Read Fin Online

Authors: David Monteagudo

Fin (15 page)

Por la empinada subida asciende lentamente un grupo colorido pero silencioso, formado por cinco mujeres y tres hombres. Blanquean las gorras, y de vez en cuando destella el brillo de unas gafas de sol, de unas zapatillas chillonas. Detrás del grupo, el camino desciende en prolongada pendiente cada vez menos pronunciada, como una herida en la masa boscosa, con algunas edificaciones desperdigadas a un lado y otro, medio ocultas entre los árboles.

Los perros han ladrado furiosamente cuando el grupo se ha acercado, ya hace algunos minutos, a alguna de esas casas; y ahora siguen ladrando de vez en cuando, cansinamente, cada vez con menos convicción. Aparte de esos ladridos, y del sonido del calzado al chocar con la tierra, el silencio es total en los momentos en que los caminantes enmudecen: no se oye ningún grito en la lejanía, ni el sonido de ningún motor, ni la detonación lejana de la escopeta de un cazador. Sólo se percibe, envolviéndolo todo, el difuso latido de la mañana estival, compuesto por el zumbido de miles de insectos en diferentes grados de lejanía.

Poco a poco, el grupo se va aproximando a la casa que está en lo alto de la subida, donde muere la rudimentaria calle. Ahora ya se distinguen más detalles en el apretado rebaño que forman los caminantes: el vaivén alternativo de un bastón improvisado con una rama; alguna prenda de manga larga anudada a una cintura; las cabezas bajas, cansadas o pensativas; las gafas de sol que no miraban constantemente hacia arriba, como parecía desde lejos, sino que en realidad estaban en la gorra, encima de la visera.

Mirando desde la casa, los árboles ralean más a la derecha del camino; de modo que a través de los troncos y las desmedradas copas se puede ver allá abajo, a un centenar de metros, la cinta blanca y rectilínea de la pista que sube hacia el castillo. Hace calor; el sol ya está muy alto, y al ser la trocha ancha y desmadejada, son pocos los lugares en que los árboles se asoman con la suficiente decisión como para dar algo de sombra. Los caminantes suben trabajosamente, acomodando el ritmo del grupo a los que tienen más dificultades. Hay quien ya ha empezado a sudar; quien resbala constantemente en el suelo terroso y accidentado, lleno de piedras sueltas; quien empieza a arrepentirse de haber escogido precisamente ese calzado; quien lamenta no haber traído una gorra, no haber llenado una botella con agua, como ha hecho algún compañero.

Hugo jadea ruidosamente como resultado del esfuerzo al que le obliga la pronunciada pendiente, y su camiseta, de color azul celeste, tiene manchas de sudor en el cuello y las axilas; pero la impaciencia por inspeccionar la última casa le ha hecho acelerar el paso y dejar atrás a Cova, con quien venía hablando, e incluso adelantarse a María e Ibáñez, que caminan relajadamente a la cabeza del grupo, seguidos de cerca por Ginés.

Hugo se distancia unos metros, y es el primero en mirar por encima del seto desigual que rodea el perímetro de la finca, adosado a una valla hecha de postes de hierro y tela metálica.

—¡La puerta está abierta, tíos! ¡La puerta está abierta!

—grita Hugo triunfalmente, volviéndose hacia sus compañeros—. Aquí tiene que haber alguien por narices.

—Mientras no nos salga algún perro...—dice Nieves, desde la cola del grupo.

—No ha salido ninguno—dice Hugo, que ha oído el comentario.

—¿Qué puerta está abierta?—pregunta Ibáñez llegando al lado de Hugo, adelantándose para hacerlo dos o tres pasos a quienes le acompañaban—¿La de fue...? ¡Pero, tío!, ¿cómo puedes fumar ahora, después de esta subida?

Hugo se ha apresurado a encender un cigarro en cuanto ha considerado que su esfuerzo había sido coronado por el éxito, y ahora expulsa el humo con fuerza, distraídamente, haciéndolo rozar en los labios mientras no le quita ojo al chalet que tiene delante. No contesta a la segunda pregunta, pero sí a la primera:

—Las dos: la de la valla y la de la casa. Estoy viendo el portal, y hasta se ve un poco del recibidor o lo que sea. Hay que llamar.

—Espera. Espera que estemos todos—dice Ginés desde unos metros más atrás, acompañado ahora de María.

Inmediatamente, los cuatro empiezan a caminar rodeando la valla, recorriendo los pocos metros que les separan de la puerta de entrada a la finca.

—Están dentro, seguro—dice Hugo, con la obstinación de quien tiene que convencer a alguien—, nadie se va dejándolo todo abierto. Eso... o están por aquí cerquita.

Las otras cuatro mujeres, entretanto, han ido llegando y se apiñan ahora en torno a los primeros, frente a los dos pilares de obra de la cancela abierta. Maribel aprovecha la parada para consultar su teléfono móvil, para intentar una vez más ponerlo en marcha, por enésima vez, como han hecho todos y cada uno de sus compañeros en algún momento de la caminata.

—¿Ya estás fumando?—dice Cova, con una entonación tan discreta como el movimiento que ha hecho para ponerse al lado de Hugo. Pero Hugo ni siquiera la ha oído, o al menos simula no haberla oído; sigue mirando fijamente a la casa y, no obstante, da una última calada y tira al suelo el cigarro, que apenas iba mediado. Cova se desplaza un paso lateralmente, hacia su izquierda, y alarga un pie para aplastar cuidadosamente la colilla encendida.

—Espero que esta vez sea verdad—dice Amparo sin dirigirse a nadie en concreto—. Yo ya estoy negra: entre las que estaban cerradas a cal y canto y las otras, en las que no hay más que perros histéricos... yo ya no puedo más. Si en esta casa no hay nadie nos largamos. Esta urbanización es una mierda; parece un pueblo fantasma.

—Desde luego es bien cutre—dice Nieves—. Se supone que esto es una calle... No se cómo nadie se puede construir una casa en un sitio así.

—El terreno debe de ser muy barato—apunta Maribel.

—¡Chst! ¡Silencio!—se impone Hugo—. Voy a llamar al timbre. Quiero ver si se oye.

No se oye nada cuando Hugo aprieta el pulsador de plástico descolorido, deteriorado por la intemperie: nada que sobrepase el constante zumbar de los insectos que lo llena todo, y la luz cegadora del sol que cae a plomo sobre las cabezas.

—Debe de estar estropeado—dice Hugo, como para justificar su fracaso—, tiene pinta de no funcionar.

—A lo mejor sí que ha sonado y no se oye desde aquí.

—Se oiría; la casa está muy cerca. Y con este silencio...

—O aquí tampoco tienen electricidad.

—No seas cenizo.

—Habrá que entrar y llamar a la otra puerta... a la de la casa.

—O dar unas voces—dice Amparo, e inmediatamente se pone a gritar hacia la casa, haciendo bocina con las manos—. ¡Eo! ¡Buenos días! ¿Hay alguien aquí?

La única respuesta que recibe la llamada de Amparo es un pasajero reavivarse de los ladridos que se habían ido apagando en la lejanía.

—¡Con vosotros no iba, idiotas!—dice Amparo, mirando hacia la subida que han dejado atrás.

—Bueno. Habrá que entrar—dice Ibáñez, tomando aire, pero sin dar un paso.

—Pero... ¿entramos todos?—dice Nieves—. ¿No será mejor...?

—¡Joder! «Si hay que ir, se va»—cita Hugo—. ¡A ver si vamos a tener que hacer una asamblea hasta para ir al lavabo! ¿Es que estáis cagados o qué?

—Yo sí—dice Ibáñez—, no literalmente, pero... Y tú tampoco te has movido.

—¡Menos mal que tenemos hombres!—dice Amparo, pasando entre las dos columnas, atravesando la imaginaria línea que separa el camino del interior de la finca—. Vamos, Hugo: vamos a ver si hay alguien ahí dentro.

Amparo y Hugo empiezan a caminar hacia la casa, y al poco rato, tímidamente, les van siguiendo todos los demás.

—El problema es que te pueda salir un perro de golpe—dice Nieves desde las últimas posiciones, bajando la voz—. Y si has entrado en su propiedad...

—Si hubiese perros, ya habrían salido hace rato—dice Cova.

—Y las personas también—interviene Maribel, desde unos pasos más adelante—. Esto me da mala espina.

El chalet es más humilde, y también más feo visto desde cerca. El seto adosado a la cerca aparece raído y reseco, desdentado en varios lugares; y lo que oculta no es un jardín sino una superficie de tierra que sigue la inclinación de la montaña, y en la que se perciben las huellas de sucesivos intentos de hacer crecer césped, o tal vez macizos de flores, y por último de gravilla para formar una especie de camino. Hay algún árbol, probablemente un limonero, y un ciprés, y alguna otra especie leñosa que no ha tenido tanta suerte en su lucha con el sol inclemente, con las heladas del invierno. No faltan ni los proverbiales enanos de piedra, ni el banco oscilante, colgado de una estructura como un columpio, ni la mesa de jardín ni la barbacoa de obra en el rincón más resguardado del viento, cegada ahora con una baldosa, como consecuencia de las últimas prohibiciones.

Amparo y Hugo están llegando ya al pie de la puerta de entrada, separada del jardín por tres escalones, flanqueados por unas macetas de geranios. La edificación es cúbica y de una sola planta. La entrada está en el extremo derecho de la pared frontal, la que da al camino. Esta pared tiene dos ventanas asimétricas, protegidas por unas rejas pintadas de verde, y salva la pendiente del terreno con unos pilares de ladrillo. Entre estos pilares, en el hueco que queda bajo el suelo de la casa, se ve leña apilada y reseca, y alguna otra provisión cubierta por una lona. En cuanto al interior de la vivienda, por el hueco que deja la puerta entreabierta se ve parte de una pared blanca y la esquina que forma con otra, ocupada esta esquina por un mueble pequeño de madera oscura, una rinconera en la que reposa un jarrón con un adorno de flor seca. También se ve en la pared buena parte de un espejo circular, con un marco que parece de hierro forjado, simulando hojas o más bien los rayos del sol, pues el marco entero está pintado con purpurina. Dado el lugar por el que llegan los visitantes, y la altura a la que quedan respecto a éste, la superficie del espejo no revela ningún detalle de interés, más allá de la pared desnuda que tiene delante.

Hugo ya está con un pie en el primer escalón y otro en el segundo, y tal vez por estar mirando precisamente hacia ese espejo no percibe lo que Amparo, un poco más abajo, ha detectado inmediatamente, saludándolo con un chillido desgarrador. Una sombra, algo pequeño y vacilante, de no más de medio metro de altura, ha salido por la puerta. Es un animal, es gris, es pardo, pero no es un perro, es otra cosa, es... y se desliza escalones abajo con una mezcla de torpeza y rapidez, con un extraño agitar de su volumen. Para entonces ya han sonado otros chillidos de histeria, aunque la mayoría de los presentes ya ha comprendido de qué se trata, y el susto ha llegado amortiguado para los que estaban más lejos de la escalera. Incluso Hugo comprende ahora lo que ha visto, aunque en un principio se ha sobresaltado tanto como Amparo, y a duras penas ha podido retener el grito, reduciéndolo a un hipido angustioso.

—¡Es un águila!—dice alguien, mientras el animal anadea unos cuantos metros por el jardín, hasta encontrar la puerta de salida.

—No, no es un águila—dice Ginés—, es un buitre, o algo parecido; tenía el pico y el cuello típico de los carroñeros.

—¡ Y se ha ido tan tranquilo, el tío!—exclama Ibáñez.

—¿Cómo es que no vuela?

—Volará, volará... ¡Mira, ya se ha elevado!—dice Ginés, señalando la mancha que efectivamente se desplaza ahora en línea recta, rasgando en diagonal el fondo verde y granulado de la montaña.

—¡Su puta madre, qué susto me ha dado!—dice Hugo, respirando profundamente, como el que ha hecho un gran esfuerzo.

Hugo ha estado a punto de caerse. Amparo se ha agarrado a su camiseta tirando de él y le ha hecho trastabillar en los escalones.

—¿Estás bien? Casi me tiras...

—Es que... es que...—balbucea Amparo, con el miedo todavía metido en el cuerpo—me he asustado porque... yo esperaba ver un perro
y...
al ver eso no... no sabía qué pasaba, no... no sabía qué era.

—Todos nos hemos asustado—dice Ginés.

—Hay que ir con cuidado—apunta Maribel desde la última fila—, podría haber más.

—Eso no es lo más importante ahora—dice Ibáñez.

—No—dice Ginés, sintonizando con el pensamiento de Ibáñez—, lo más grave es qué hacía un buitre dentro de una casa en la que teóricamente viven personas.

—A lo mejor no viven. Quiero decir ahora; todo esto parece un poco abandonado

—¿Y entonces por qué está la puerta abierta?

—Habrán entrado a robar.

—A lo mejor el buitre está domesticado—dice Cova, atrayendo inmediatamente todas las miradas—, es raro, pero... ahora hay gente que tiene...

—Vale, de acuerdo—dice Hugo con voz afectadamente nasal—, aceptamos buitre como animal de compañía... ¡Cariño!

—Yo lo decía por...—empieza a disculparse Cova, un tanto turbada, pero Nieves la interrumpe antes de que acabe su vacilante frase:

—¡No, ya sé!—dice con súbita animación—, ahora me acuerdo: el cura me dijo...

—¿El cura?—dice María.

—El refugio pertenece a la parroquia de Somontano, y el castillo también—aclara Nieves—. Es el cura el que tiene las llaves; me dijo que tuviéramos cuidado con los buitres, que habían empezado a proliferar desde que montaron la incineradora.

—Es verdad—recuerda Maribel—, antes ya había alguno: a veces se les veía volando por encima del desfiladero.

—Pues ahora hay un montón, y a veces se acercan a las casas buscando comida en los cubos de basura.

—Una cosa es acercarse...

—Por eso el cura insistía en lo de la basura—concluye Nieves—, que no dejáramos nada en el refugio, que lo subiéramos al contenedor.

—Bueno—dice María—, por una vez, y sin que sirva de precedente, es tranquilizador saber que estamos rodeados de buitres. Al menos así no es tan absurdo lo que acabamos de ver.

—No cantes victoria tan pronto—dice Amparo, aparentemente recuperada del sobresalto—. Aún queda la cola por desollar. A ver qué nos encontramos...

—No hables de desollar; —dice Ibáñez—me hace pensar en cuerpos ensangrentados, desgarrados por un pico...

—¡Basta ya!—estalla Maribel—. ¡No sé cómo podéis hacer bromas después de... ¡sois unos inconscientes!

—No bromeaba, de verdad—protesta Ibáñez—. Sólo estaba verbalizando mis pensamientos.

—Pues no verbalices tanto—concluye Amparo.

Un repentino silencio flota durante unos segundos sobre la reunión, mientras todas las miradas convergen hacia el hueco que deja la puerta entreabierta. Lo cierto es que el grupo retrocedió temeroso y se apartó para dejar pasar al animal, y desde entonces se han mantenido todos inmóviles, indecisos, a una prudente distancia de la puerta.

Other books

Sky Song: Overture by Meg Merriet
vN by Madeline Ashby
West of Paradise by Gwen Davis
The Wronged Princess - Book I by Kae Elle Wheeler
The Flight of Swallows by Audrey Howard
From the Warlord's Empire by Gakuto Mikumo
McKettricks of Texas: Tate by Linda Lael Miller
Phoenix and Ashes by Mercedes Lackey
Passion in Paris by Ross, Bella