Filosofía en el tocador (5 page)

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Authors: Marqués de Sade

SRA. DE SAINT-ANGE: Júrame no volver a pensar en ello, no ocuparte nunca de invocarle en ningún momento de tu vida y no volver a él mientras vivas.

EUGENIA,
precipitándose sobre el seno de la señora de Saint-Ange
: ¡Ah! ¡Hago el juramento entre tus brazos! ¿No veo acaso que lo que exiges es por mi bien, y que no quieres que semejantes reminiscencias pueden perturbar jamás mi tranquilidad?

SRA. DE SAINT-ANGE: ¿Podría tener otro motivo?

EUGENIA: Pero, Dolmancé, según creo ha sido el análisis de las virtudes lo que nos ha llevado al análisis de las religiones. Volvamos a él. ¿No existirán en esa religión, por ridícula que sea, algunas virtudes prescritas por ella, y cuyo culto podría contribuir a nuestra felicidad?

DOLMANCÉ: Bueno, examinémoslo. ¿Será la castidad, Eugenia, esa virtud que vuestros ojos destruyen, aunque vuestro conjunto sea su imagen? ¿Acataríais la obligación de combatir todos los movimientos de la naturaleza? ¿Los sacrificaríais todos al vano y ridículo honor de no tener nunca una debilidad? Sed justa y responded, hermosa amiga: ¿Creéis encontrar en esa absurda y peligrosa pureza de alma todos los placeres del vicio contrario?

EUGENIA: No, palabra de honor que no quiero eso; no siento en mí la menor inclinación a ser casta, sino la mayor disposición al vicio contrario; pero, Dolmancé, la caridad, la beneficencia, ¿no podrían hacer la felicidad de algunas almas sensibles?

DOLMANCÉ: Lejos de nosotros, Eugenia, las virtudes que no hacen más que ingratos. Pero no te engañes, encantadora amiga: la beneficencia es más un vicio de orgullo que una verdadera virtud del alma; es por ostentación por lo que uno alivia a sus semejantes, nunca por la única mira de hacer una buena acción; se sentirían muy molestos si la limosna que acaban de dar no tuviera toda la publicidad posible. No imagines tampoco, Eugenia, que esta acción tiene tan buen resultado como se piensa: yo, personalmente, la considero la mayor de todas las estafas; acostumbra al pobre a socorros que deterioran su energía; no trabaja si espera vuestras caridades y, desde el momento en que le faltan, se convierte en ladrón o en asesino. Por todas partes oigo exigir medios para suprimir la mendicidad, y mientras se hace todo lo posible para multiplicarla. ¿Queréis no tener moscas en vuestra habitación? No derraméis azúcar para atraerlas. ¿Queréis no tener pobres en Francia? No distribuyáis ninguna limosna, y suprimid antes que nada vuestras casas de caridad. El individuo nacido en el infortunio, viéndose así privado de estos peligrosos recursos, empleará todo el coraje, todos los medios que haya recibido de la naturaleza para salir del estado en que ha nacido; no os importunará más. Destruid, derribad sin piedad esas detestables casas en que tenéis la desfachatez de encubrir los frutos del libertinaje de ese pobre, cloacas espantosas que vomitan cada día a la sociedad un enjambre repugnante de nuevas criaturas que no tienen más esperanza que vuestra bolsa. ¿De qué sirve, pregunto yo, conservar con tantos cuidados a tales individuos? ¿Hay miedo a que Francia se despueble? ¡Ah, no tengamos nunca ese temor!

Uno de los primeros vicios de este gobierno consiste en una población demasiado numerosa, y tales superfluidades no son en modo alguno riquezas para el estado. Estos seres supernumerarios son como las ramas parásitas que, viviendo sólo a expensas del tronco, terminan siempre por extenuarlo. Recordad que siempre que en cualquier gobierno la población es superior a los medios de existencia, ese gobierno languidece. Examinad atentamente Francia: veréis lo que os ofrece. ¿Qué resulta de ello? Ya se ve. El chino, más sabio que nosotros, se guarda mucho de dejarse dominar así por una población demasiado abundante. Nada de asilo para los frutos vergonzosos de su desenfreno: abandona esos horribles resultados como las secuelas de una digestión. Nada de casas para la pobreza: no se la conoce en China. Allí todo el mundo trabaja; allí todo el mundo es feliz, nada altera la energía del pobre y cada uno puede decir como Nerón: Quid est pauper?
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EUGENIA,
a la Sra. de Saint-Ange
: Querida amiga, mi padre piensa lo mismo que el señor: en su vida ha hecho una obra buena. No cesa de reñir a mi madre por las sumas que gasta en tales prácticas. Era de la Sociedad maternal, de la Sociedad filantrópica: no sé de qué sociedad no era; él la ha obligado a dejar todo eso, asegurándola que le dejaría la pensión más módica si se le ocurría volver a caer en semejantes estupideces.

SRA. DE SAINT-ANGE: No hay nada más ridículo y al mismo tiempo más peligroso, Eugenia, que todas esas asociaciones; es a ellas, a las escuelas gratuitas y a las casas de caridad a las que debemos el horrible caos en que estamos ahora. No des jamás limosna, querida, te lo suplico.

EUGENIA: No temas; hace tiempo que mi padre exigió de mí lo mismo, y la beneficencia me tienta demasiado poco para infringir, en esto, sus órdenes..., los impulsos de mi corazón y tus deseos.

DOLMANCÉ: No dividamos esa porción de sensibilidad que hemos recibido de la naturaleza: es aniquilarla más que ampliarla. ¿Qué me importan a mí los males de los demás? ¿No tengo bastante con los míos para ir a afligirme con los que me son extraños? ¡Que el fuego de esa sensibilidad no alumbre nunca otra cosa que nuestros placeres! Seamos sensibles a cuanto los halaga, absolutamente inflexibles con todo lo demás. De ese estado anímico resulta una especie de crueldad no exenta a veces de delicia. No siempre se puede hacer el mal. Privados del placer que da, compensemos al menos esa sensación mediante la pequeña maldad excitante de no hacer nunca el bien.

EUGENIA: ¡Ah, Dios! ¡Cómo me inflaman vuestra lecciones! Creo que me mataría antes que obligarme ahora a hacer una buena acción.

SRA. DE SAINT-ANGE: Y si se presentase una mala, ¿estarías también dispuesta a cometerla?

EUGENIA: Cállate, seductora; no responderé hasta que no hayas terminado de instruirme. Me parece que después de cuanto me decís, Dolmancé, nada es tan indiferente sobre la tierra como cometer en ella el bien o el mal; ¿sólo nuestros gustos, nuestro temperamento, deben ser respetados?

DOLMANCÉ: ¡Ah! No lo dudéis, Eugenia; esas palabras de vicio y virtud sólo nos dan ideas puramente locales. No hay ninguna acción, por singular que podáis suponerla, que sea verdaderamente criminal; ninguna que pueda llamarse realmente virtuosa. Todo es en razón de nuestras costumbres y del clima que habitamos; lo que aquí es crimen, es con frecuencia virtud cien leguas más abajo, y las virtudes de otro hemisferio podrían, a la recíproca, ser crímenes para nosotros. No hay horror que no haya sido divinizado, ninguna virtud que no haya sido reprobada. De tales diferencias puramente geográficas nace el poco caso que debemos hacer de la estima o del desprecio de los hombres, sentimientos ridículos y frívolos, por encima de los cuales debemos ponernos, hasta el punto incluso de preferir sin temor su desprecio, a poco que las acciones que nos lo merezcan tengan alguna voluptuosidad para nosotros.

 

EUGENIA: Pero me parece, sin embargo, que debe de haber acciones bastante peligrosas, bastante malas en sí mismas como para haber sido generalmente consideradas como criminales, y castigadas por tales de una punta a otra del universo.

SRA. DE SAINT-ANGE: Ninguna, amor mío, ninguna; ni siquiera la violación o el incesto; ni siquiera el asesinato o el parricidio.

EUGENIA: ¡Cómo! ¿Pueden excusarse en alguna parte tales horrores?

DOLMANCÉ: Han sido honrados, coronados, considerados como excelentes acciones, mientras que en otros lugares la humanidad, el candor, la beneficencia, la castidad, todas nuestras virtudes, en fin, eran miradas como monstruosidades.

EUGENIA: Os suplico que me expliquéis todo eso: exijo un breve análisis de cada uno de esos crímenes, rogándoos que comencéis por explicarme, primero, vuestra opinión sobre el libertinaje de las muchachas, luego sobre el adulterio de las mujeres.

SRA. DE SAINT-ANGE: Escúchame entonces, Eugenia. Es absurdo decir que tan pronto como una muchacha está fuera del seno de su madre, debe, desde ese momento, convertirse en víctima de la voluntad de sus padres, para permanecer así hasta su último aliento. No es en un siglo en que la amplitud y los derechos del hombre acaban de ser profundizados con tanto cuidado en el que las muchachas jóvenes deben seguir creyéndose esclavas de sus familias, cuando está probado que los poderes de esas familias sobre ellas son absolutamente quiméricos. Escuchemos a la naturaleza sobre tema tan interesante, y que las leyes de los animales, mucho más cercanos a ella, nos sirvan un momento de ejemplo. ¿Se extienden los deberes paternales en ellas más allá de las primeras necesidades físicas? Los frutos del goce del macho y de la hembra ¿no poseen toda su libertad, todos sus deseos? Tan pronto como pueden caminar y nutrirse solos, desde ese instante, ¿les conocen los autores de sus días? Y ellos, ¿creen deber algo a los que les han dado la vida? Indudablemente no. ¿Con qué derecho los hijos de los hombres están, pues, constreñidos a otros deberes? ¿Y qué fundamenta esos deberes si no es la avaricia o la ambición de los padres? Ahora yo pregunto si es justo que una joven que comienza a sentir y a razonar se someta a tales frenos. ¿No es acaso el prejuicio únicamente el que prolonga esas cadenas? No hay nada más ridículo que ver a una joven de quince o dieciséis años, urgida por deseos que está obligada a vencer, esperar, entre tormentos peores que los del infierno, que plazca a sus padres, tras haber hecho desgraciada su juventud, sacrificar aun su edad madura, inmolándola a su pérfida codicia, asociándola, a pesar suyo, a un esposo que o no tiene nada para hacerse amar o lo tiene todo para hacerse odiar.

¡Ay! No, no, Eugenia, tales ataduras serán muy pronto aniquiladas; es preciso que, alejando desde la edad de razón a la joven de la casa paterna, y tras haberle dado una educación nacional, se la deje dueña de convertirse, a los quince años, en lo que quiera. ¿Dará en el vicio? ¿Y qué importa? Los servicios que brinda una joven consintiendo en hacer la felicidad de todos los que a ella se dirigen, ¿no son infinitamente más importantes que los que, aislándose, ofrece a su esposo? El destino de la mujer es ser como la perra, como la loba: debe pertenecer a cuantos quieran algo de ella. Es, evidentemente, ultrajar al destino que la naturaleza impone a las mujeres encadenarlas por el lazo absurdo de un himeneo solitario.

Esperemos que se abran los ojos, y que, al asegurar la libertad de todos los individuos, no se olvide la suerte de las desgraciadas muchachas; pero, si son tan dignas de lástima que resultan olvidadas, deben colocarse ellas mismas por encima de la costumbre y del prejuicio y pisotear audazmente los hierros vergonzosos con que pretenden esclavizarlas; triunfarán entonces al punto de la costumbre y de la opinión; el hombre, vuelto más sabio porque será más libre, sentirá la injusticia que cometía por despreciar a las que así actuaron, y que el hecho de ceder a los impulsos de la naturaleza, mirado como un crimen en un pueblo cautivo, no puede serlo en un pueblo libre. Parte, por tanto, de la legitimidad de tales principios, Eugenia, y rompe tus cadenas al precio que sea; desprecia las vanas reprimendas de una madre imbécil, a quien legítimamente no debes más que odio y desprecio. Si tu padre, que es un libertino, lo desea, en buena hora: que goce de ti, pero sin encadenarte; rompe el yugo si quiere esclavizarte; más de una joven ha actuado de la misma forma con su padre. Jode, en una palabra, jode; para esto has venido al mundo; no pongas límite alguno a tus placeres, a no ser el de tus fuerzas o el de tus deseos; ninguna excepción de lugares, de tiempos ni de personas; a toda hora y en todos los lugares, todos los hombres deben servir a tus voluptuosidades; la continencia es una virtud imposible, de la que la naturaleza, violada en sus derechos, nos castiga al punto con mil desgracias. Mientras las leyes sean las que todavía son, usemos de ciertos velos; la opinión nos obliga a ello; pero compensémonos en silencio de esa castidad cruel que estamos obligadas a tener en público. Que una muchacha trabaje por conseguir una buena amiga que, libre y de mundo, pueda hacerle gustar secretamente los placeres; que, a falta de esa amiga, trate de seducir a los argos de que está rodeada; que les suplique que la prostituyan, prometiéndoles todo el oro que puedan sacar de su venta, y esos argos por sí mismos, o las mujeres que ellos encuentren, y que se llaman celestinas, realizarán al punto las miras de la joven; que entonces arroje polvo a los ojos de cuantos la rodean, hermanos, primos, amigos, padres; que se entregue a todos, si es necesario para ocultar su conducta; que haga incluso, si se lo exigen, sacrificio de sus gustos y de sus afectos, una intriga que le ha desagradado, y a la que se habrá entregado sólo por política, no tardará en llevarla a una situación más agradable, y ya está lanzada. Pero que nunca vuelva a los prejuicios de su infancia; amenazas, exhortaciones, deberes, virtudes, religión, consejos, que pisotee todo; que rechace y desprecie obstinadamente cuanto sólo tienda a encadenarla de nuevo, cuanto, en una palabra, no apunte a guiarla al seno de la impudicia. Las predicciones de desgracias en el camino del libertinaje no son más que una extravagancia de nuestros padres; hay espinas en todas partes, pero las rosas se encuentran por encima de ellas en la carrera del vicio; sólo en los senderos cenagosos de la virtud no las ha hecho nacer nunca la naturaleza. El único escollo a temer en el primero de esos caminos es la opinión de los hombres; pero ¿qué muchacha ingeniosa no ha de superar esa despreciable opinión a poco que reflexione? Los placeres recibidos de la estima, Eugenia, no son más que placeres morales, sólo convenientes a ciertas cabezas; los de la jodienda agradan a todos, y estos seductores atractivos nos compensan pronto de ese desprecio ilusorio al que es difícil escapar si se desafia a la opinión pública, pero del que muchas mujeres sensatas se han burlado hasta el punto de hacer de él un placer más. Jode, Eugenia, jode pues, ángel mío: tu cuerpo es tuyo, sólo tuyo; sólo tú en el mundo tienes derecho a gozar de él y a hacer gozar con él a quien bien te parezca. Aprovecha el tiempo más feliz de tu vida: ¡son demasiado cortos estos felices años de nuestros placeres! Si somos lo bastante afortunadas para haber gozado en ellos, deliciosos recuerdos nos consuelan y nos divierten aún en nuestra vejez. ¿Que los hemos perdido?... Recuerdos amargos, horribles remordimientos nos desgarran y se unen a los tormentos de la edad para rodear de lágrimas y zarzas la funesta proximidad del ataúd... ¿Tienes acaso la locura de la inmortalidad? Pues bien, querida, es jodiendo como permanecerás en la memoria de los hombres. Se ha olvidado pronto a las Lucrecias, mientras que las Teodoras y las Mesalinas son motivo de las conversaciones más dulces y más frecuentes de la vida ¿Cómo pues, Eugenia, no preferir un partido que, coronándonos de flores aquí abajo, nos deja aún la esperanza de culto más allá de la tumba? ¿Cómo, pregunto yo, no preferir este partido a aquel que, haciéndonos vegetar imbécilmente en la tierra, no nos promete después de nuestra existencia más que el desprecio y el olvido?

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