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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Fronteras del infinito (34 page)

Miles se inclinó sobre su cara y sonrió como un lobo.

—Te gustan las fiestas, muchacho?

—Sí… —Sus ojos buscaban a alguien, pero no aparecía ningún amigo al rescate.

—¿Y a tus amigos?

—Ellos hacen las mejores fiestas, te lo aseguro —afirmó el muchacho, tal vez secretamente sacudido por la sospecha de que había caído en manos de alguien todavía más loco que él—. Será mejor que me sueltes, mutante, o te harán pedazos.

—Quiero invitarte, a ti y a tus amigos, a una fiesta
importante
—recitó Miles—. Vamos a tener una fiesta esta noche, una fiesta his-tó-ri-ca. ¿Sabes dónde encontrar el sargento Oliver de la 14 de Comandos?

—Sí… —admitió el muchacho con cautela.

—Bueno, ve a buscar a tus amigos y presentaos a él. Mejor será que reserves tu asiento en este ve-hí-cu-lo ahora mismo, porque si no estás en él, estarás debajo. El Ejército de la Reforma acaba de empezar su marcha. ¿Está claro?

—Sí —jadeó el chico mientras Suegar le apretaba el dedo sobre el plexo solar para dar énfasis a la cosa.

—Dile que te envía el hermano Miles —gritó Miles cuando el muchacho se alejaba tambaleándose y mirando nervioso por encima del hombro—. No puedes esconderte aquí. Si no apareces, enviaré a los comandos cósmicos a buscarte.

Suegar sacudió sus miembros entumecidos dentro de la nueva ropa usada que llevaba.

—¿Te parece que va a venir?

Miles sonrió.

—Luchar o volar. Ése viene, te lo aseguro. —Se estiró y volvió a emprender el camino que había seguido al principio—. Oliver.

Al final del día no tenían veinte, sino doscientos. Oliver había reunido cuarenta y seis. El muchacho que corría trajo dieciocho. Los signos de orden y actividad atrajeron a los curiosos. Un observador que se acercara al grupo sólo tenía que preguntar «¿qué pasa aquí?» para que lo reclutaran y lo convirtieran en cabo de inmediato. El interés de los espectadores llegó a convertirse en fiebre cuando las tropas de Oliver marcharon hasta la frontera de las mujeres y éstas los dejaron pasar. Al instante se incorporaron setenta y cinco voluntarios nuevos.

—¿Sabes lo que está pasando? —le preguntó Miles a uno cualquiera mientras hacía una corta inspección e iba formando los catorce grupos comando que pensaba organizar.

—No —admitió el hombre. Hizo un gesto hacia el centro de la zona de las mujeres—. Pero quiero ir adonde van ésos…

Cuando llegó a doscientos, Miles cortó las admisiones en honor al nerviosismo creciente de Tris, que veía cómo se desvanecían sus fronteras. No mucho después, esa cortesía se convirtió en una carta más en su mano dentro de la partida de debate estratégico que todavía mantenía con la líder de las mujeres. Tris quería dividir su grupo como siempre lo había hecho, la mitad para el ataque y la mitad para mantener la base en orden e impedir que las fronteras se derrumbaran. Miles insistía en un esfuerzo total. Todo el mundo fuera.

—Si ganamos, no necesitarás más guardias.

—¿Y si perdemos?

Miles bajó la voz.

—No nos atreveremos a perder. Ésta es la única vez que tendremos la sorpresa de nuestro lado. Claro que podemos retroceder… intentarlo de nuevo, yo estoy preparado, no, obligado por mi forma de ser a seguir intentándolo hasta la muerte. Pero después de esto, lo que estamos tratando de hacer será evidente para cualquier grupo contrario y tendrán el tiempo necesario para preparar contraestrategias. Odio los estancamientos. Prefiero ganar la guerra de entrada. No me gustan las guerras largas.

Ella suspiró, cansada de pronto, agotada, vieja.

—Hace años que estoy en guerra, ¿sabes? Después de un tiempo, hasta una guerra perdida parece mejor que una larga.

Miles sentía que su propia determinación se derretía, chupada por el vórtice devorador de la misma duda negra. Señaló hacia arriba y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo ronco.

—Pero, seguramente, no si la pierdes contra esos hijos de puta.

Ella miró hacia arriba. Se le enderezaron los hombros.

—No. No contra ellos… —Respiró hondo—. De acuerdo capellán. Tendrás tu esfuerzo completo. Por una vez…

Oliver volvió de una vuelta de reconocimiento por los grupos comando y se puso en cuclillas al lado de los otros dos.

—Tienen sus órdenes. ¿Con cuántas va a contribuir Tris en cada grupo?

—La comandante Tris —corrigió Miles cuando los ojos de ella se endurecieron—. Va a ofrecer un esfuerzo completo. Tendrás a todas.

Oliver hizo un cálculo rápido en el polvo con el dedo a modo de lápiz.

—Eso es… unas cincuenta por grupo… debería bastar. ¿Qué te parecen veinte grupos? Eso aceleraría la distribución cuando tengamos las líneas preparadas. Podría cambiar la suerte de la batalla.

—No —cortó Miles con rapidez cuando vio que Tris empezaba a asentir—. Tienen que ser catorce. Catorce grupos de batalla hacen catorce líneas para catorce montones. El catorce es… un número teológicamente significativo —agregó cuando vio que lo miraban con dudas.

—¿Por qué? —preguntó Tris.

—Por los catorce apóstoles —entonó Miles piadosamente.

Tris se encogió de hombros. Suegar se rascó la cabeza, empezó a decir algo y Miles lo cortó con una mirada furiosa. Suegar se calló.

Oliver lo miraba con los ojos atentos y entrecerrados, pero no siguió discutiendo.

Después vino la espera. Miles dejó de preocuparse por el peor de sus temores —que sus captores pusieran la comida demasiado pronto, antes de poder organizar sus planes— y empezó a preocuparse por el segundo de sus miedos, que la comida apareciera demasiado tarde, cuando él hubiera perdido el control de sus tropas y se le hubieran ido de las manos, aburridas y descorazonadas. Reunirlas había hecho que Miles se sintiera como un hombre que tira de una cabra con una soga de agua. Nunca le había parecido tan evidente la naturaleza insustancial de la «idea».

Oliver lo tocó en el hombro y señaló:

—Ahí vamos…

Un lado de la cúpula, a un tercio del borde del círculo de donde se encontraban ellos, había empezado a hincharse hacia adentro.

El momento era perfecto. Las tropas estaban listas, con el mejor ánimo. Demasiado perfecto… los cetagandanos habían estado observando todo el proceso, seguramente no perderían la oportunidad de hacerles la vida más difícil. Si el montón no aparecía temprano, tenía que aparecer tarde. O…

Miles saltó sobre sus pies, aullando.

—¡Esperad! ¡Esperad! ¡Esperad mi orden!

Sus grupos de asalto temblaron y dudaron, tentados por la meta anticipada. Pero Oliver había elegido bien a sus comandantes. Y ellos se quedaron, hicieron quedar a sus grupos y miraron a Oliver. Hacía tiempo habían sido soldados. Oliver miró a Tris, flanqueada por su lugarteniente, Beatrice, y Tris miró a Miles, enojada.

—¿Y ahora qué pasa? Vamos a perder la ventaja… —empezó a decir mientras empezaba la estampida general hacia el bulto de comida.

—Si me equivoco —aseguró Miles—, me suicido…, ¡Esperad, mierda! ¡A mi orden! No veo… Suegar, levántame… —Se subió sobre los frágiles hombros de su amigo y miró la hinchazón de la cúpula. La pared de fuerza sólo había empezado a desaparecer cuando sus oídos atentos captaron los primeros gritos de desilusión. La cabeza le daba vueltas. Cuántos círculos dentro de otros círculos: si los cetagandanos sabían, y él sabía que ellos sabían y ellos sabían que él sabía que ellos sabían, y… cortó su verborrea interna cuando empezó a aparecer una segunda hinchazón en la pared, al otro lado del círculo, claro…

El brazo de Miles se tendió en el aire, señalándolo como un hombre que sacude los dados antes de tirarlos.

—¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahora, al ataque!

Entonces Tris comprendió, silbó y lo miró con respeto antes de darse la vuelta y correr a azuzar al cuerpo principal de las tropas detrás de los grupos de asalto. Miles se deslizó al suelo y empezó a correr detrás, cojeando.

Miró por encima de su hombro mientras la masa gris de humanidad se aplastaba contra el lado opuesto de la cúpula y cambiaba de dirección a mitad de la marcha. De pronto, se sintió como un hombre que trata de ganar a una gran ola. Se permitió un pequeño quejido anticipatorio y corrió con más rapidez.

Una posibilidad más de equivocarse mortalmente… no. Sus grupos de asalto habían llegado al montón y la comida estaba allí. E intentaban coger todas las barras. Las tropas de apoyo los rodearon con una pared de cuerpos justo en el momento en que todos los demás empezaban a llegar desde el perímetro de la cúpula. Los cetagandanos se habían engañado a sí mismos. Esta vez les habían ayudado.

Cuando lo alcanzó la marea, Miles pasó de disfrutar de la visión panorámica de comandante a tener el punto de vista de un gusano. Alguien lo empujó desde atrás, Miles dio con la cara en el polvo. Pensó que reconocía la espalda del robusto Pitt que saltaba sobre él, pero no estaba seguro: era posible que Pitt lo hubiera pisado en lugar de saltar por encima de él. Suegar lo asió por el brazo izquierdo para levantarlo y Miles se mordió los labios para no gritar de dolor. Ya había demasiados gritos.

Reconoció al muchacho que corría, que se preparaba junto a otro grandote. Miles pasó a su lado y le soltó:

—Se supone que tienes que gritar
¡Alineaos!
, no
Jodeos

—Las señales siempre se degradan en el combate —murmuró para sí—, siempre.

Beatrice se materializó a su lado. Miles se aferró a ella al instante. Beatrice tenía su espacio personal, su perímetro privado, que se mantenía todo el tiempo a su alrededor. Miles la miraba fabricarlo con un codazo casual a la mandíbula de alguno y un ruido a roto que le retorcía el estómago. Si él intentara una cosa así, pensó con envidia, no sólo se rompería su propio codo sino que, probablemente, si su oponente fuera una mujer no sentiría el golpe ni siquiera en los pezones. Hablando de pezones, ahí estaba de pronto cara a… bueno no exactamente cara a
cara
, frente a la pelirroja. Resistió el impulso de acurrucarse en la tela suave y gris que cubría ese refugio con un suspiro de alegría. La idea era que si lo hacía, probablemente, terminaría con los dos brazos rotos. Alzó la vista hasta la cara rodeada de cabellos rojos.

—Vamos —dijo ella y lo arrastró a través de la multitud. ¿Estaba cayendo el nivel de ruido? La pared humana de sus propias tropas se abrió apenas lo suficiente para dejarlos pasar.

Estaban cerca del punto de salida de la línea de las tropas.

Funcionaba, por Dios, funcionaba. Los catorce grupos de asalto, reunidos todavía un poco demasiado cerca a lo largo de la pared de la cúpula —pero eso podía mejorarse para la próxima vez—, admitían a los hambrientos de uno en uno. Los organizadores mantenían las líneas en constante movimiento y llevaban a los que ya habían recibido lo suyo a lo largo del perímetro detrás de la pared humana que hacía de escudo en una riada permanente para que volvieran al campo abierto. Oliver había puesto a sus hombres de aspecto más fiero en parejas, patrullando la salida para que se aseguraran de que nadie robaba a otro su ración.

Hacía mucho tiempo que ninguno de esos hombres tenía la oportunidad de portarse como un héroe. No pocos de los nuevos policías se sentían entusiasmados con su trabajo —tal vez había incluso cuentas personales pendientes—. Miles reconoció a uno de los robustos detrás de un par de patrulleros. En apariencia, lo estaban golpeando un poco. Miles, que recordaba a qué había venido, trató de no sentir que el ruido del puño sobre la carne era música para sus oídos.

Miles, Beatrice y Suegar esquivaron el flujo de prisioneros con una barra en la mano para pasar hacia la zona de distribución. Con un suspiro casi arrepentido, Miles buscó a Oliver y lo envió a restaurar el orden entre sus policías.

Tris tenía las montañas de distribución y las líneas inmediatas bajo un control muy férreo. Miles se felicitó por haber dejado que las mujeres fueran las que llevaran a cabo el trabajo de la distribución. Definitivamente, había tocado una cuerda profunda con ese detalle. No pocos de los prisioneros murmuraron incluso un gracias entre dientes cuando les metieron la barra de rata entre las manos, y lo mismo hicieron los que estaban en línea detrás de ellos cuando les llegó el turno.

¡No, no, no!
, pensó Miles mirando hacia arriba, a la cúpula de aspecto inocente y silenciosa.
No
tenéis el monopolio de la guerra psicológica,
hijos de puta
. Vamos a dar la vuelta a los intestinos y espero que escupáis las tripas del susto.

Un altercado en uno de los montones de comida interrumpió sus meditaciones. Miles puso cara de disgusto cuando vio a Pitt en medio del problema. Se acercó con rapidez hacia el lugar.

Pitt, según parecía, había agradecido su barra de rata, no con un gracias sino con una burla, una risa sardónica y un taco. Por lo menos, tres de las mujeres estaban tratando de reducirlo sin mucho éxito. El hombre era musculoso y fuerte, y no tenía inhibiciones: se defendía. Una de las mujeres, no mucho más alta que Miles, salió volando como una pelota y no volvió a levantarse. Mientras tanto, la columna estaba parada y el flujo civilizado de futuros comensales totalmente perturbados. Miles maldijo entre dientes.

—Tú, tú, tú y tú. —Miles tocó los hombros de los elegidos—. Atrapad a ese tipo. Sacadlo de aquí. A la pared de la cúpula…

Los que Miles había tocado no parecían muy contentos con la misión encomendada; pero, para ese momento, Tris y Beatrice habían atacado con más ciencia. Pitt, salvaje y malhablado, desapareció entre las líneas. Miles se aseguró de que la distribución se reanudaba antes de centrar su atención en él. Oliver y Suegar se le habían unido.

—Voy a arrancarle las pelotas —decía Tris—. Ordeno…

—Una orden militar —interrumpió Miles—. Si este tipo está acusado de conducta desordenada, deberías formarle una corte marcial.

—Es un violador y un asesino —le replicó ella, con voz helada—. La ejecución es demasiado buena para él. Tiene que morir
despacio
.

Miles apartó un poco a Suegar.

—Es tentador, pero por alguna razón no me gusta la idea de entregárselo a ella… no me gusta nada. ¿Por qué?

Suegar lo miró con respeto.

—Creo que tienes razón. Hay… hay demasiados culpables.

Pitt, furioso, casi echando espuma, acababa de ver a Miles.

—¡Tú! Tú, debilucho lamecoños, ¿crees que ellas pueden protegerte? —Hizo un gesto con la cabeza hacia Tris y Beatrice—. No les alcanzan los músculos. Las vencimos antes y las volveremos a vencer. No habríamos perdido la maldita guerra si hubiéramos tenido soldados de verdad, como los barrayanos. Ellos no llenaron su ejército de coños y lamecoños. Y sacaron corriendo a los cetagandanos de su planeta…

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