre las criaturas que lo rodeen, perturbará el gobierno. Si queréis evitar este peligro, permitid libre vuelo a esos deseos tiránicos que, a su pesar, le atormentan constantemente; contento por haber podido ejercer su pequeña soberanía en medio del harén de icoglanes
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o de sultanas que vuestros cuidados y su dinero le someten, saldrá satisfecho y sin ningún deseo de perturbar un gobierno que le asegura de modo tan complaciente todos los medios de su concupiscencia. Practicad, por el contrario, un proceder diferente, imponed sobre esos objetos de la lujuria pública las ridículas trabas antaño inventadas por la tiranía ministerial y por la lubricidad de nuestros Sardanápalos;
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el hombre, exasperado al punto contra vuestro gobierno, celoso en seguida del despotismo que os ve ejercer completamente solos, sacudirá el yugo que le imponéis, y, harto de vuestra forma de regirle, la cambiará como acaba de hacerlo.

Ved cómo trataban los legisladores griegos, bien imbuidos de estas ideas, el desenfreno en Lacedemonia, en Atenas; embriagaban con él al ciudadano, en lugar de prohibírselo; ningún género de lubricidad les estaba prohibido, y Sócrates, declarado por el oráculo el más sabio de los filósofos de la tierra, pasando indiferentemente de los brazos de Aspasia a los de Alcibíades, no por ello dejaba de ser gloria de Grecia. Iré todavía más lejos; por contrarias que sean mis ideas a nuestras actuales costumbres, como mi meta es probar que debemos apresurarnos a cambiar estas costumbres si queremos conservar el gobierno adoptado, voy a tratar de convenceros de que la prostitución de las mujeres conocidas con el nombre de honestas no es más peligrosa que la de los hombres, y que no sólo debemos asociarlas a las lujurias practicadas en las casas que establezco, sino que incluso debemos erigir para ellas otras donde sus caprichos y las necesidades de su temperamento, de un ardor muy diferente del nuestro, puedan asimismo satisfacerse con todos los sexos.

En primer lugar, con qué derecho pretendéis que las mujeres sean exceptuadas de la ciega sumisión que la naturaleza les prescribe para con los caprichos de los hombres? Y luego, con qué otro derecho pretendéis someterlas a una continencia imposible para su fisico y absolutamente inútil a su honor? Voy a tratar por separado cada una de estas cuestiones.

Es cierto que, en el estado de naturaleza, las mujeres nacen vulgívagas, es decir, que gozan de las ventajas de los demás animales hembras y pertenecen, como ellas y sin ninguna excepción, a todos los machos; tales fueron, indudablemente, tanto las primeras leyes de la naturaleza como las únicas instituciones de los primeros agrupamientos que los hombres hicieron. El ínterés, el egoísmo y el amor degradaron estas primeras miras tan simples y tan naturales; creyeron enriquecerse tomando una mujer y con ella los bienes de su familia; he ahí satisfechos los dos primeros sentimientos que acabo de indicar; con más frecuencia todavía raptaron a esa mujer, y se la quedaron; he ahí el segundo motivo en acción y, en cualquier caso, la injusticia.

Jamás puede ejercerse un acto de posesión sobre un ser libre; es tan injusto poseer exclusivamente una mujer como poseer esclavos; todos los hombres han nacido libres, todos son iguales en derecho; no perdamos nunca de vista estos principios; según esto, en legítimo derecho no puede por tanto otorgarse a un sexo la posibilidad de apoderarse exclusivamente del otro, y jamás uno de esos sexos o una de esas clases puede poseer al otro de forma arbitraria. Aplicando en puridad las leyes de la naturaleza, una mujer no puede alegar como motivo del rechazo que hace a quien la desea el amor que siente por otro, porque ese motivo se convierte en exclusión, y ningún hombre puede ser excluido de la posesión de una mujer desde el momento en que es evidente que pertenece decididamente a todos los hombres. Sólo puede ejercerse el acto de posesión sobre un inmueble o sobre un animal; jamás sobre un individuo que es semejante a nosotros, y todas las ataduras que puedan encadenar una mujer a un hombre, sean de la clase que sean, son tan injustas como quiméricas.

Si, por tanto, resulta indiscutible que hemos recibido de la naturaleza el derecho a expresar nuestros deseos indistintamente a todas las mujeres, de ello mismo se deriva que tenemos el de obligarla a someterse a nuestros deseos, no en exclusiva, porque me contradiría, sino momentáneamente.
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Es indiscutible que tenemos derecho a establecer leyes que la obliguen a ceder a la pasión de quien la desea; siendo la violencia misma uno de los efectos de ese derecho, podemos emplearla legalmente. ¿Y qué? ¿Acaso no ha demostrado la naturaleza que teníamos ese derecho, al otorgarnos la fuerza necesaria para someterlas a nuestros deseos?

En vano las mujeres deben invocar, en su defensa, el pudor o su vinculación a otros hombres; estos medios quiméricos nada valen; más arriba hemos visto que el pudor era un sentimiento ficticio y despreciable. El amor, al que se puede denominar locura del alma, no tiene más títulos para legitimar su constancia; al no satisfacer más que a dos individuos, al ser amado y al ser amante, no puede servir a la felicidad de los demás, y es para la felicidad de todos, y no para una felicidad egoísta y privilegiada, para lo que se nos han dado todas las mujeres. Todos los hombres tienen, por tanto, un derecho de goce igual sobre todas las mujeres; no hay pues nadie que, según las leyes de la naturaleza, pueda establecer sobre una mujer un derecho único y personal. La ley que ha de obligarlas a prostituirse cuanto queramos en las casas de desenfreno de que acaba de hablarse, y que las forzará a ello si se niegan, que las castigará si faltan, es por tanto una ley de las más equitativas, contra la que no podría invocarse ningún motivo legítimo o justo.

Un hombre que quiera gozar de una mujer o de una muchacha cualquiera podrá, si las leyes que promulguéis son justas, obligarla a que esté en una de las casas de que he hablado; y allí, bajo la supervisión de las matronas de este templo de Venus, le será entregada para satisfacer, con tanta humildad como sumisión, todos los caprichos que le agrade tener con ella, por más que sean extravagancias o irregularidades, porque no hay ninguna que no esté en la naturaleza, ninguna que no sea aprobada por ella. Tampoco se trata aquí de fijar la edad; porque pretendo que no se puede hacer sin perturbar la libertad de quien desea el goce de una muchacha de tal o cual edad. Quien tiene derecho a comer el fruto de un árbol puede, con toda evidencia, cogerlo maduro o verde, según las inspiraciones de su gusto. Se me objetará que hay una edad en que el comportamiento del hombre perjudica decididamente la salud de la muchacha. Esta consideración carece de valor; desde el momento en que me concedéis el derecho de propiedad sobre el goce, este derecho es independiente de los efectos producidos por el goce; desde entonces da lo mismo que ese goce sea provechoso o perjudicial para la criatura que debe someterse a él. ¿No he probado ya que era legal forzar la voluntad de una mujer en este punto y que, tan pronto como inspira el deseo del goce, debía someterse a ese goce, abstracción hecha de cualquier sentimiento egoísta? Lo mismo ocurre con su salud. Desde el momento en que las consideraciones que se tengan al respecto destruyan o debiliten el goce de quien la desea, y que tiene derecho a apropiársela, esa consideración de la edad nada significa, porque no se trata en modo alguno de lo que puede sufrir el objeto condenado por la naturaleza y por la ley al sometimiento momentáneo de los deseos del otro; en este examen se trata sólo de lo que conviene a aquel que desea. Ya nivelaremos la balanza.

Sí, indudablemente debemos nivelarla; a estas mujeres a las que acabamos de esclavizar tan cruelmente, debemos compensarlas a todas luces, y es lo que va a constituir la respuesta a la segunda cuestión que me he propuesto.

Si admitimos, como acabamos de hacer, que todas las mujeres deben ser sometidas a nuestros deseos, podemos permitirles evidentemente satisfacer todos los suyos; nuestras leyes deben favorecer en este punto su temperamento de fuego, y es absurdo haber colocado tanto su honor como su virtud en la fuerza natural que ponen en resistir a inclinaciones que han recibido con mucha más profusión que nosotros; esta injusticia de nuestras costumbres es más de temer dado que, al mismo tiempo, consentimos en hacerlas débiles a fuerza de seducción y en castigarlas luego por ceder a todos los esfuerzos que nosotros hemos hecho para provocarlas a la caída. Toda la absurdidad de nuestras costumbres está escrita, a lo que me parece, en esa desigual atrocidad, y su sola exposición debería hacernos sentir la extremada necesidad que tenemos de cambiarlas por otras más puras. Digo, pues, que las mujeres, que han recibido inclinaciones mucho más violentas que nosotros a los placeres de la lujuria, podrán entregarse a ellas cuanto quieran, absolutamente liberadas de todos los lazos del himeneo, de todos los falsos prejuicios del pudor, absolutamente vueltas al estado natural; quiero que las leyes les permitan entregarse a tantos hombres como buenamente les parezca; quiero que el goce de todos los sexos y de todas las partes del cuerpo les sea permitido igual que a los hombres, y, bajo cláusula especial de entregarse asimismo a cuantos las deseen, es preciso que tengan la libertad de gozar igualmente de cuantos ellas crean dignos de satisfacerlas.

¿Cuáles son, me pregunto, los peligros de esta licencia? ¿Niños sin padres? Pero ¿y qué importa eso en una república en que todos los individuos no deben tener más madre que la patria, en que todos los que nacen son hijos de la patria? ¡Ah, cuánto más no la amarán los que, no habiendo conocido nunca a otra que ella, sabrán desde que nazcan que sólo de ella deben esperarlo todo? No soñéis con hacer buenos republicanos mientras aisléis en sus familias a los niños, que únicamente deben pertenecer a la república. Otorgando sólo a algunos individuos la dosis de afecto que deben repartir entre todos sus hermanos, adoptan inevitablemente los prejuicios, con frecuencia peligrosos, de estos individuos; sus opiniones, sus ideas, se aíslan, se particularizan, y todas las virtudes de un hombre de Estado se vuelven absolutamente imposibles. Abandonando, en fin, su corazón entero a quienes los han hecho nacer, en su corazón ya no encuentran ningún afecto por aquella que debe hacerlos vivir, darlos a conocer e ilustrarlos, como si estos segundos beneficios no fueran más importantes que los primeros. Si hay el menor inconveniente en dejar a los niños mamar así en sus familias intereses a menudo muy diferentes de los de la patria, sólo hay ventajas separándolos de ellas; ¿no se los separa naturalmente por los medios que propongo? Al destruir absolutamente todos los lazos del himeneo, de los placeres de la mujer no nacen más frutos que niños a los que el conocimiento de su padre les está totalmente prohibido, y con ello los medios de pertenecer sólo a una misma familia, en lugar de ser, como deben, hijos de la patria.

Habrá, pues, casas destinadas al libertinaje de las mujeres y, como las de los hombres, estarán puestas bajo la protección del gobierno; allí les serán proporcionados todos los individuos de uno y otro sexo que puedan desear, y cuanto más frecuenten estas casas tanto más serán estimadas. No hay nada tan bárbaro ni tan ridículo como haber unido el honor y la virtud de las mujeres a la resistencia que ponen a los deseos que han recibido de la naturaleza y que enardecen sin cesar a quienes cometen la barbarie de censurarlas. Desde su más tierna edad,
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una joven liberada de los lazos paternos, que ya no tiene nada que conservar para el himeneo (absolutamente abolido por las sabias leyes que deseo), por encima del prejuicio que antaño encadenaba su sexo podrá, pues, entregarse a cuanto le dicte su temperamento en las casas establecidas al efecto; allí será recibida con respeto, satisfecha con abundancia, y, de regreso a la sociedad, podrá hablar en ella tan públicamente de los placeres que haya gustado como hoy lo hace de un baile o de un paseo. Sexo encantador, serás libre; gozarás como los hombres de todos los placeres que la naturaleza te impone como un deber; no reprimirás ninguno. La parte más divina de la humanidad, ¿debe acaso recibir cadenas de la otra? ¡Ah, rompedlas, la naturaleza lo exige!; no tengáis más freno que vuestras inclinaciones, más leyes que vuestros deseos, más moral que la de la naturaleza; no languidezcáis más tiempo en estos prejuicios bárbaros que marchitan vuestros encantos y cautivan los divinos impulsos de vuestros corazones;
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sois libres como nosotros, y la carrera de los combates de Venus está abierta para vosotras lo mismo que para nosotros; no temáis más absurdos reproches; la pedantería y la superstición han sido aniquiladas; ya no se os verá ruborizaros por vuestros encantadores extravíos; coronadas de mirtos y de rosas, la estima que concebiremos por vosotras será proporcional sólo a la mayor amplitud que vosotras mismas os hayáis permitido dar a tales extravíos.

Lo que acabo de decir debería dispensarnos, sin duda, de examinar el adulterio; echemos sobre él no obstante una ojeada, por nulo que sea según las leyes que establezco. ¡Cuán ridículo era considerarlo criminal en nuestras antiguas instituciones! Si había algo absurdo en el mundo, era, con toda seguridad, la eternidad de los vínculos conyugales; en mi opinión bastaba con examinar o sentir toda la pesadez de estos vínculos para dejar de considerar como crimen la acción que los aflojaba; la naturaleza, como hemos dicho hace un momento, ha dotado a las mujeres de un temperamento más ardiente, de una sensibilidad más profunda que a los individuos del otro sexo, y por ello les vuelve más pesado el yugo de un himeneo eterno. Mujeres tiernas y abrasadas por el fuego del amor, resarcíos ahora sin miedo; convenceos de que no puede existir mal alguno en seguir los impulsos de la naturaleza, de que no habéis sido creadas para un solo hombre, sino para placer indistintamente a todos. Que ningún freno os detenga. Imitad a las republicanas de Grecia; nunca los legisladores que les dieron leyes creyeron convertir en crimen el adulterio, y casi todos autorizaron el desorden de las mujeres. Tomás Moro prueba en su Utopía que es ventajoso para las mujeres entregarse al desenfreno, y las ideas de este gran hombre no siempre eran sueños.
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