Fundación y Tierra (13 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

—Así es, ministra. Y ya que soy ciudadano de la Fundación…

—Todavía no he terminado, consejero. Guarde sus objeciones para más tarde. Su acompañante es Janov Pelorat, erudito, historiador y ciudadano de la Fundación. Usted es el doctor Pelorat, ¿verdad?

Pelorat no pudo reprimir un ligero sobresalto al volver la Ministra su aguda mirada hacia él.

—Sí, mi… —Se interrumpió y empezó de nuevo—: Sí, ministra.

Ésta cruzó las manos con fuerza.

—En el informe que me ha sido enviado, no se menciona a ninguna mujer. ¿Es ésta miembro de la dotación de la nave?

—Sí, ministra —respondió Trevize.

—Entonces, me dirigiré a la mujer. ¿Su nombre?

—Me llaman Bliss —dijo ésta, irguiéndose en su asiento y hablando con tranquila claridad—, aunque mi nombre es más largo, señora. ¿Desea que se lo diga entero?

—De momento, me contentaré con Bliss. ¿Es usted ciudadana de la Fundación, Bliss?

—No, señora.

—¿De qué mundo es usted ciudadana, Bliss?

—No tengo documentos que acrediten mi ciudadanía de cualquier mundo, señora.

—¿No tiene documentos, Bliss? —preguntó mientras hacía una pequeña señal en los papeles que tenía delante—. Tom o nota de ello. ¿Qué trabajo desarrollaba usted a bordo de la nave?

—Soy una pasajera, señora.

—¿Le pidieron sus documentos el consejero Trevize o el doctor Pelorat antes de que subiese usted a bordo, Bliss?

—No, señora.

—¿Les informó usted de que no tenía documentos, Bliss?

—No, señora.

—¿Cuál es su función a bordo de la nave, Bliss? ¿Responde su nombre a su función?

Bliss dijo con orgullo:

—Repito que soy pasajera de la nave y no tengo otra función —respondió Bliss con orgullo.

—¿Por qué acosa usted a esta mujer, ministra? —terció Trevize—. ¿Qué ley ha quebrantado?

La ministra Lizalor fijó su mirada en Trevize.

—Usted no es de nuestro mundo, consejero —dijo—, y no conoce nuestras leyes. Sin embargo, se halla sujeto a ellas si desea Visitarnos.

No trae sus previas leyes consigo; ésta es una norma general del Derecho galáctico, según tengo entendido.

—Estoy de acuerdo, ministra, pero con ello no me dice qué leyes de ustedes ha quebrantado Bliss.

—Es norma general en la Galaxia, consejero, que un visitante de un mundo que se halle fuera de los dominios del que usted está visitando traiga consigo sus documentos de identidad. Muchos mundos transigen a este respecto, por mor del turismo o por indiferencia. Pero Comporellon no hace lo mismo. Nuestro mundo es amante de la ley y la aplica con severidad. Ella, por el hecho de ser indocumentada, vulnera nuestra ley.

—No podía hacer otra cosa —dijo Trevize—. Yo pilotaba la nave y descendí en Comporellon. Ella tenía que acompañarnos, ministra, ¿o cree usted que podía pedirnos que la arrojásemos al espacio?

—Eso significa que también usted ha quebrantado nuestra ley, consejero.

—No, usted está equivocada, ministra. Yo no soy un forastero. Soy ciudadano de la Fundación; y Comporellon, junto con los mundos que le están sometidos, es una Potencia Asociada de la Fundación. Como ciudadano de la Fundación, puedo viajar a este mundo con plena libertad.

—Cierto, consejero, si posee documentos que demuestren que es ciudadano de la Fundación.

—Los tengo, ministra.

—Sin embargo, el que usted sea ciudadano de la Fundación no le da derecho a quebrantar nuestra ley haciéndose acompañar de una persona indocumentada.

Trevize vaciló. Estaba claro que el guardia fronterizo, Kendray, no había cumplido su palabra: por consiguiente, él no estaba obligado a protegerle.

—No nos detuvieron en la estación de inmigración, ministra, y consideré que eso llevaba implícito el permiso de traer a esta mujer conmigo.

—Es cierto que no les detuvieron, consejero, y que la mujer no fue denunciada por las autoridades de inmigración, las cuales le dejaron pasar. Presumo, sin embargo, que los funcionarios de la estación de entrada decidieron, con razón, que era más importante el hecho de que su nave aterrizase en la superficie del planeta que impedir el paso a una persona indocumentada. Con ello, estrictamente hablando, infringieron las normas, y el asunto deberá ser juzgado, pero puedo asegurar que el fallo declarará que la infracción estuvo justificada. Somos un mundo rígido en la aplicación de la ley, consejero, pero no tanto como para desatender los dictados de la razón.

—Entonces —dijo Trevize rápidamente—, apelo a la razón para mitigar su rigor ahora, ministra. Si la estación de inmigración no la había informado de que una persona indocumentada estaba a bordo de la nave cuando aterrizamos, usted no sabía que habíamos vulnerado alguna ley.

Sin embargo, salta a la vista que estaba resuelta a detenemos en el momento en que aterrizásemos, y eso fue lo que hizo. ¿Por qué, si no tenía motivos para pensar que se violaba la ley?

La ministra sonrió.

—Comprendo su extrañeza, consejero —repuso la ministra sonriendo—. Por favor, permítame asegurarle que el hecho de que supiésemos o ignorásemos la condición de su pasajera no tuvo nada que ver con su detención. Estamos actuando en nombre de la Fundación, de la cual, como usted mismo ha observado, somos una Potencia Asociada.

Trevize la miró fijamente.

—Pero eso es imposible, ministra. Peor aún: resulta ridículo.

Ella emitió una risita que quería ser melosa.

—Resulta curiosa su consideración de que lo ridículo le parezca peor que lo imposible, consejero. Y en eso estoy de acuerdo. Sin embargo, por desgracia para usted, no se trata de ninguna de ambas cosas. ¿Por qué habría de serlo?

—Porque yo soy un alto funcionario del Gobierno de la Fundación y desempeño una misión por encargo de éste, y es absolutamente inconcebible que quiera detenerme, o incluso que tenga poder para hacerlo, ya que gozo de inmunidad legislativa.

—Veo que ha omitido mi tratamiento, pero está profundamente conmovido y se le puede perdonar. Sin embargo, no me han pedido directamente que lo detenga. Sólo lo he hecho para poder realizar lo que me han pedido que haga, consejero.

—¿Y es, ministra? —preguntó Trevize, tratando de dominar su emoción delante de aquella mujer formidable.

—Que, como piloto de la nave, consejero, la devuelva a la Fundación.

—¿Qué?

—De nuevo ha omitido el tratamiento, consejero, lo cual es un grave descuido por su parte, y no le ayuda en nada. Supongo que la nave no es suya. ¿Fue diseñada por usted, o construida por usted, o pagada por usted?

—Claro que no, ministra. Me fue confiada por el Gobierno de la Fundación.

—Entonces, presumiblemente, el Gobierno de la Fundación, tiene derecho a revocar su propia decisión, consejero. Me imagino que es una nave muy valiosa.

Trevize no respondió.

—Se trata de una nave gravítica, consejero —prosiguió la ministra—. No puede haber muchas como esa, e incluso la Fundación debe disponer de muy pocas. Y ahora parecen lamentar el haberle confiado una de ellas. Tal vez usted pueda persuadirles de que le confíen otra que sea menos valiosa, pero que le baste para llevar á cabo su misión. En todo caso, nosotros debemos hacemos cargo de la nave en que llegó.

—No, ministra, no puedo entregarle la nave. Ni puedo creer que la Fundación le pida eso.

—No sólo a mí, consejero —sonrió ella—. Ni a Comporellon concretamente. Tenemos buenas razones para creer que la orden fue enviada a todos y cada uno de los mundos y regiones que se hallan bajo la jurisdicción de la Fundación o asociados con ella. De todo ello deduzco que la Fundación desconoce su itinerario y le está buscando con irritado empeño. Y de ello deduzco, además, que usted no tiene ninguna misión que realizar en Comporellon en nombre de la Fundación, ya que, en ese caso, ellos sabrían dónde se encuentra usted y sólo se habrían dirigido a nosotros. Dicho en pocas palabras, consejero, usted me ha mentido.

—Me gustaría ver una copia de la orden del Gobierno de la Fundación que han recibido ustedes, ministra —pidió Trevize con cierta dificultad—. Creo que tengo derecho a ello.

—Por supuesto, si todo esto termina en una acción legal. Aquí, nos tomamos muy en serio los formulismos legales, consejero, y sus derechos estarán totalmente protegidos, puedo asegurárselo. Sin embargo, todo resultada más fácil si llegásemos a un acuerdo sin la publicidad y las demoras que los procesos legales suponen. Preferiríamos algo así y, estoy segura, la Fundación lo preferida también, ya que no deseará que toda la Galaxia se entere de la fuga de un legislador. Eso cubriría de ridículo a la Fundación y, según su propio criterio y el mío, sería peor que lo imposible.

Trevize guardó silencio de nuevo. La ministra esperó un momento y después prosiguió, imperturbable como siempre.

—Bueno, consejero, en ambos casos, por acuerdo privado o por acción legal, estamos resueltos a tener la nave. La pena por traer un pasajero indocumentado dependerá del camino que sigamos. Exija el procedimiento judicial y ella representará un punto más en contra de usted; además, todos ustedes habrán de cumplir la pena por ese delito, pena que puedo asegurarle no será leve. Lleguemos a un acuerdo, y su pasajera será enviada en un vuelo comercial al destino que ella elija y, ya que hablamos de esto, ustedes dos podrán acompañarla si lo desean.

O bien, si la Fundación está dispuesta a ello, podemos ofrecerle a usted una de nuestras naves, perfectamente equipada; siempre, como es natural, que la Fundación la sustituya con una nave equivalente de las suyas. Y, si por alguna razón usted no desea volver a territorio controlado por la Fundación, estaríamos dispuestos a ofrecerle refugio aquí y, tal vez, la ciudadanía comporelliana. Como puede ver, tiene mucho que ganar en caso de que lleguemos a un acuerdo amistoso, y nada en absoluto si insiste en sus derechos legales.

—Ministra, se precipita usted —dijo Trevize—. Promete lo que no puede cumplir. No puede ofrecerme refugio en el momento que la Fundación le ha ordenado que me entregue a ella.

—Consejero —respondió la ministra—, yo nunca prometo lo que no puedo cumplir. La orden de la Fundación se refiere sólo a la nave. No me han ordeñado nada con referencia a usted como individuo, ni con respecto a sus acompañantes. Repito que la orden se refiere únicamente a la nave.

Trevize miró a Bliss rápidamente.

—¿Me da usted su permiso, ministra —preguntó él—, para consultar un momento con el doctor Pelorat y Miss Bliss?

—Desde luego, consejero. Le concedo quince minutos.

—En Privado, ministra.

—Les conducirán a una habitación y, quince minutos después, serán traídos aquí de nuevo, consejero. No les molestarán mientras se encuentren allí, ni trataremos de escuchar su conversación. Le doy mi palabra de ello. Y siempre cumplo lo que prometo. Sin embargo, les custodiarán adecuadamente para que no cometan la locura de intentar escapar.

—Lo comprendemos, ministra.

—Y cuando regresen, confío en que usted se avendrá a entregar la nave. De no ser así, la justicia continuará su curso, y será mucho peor para todos ustedes, consejero. ¿Comprendido?

—Comprendido, ministra —respondió Trevize, ahogando su furor a duras penas porque la manifestación de éste no iba a hacerle ningún bien.

Entraron en una habitación pequeña, pero bien iluminada. En ella había un sofá y dos sillones, y se oía el suave zumbido de un ventilador. En conjunto era mucho más cómoda que el grande y aséptico despacho de la ministra.

Un guardia grave y alto les había conducido hasta allí, sin apartar la mano de la culata de su arma. Al entrar ellos se quedó fuera.

—Tiene quince minutos —avisó con voz dura.

No bien hubo dicho esas palabras, la puerta se cerró suavemente, con un chasquido.

—Espero que no puedan escucharnos —dijo Trevize.

—Nos ha dado su palabra, Golan —le recordó Pelorat.

—Juzgas a los demás por ti mismo, Janov. Lo que ella llama su palabra no me basta. La romperá sin vacilar un momento si así conviene.

—No podría —dijo Bliss—. Puedo escudar este lugar.

—¿Tienes un aparato protector? —preguntó Pelorat.

Bliss sonrió, mostrando súbitamente sus blancos dientes.

—La mente de Gaia es un escudo protector, Pel. Es una mente enorme.

—Estamos aquí —dijo Trevize con ira —gracias a las limitaciones de esa enorme mente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bliss.

—Cuando la triple confrontación se rompió, tú me apartaste de las mentes de la alcaldesa y del segundo fundador, Gendibal. Ninguno de los dos volvió a pensar en mí, salvo con distanciamiento e indiferencia. Tenía que quedarme solo.

—Tuvimos que hacerlo —dijo Bliss—. Tú eres nuestro recurso más importante.

—Sí. Golan Trevize, el que nunca se equivoca. Pero no retiraste mi nave de sus mentes, ¿verdad? La alcaldesa Branno no me pidió a mí; yo no le interesaba, pero pidió la nave. No había olvidado la nave.

Bliss frunció el entrecejo.

—Piénsalo —continuó Trevize—. Gaia pensó que yo incluía mi nave en mí, que formábamos una unidad. Sí Branno no pensaba en mí, no pensaría en la nave. Lo malo es que Gaia no comprende la individualidad. Creyó que la nave y yo éramos un solo organismo, y en esto se equivocó.

—Es posible —repuso Bliss con suavidad.

—Entonces —dijo Trevize llanamente—, tú tienes que rectificar ese error. Debo tener mi nave gravítica y mí ordenador. Todo lo demás carece de importancia. Por consiguiente, Bliss, haz que conserve la nave. Tú puedes controlar las mentes.

—Sí, Trevize, pero yo no ejerzo ese control a la ligera. Lo hicimos en relación con la triple confrontación, pero, ¿sabes cuánto tiempo se tardó en preparar, en calcular, en sopesar aquella confrontación? Se necesitaron, literalmente, muchos años. Yo no puedo acercarme a una mujer por las buenas y ajustar su mente de la manera que más convenga a alguien.

—Pero esta vez…

—Si iniciase ese curso de acción —prosiguió Bliss con gran energía—, ¿adónde iríamos a parar? Habría podido influir en la mente del agente de la estación de entrada y no hubiésemos tenido problemas para pasar inmediatamente. Habría podido influir en la mente del conductor del vehículo, y nos habría soltado.

—Bueno, ya que tú lo dices, ¿por qué no lo hiciste?

—Porque no sabemos adónde nos habría conducido esto. No conocemos los efectos secundarios, que podrían empeorar la situación. Si ahora arreglase la mente de la ministra a mi manera, esto afectaría a sus tratos con las personas con quienes se pusiese en contacto y, como ella desempeña un alto cargo en su Gobierno, podría afectar a las relaciones interestelares. Hasta que el asunto esté completamente aclarado, no me atrevo a tocar su mente.

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