Gente Letal (28 page)

Read Gente Letal Online

Authors: John Locke

—Te salvé la vida.

—Pero el que la había puesto antes en peligro habías sido tú.

No respondí.

—Oye, Creed —intervino Joe DeMeo—, como te has encariñado de esa niña de la unidad de quemados he pensado que podía quemar también a tu hija, para que hagan juego. Y si trata de salir corriendo por la puerta o saltar por una ventana la coseremos a balazos.

—¿A no ser que...? —dije.

—A no ser que soltéis las armas y os coloquéis ante la verja del muro. Todos.

Dos grupos de payasos habían acabado ya de perforar, pero el tercer taladro produjo un chirrido al topar con una barra de refuerzo de acero. El enano que lo manejaba lo desplazó unos centímetros a la izquierda y empezó otra vez.

—Mucho me temo que no puedo, Joe.

—¿Dejarás que mueran tu mujer y tu hija?

—Ex mujer.

—Vale. ¿Y tu hija?

—Vas a matarlas de todos modos —suspiré—. Y a mí también si tienes oportunidad.

—¡Estamos hablando de tu hija, coño!

—Me das más motivos para freírte todo el cuerpo con el arma especial que voy a meter en tu casita.

—Despídete de tu familia, Creed.

—Despídeme tú, haz el favor, que yo tengo trabajo.

Los dos primeros grupos de payasos metieron las cánulas de sus ADS por los agujeros que habían perforado. El tercero casi había concluido el segundo intento. Nos quedamos todos esperándolo.

Hugo se me acercó sin apartar los ojos de la retaguardia.

—Como tenías el altavoz puesto, he oído lo que decía ese mamón —dijo.

—¿Y?

—Que si te encuentras bien.

—Es la misma pregunta que me han hecho toda la vida.

Acabaron el último agujero y colocaron el último ADS en posición. En los tres grupos un enano conectó el transformador y accionó el interruptor. A su lado, un segundo payaso saltó varias veces sobre una cama elástica hasta alcanzar a ver por encima del muro. Cuando se sintió lo bastante seguro dio el salto definitivo y aterrizó encima del muro. Lo mismo hizo otro a continuación. El que quedaba en el suelo les lanzó seis cuchillos, de dos en dos, y los de arriba se los metieron en los cinturones especiales que llevaban y echaron a correr hacia la parte en que el tejado del primer piso quedaba por encima del muro. Los seis enanos lo alcanzaron de un brinco y se situaron detrás de los tres gabletes.

Entonces bajé de encima del Hummer, saqué una pistola de gas lacrimógeno del asiento trasero y se la lancé a Quinn. Ocupé mi puesto tras el PEPS, lo orienté a la entrada y Quinn se dirigió a la verja. Una vez allí se puso a disparar cartuchos de gas a todas las ventanas de la casa.

Me sorprendió que no hubiera hombres armados delante de la casa. Al empezar el ataque debían de haberse escondido dentro. El PEPS provocaba ese tipo de reacciones. De todos modos, ¿por qué no se habían parapetado en las ventanas del piso de arriba? Quizás estaban todos escondidos en la habitación del pánico de Joe. Ojalá. Eso me simplificaría mucho las cosas.

Oí un grito.

—Le he dado a uno —anunció uno de los duendecillos del tejado—. Trataba de salir por una ventana trasera para subir al tejado.

Oí varias descargas de disparos procedentes de la parte frontal de la casa. Quinn se agachó detrás del muro justo a tiempo. Entonces empezaron los chillidos que la gente sólo soltaba al recibir una ráfaga del ADS... pero se oían cuatro.

—Me he cargado a otro —informó un segundo duendecillo—. Ha intentado lo mismo, pero por otra ventana.

Oímos que arrancaba un motor en el garaje.

—¡Quedaos en posición! —grité delante del móvil.

Quinn regresó de un salto al punto donde había dejado el fusil. Lo recogió y apuntó a la verja.

Cuando empezó a abrirse disparé el PEPS. El coche de Joe salió disparado en diagonal hacia la salida y le solté una descarga a la máxima potencia: le derritió los neumáticos y provocó que volcara y se estampara contra la esquina de la verja. De inmediato surgieron de él varios hombres que echaron a correr, incluido Joe DeMeo.

Recorrieron menos de dos metros antes de que los alcanzara la descarga del ADS.

—¡Apagad los rayos! —bramé.

Crucé la verja con el Hummer y de un topetazo aparté el Mercedes de Joe para dejar el paso libre a Quinn y los tres payasos que esperaban al otro lado del muro con los demás puñales. Había cuatro tíos por los suelos. Destripamos a los dos que nos habían seguido a Joe y a mí en el cementerio el sábado anterior, y a Joe y Grasso les atamos las muñecas con más alambre plastificado.

Joe me escupió, pero no acertó.

—Tendría que haberme quedado en la habitación del pánico —dijo.

—No te habría servido de nada —repliqué—. Habría desmontado la máquina del todoterreno y la habría dirigido contra la pared. Ya has visto cómo te ha dejado el coche. Imagínate cómo habría quedado tu habitacioncita.

—Eso si hubieras sabido adónde dirigir el aparato —espetó con desdén.

—Ahí tienes razón, Joe.

—Por cierto —añadió—, tu familia está muerta.

—Eso dices tú.

Los primeros cuatro alcanzados por los rayos del ADS habían pasado a mejor vida, cosa lógica tras varios minutos de exposición. Mi récord personal era de menos de veinte segundos, así que podía imaginarme su sufrimiento.

Calculábamos que los habíamos neutralizado a todos, pero en caso contrario me daba exactamente igual. Recogimos todo el equipo y volvimos al campamento. Habíamos derrotado a casi veinte hombres armados y ocho perros de presa sin lamentar una sola baja. «Esto sí es una victoria», me dije.

Una vez en el campamento ya sólo quedaba una cosa por hacer: humillar a Joe.

Nunca me había caracterizado por mortificar a mis enemigos una vez derrotados, pero Hugo insistió en que se trataba de una tradición ancestral de los payasos y no quise interferir. Agarró un sifón y le mojó los pantalones mientras los payasos formaban un círculo a su alrededor, entrelazaban los brazos y canturreaban:

—¡Un baile, una canción, se te ha mojado el pantalón!

Se lo pasaron tan bien que fueron turnándose para duchar a Joe y Grasso. No tardaron mucho en dejarles los pantalones empapados.

—¡Estáis mal de la chaveta, joder! —chillaba DeMeo—. Pero te la he jugado, Creed. ¡He matado a tu hija y a tu mujer, cabrón del demonio!

—Ex mujer —lo corregí.

50

Por supuesto, Joe no había matado ni a Kimberly ni a Janet, y Sal Bonadello tampoco. La conversación a tres bandas entre Joe, Sal y yo estaba prevista en el plan. Había servido para que Joe creyera que tenía algo con que negociar, para darle una falsa sensación de seguridad. Al ver que seguía atacando la casa a pesar de la amenaza contra mi hija, había llegado a la conclusión de que estaba loco de remate. Su lógica había sido: «Si ni siquiera se molesta en tratar de salvar a su propia hija, ¿qué oportunidad tendré yo?» Joe, que estaba ya sumido en el pánico, debía de haberse sentido como una rata atrapada. Al menos ésa había sido mi intención, porque lo que quería era sacarlo de su escondrijo.

Y es que, en realidad, no sabía dónde estaba situada la habitación del pánico y la casa era gigantesca. Por lo visto, el arquitecto y su mujer no tenían ni idea ni de que existiera. El hombre decía que si Joe la había construido, habría sido mediante un segundo arquitecto, un tío que había modificado los planos originales y completado la obra para desaparecer poco tiempo después.

Lou había conseguido los permisos de construcción y nos había dado el nombre del segundo arquitecto, pero por lo visto DeMeo le había ordenado que no hiciera constar las modificaciones. Quinn y yo nos sentíamos fatal por haber secuestrado y torturado a nuestro arquitecto y su señora con el rayo del ADS, pero ya se encontraban bien. Con suerte algún día recordarían aquella experiencia y se reirían. Además, ¿quién iba a creerse la historia si la contaban por ahí?

En total teníamos prisioneros al arquitecto, a su mujer, al guardia de seguridad, a Joe DeMeo y a Grasso. Me parecían demasiada gente, así que hice lo habitual cuando tenía que solucionar un lío.

Llamé a Darwin.

Envió a un equipo de limpieza a casa de Joe. Los payasos se quedaron vigilando al arquitecto, a su mujer y al guardia de seguridad hasta que hubieran acabado allí y pudieran ocuparse de ellos. Mientras, Quinn y yo atamos a DeMeo y Grasso a los laterales del Hummer y los hicimos correr varios kilómetros con los pantalones por los tobillos para darles una alegría a los payasos. Cuando nos cansamos aparqué en el arcén, planté una pistola en la sien de Joe y le ordené llamar a Garrett Unger. Argumentó que no se acordaba de las contraseñas, así que lo hice correr unos kilómetros más, con la mala pata de que no dejaba de caerse y acabó arrastrado la mayor parte del tiempo. Repetí el tratamiento hasta que recordó lo suficiente como para compensarnos a Addie, a Quinn, a Callie, a Sal Bonadello y a mí.

Después de que Joe cantara las contraseñas, Quinn los ató a Grasso y a él al PEPS, que seguía encima del Hummer. A continuación me los llevé a Edwards para meterlos en el avión de Darwin, que me dijo que no entendía cómo había tardado tanto en recorrer los cincuenta kilómetros que nos separaban de la base. Le contesté que nos había costado un poco arrancar.

Joe y Grasso estaban medio muertos después de haberlos arrastrado tanto y se les notaban las consecuencias en la cara y el cuerpo.

—¿Son familia tuya, Augustus? —preguntó Darwin tras echarles un vistazo. Y a mí—: ¿Me conviene saber por qué tienen los pantalones chorreando?

—Yo casi diría que no —respondí.

—¿Tenéis ropa seca que ponerles para que no estropeen los asientos del avión?

Quinn y yo le dimos las mantas de camuflaje, con las que envolvió a aquellos dos desgraciados. Recordé el traje de dos mil dólares que había lucido Joe la semana anterior en el cementerio y me hice cruces de lo mucho que había perdido el pobre en tan poco tiempo.

Jeff se llevó a los dos a Washington y los entregó al personal de seguridad de Darwin, mientras que Quinn y yo volamos a la central en un Gulfstream de la compañía.

51

—Fue por el traje, tío. Te lo juro por Dios, el traje le encantó. —Hablaba Eddie Ray, contando la historia de la chica que había conocido en la sección de artículos deportivos—. No estaba buena, sino lo siguiente.

—Para mí que ibas ciego —replicó Rossman, y los demás rieron.

El grupo de viejos amigos estaba tomando algo en Daffney Ducks, su bar habitual. Eddie Ray había crecido y pasado los cuarenta y seis años de su vida en un radio de menos de diez kilómetros de aquel lugar.

La chica había ido a comprar un regalo de cumpleaños para su padre. Una caña de pescar. No podía ser una cualquiera, tenía que llevarse la mejor. Eddie Ray se había quedado tan aturdido por su belleza que se había quedado allí plantado sin decir nada. «Me encanta el traje que llevas —le había dicho ella—. ¿Es de Armani?»

—Podéis reíros todo lo que queráis —dijo a sus compañeros de bar—, pero mañana he quedado para comer con ella.

—Dinos dónde e iremos a darle un repaso —espetó Lucas, haciendo un gesto obsceno con las manos y las caderas.

Más carcajadas.

—No es de ésas. Es una tía con un nivel. En serio.

La rubia despampanante le había preguntado por el traje, así que no podía quedarse sin responder. Eddie había reunido el valor necesario para contestar: «No estoy seguro de la marca, lo compré por catálogo.» Ella había asentido, impresionada. La cosa iba viento en popa, así que se había arriesgado a contar un chiste. «¡Y eso que no suelo leer mucho, joder! —había soltado, para luego añadir—: Con perdón de la expresión.» El taco no le había importado a la chica. «Qué gracioso —había contestado—. Tienes sentido del humor.»

—Le haré una foto y ya me diréis —propuso después en el bar, mientras invitaba a sus escépticos amigos a una ronda.

—Sobre todo que sea de frente —respondió Rossman—. Siempre me ha apetecido ver la cara de un cerdo con los labios pintados.

—Pues fijo que le hago una foto —insistió Eddie—, ¡y cuando la veáis os cagaréis en todo!

Habían hablado durante un rato y le había recomendado la mejor caña que tenían en la tienda. La chica se había quedado impresionada con lo mucho que sabía de pesca. Le había preguntado cómo se llamaba y cuando le había dicho que Monica él había comentado: «Yo una vez conocí a una Monica, cuando iba al instituto. Era muy guapa, la verdad.» Monica había sonreído con picardía, diciendo: «Me apuesto algo a que era tu novia», ante lo que él había replicado con un guiño: «Pues seguro que ganas.» Se habían reído los dos y ella había comentado: «Debías de tener muchas novias en el instituto si ya llevabas ese peinado tan chulo, corto por los lados y con melenilla por detrás.» «Lo normal, supongo», respondió él, y pasó a hablarle del equipo de fútbol y de la lesión de rodilla que se había hecho durante la última temporada de sus estudios, y entonces ya estaban en la caja y no pudo evitar aplicarle el descuento para empleados, es decir, que acabó comprando él la caña de pescar y luego ella le dio el dinero, en efectivo. Y esos billetes eran los que estaba gastándose en invitar a copas a sus amigos.

—Parad el carro —les advirtió—. Sólo puedo invitaros a la primera ronda. Tengo que ahorrar pasta para mañana.

La chica se había quedado tan impresionada con el descuento que le había dicho que tenía que hacer algo para darle las gracias. «Vamos a cenar por ahí esta noche», le había propuesto él, sin saber cómo habían salido aquellas palabras de sus labios. «Hum. No puedo cenar —había respondido ella—, pero si mañana te apetece coger el coche e ir al centro, podemos quedar para comer.»

Eddie se fue pronto del bar para prepararse para la gran cita que tenía todos los visos de cambiar su vida.

Los muchachos siguieron bebiendo y charlando, y Lucas trató de apostar con los demás a que la chica no iba a presentarse a comer al día siguiente, pero nadie quiso jugarse el dinero. No obstante, estaban convencidos de que una tía buena había engañado a Eddie Ray sólo para que le hiciera descuento.

Se equivocaban.

Cuando Eddie Ray llegó al restaurante y preguntó por Monica, la jefa de sala le entregó un sobrecito. Le temblaron las piernas y se desanimó. Le daba calabazas con clase, pero lo importante era que se las daba. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que le hubiera surgido algo en el último momento. En ese caso, no habría sabido cómo ponerse en contacto con él.

Other books

Snack by Emme Burton
We Are Here by Marshall, Michael
Heartwood by James Lee Burke
The Screwtape Letters by C. S. Lewis
Razor Wire Pubic Hair by Carlton Mellick III
The Savage Gentleman by Philip Wylie
The Maverick Prince by Catherine Mann
La música del mundo by Andrés Ibáñez
Eye of the Moon by Dianne Hofmeyr