Germinal (67 page)

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Authors: Emile Zola

Tags: #Narrativa

Indudablemente ella se habría defendido, y era extraño que nadie oyera ni una queja, ni un lamento, ni un grito.

Era necesario creer en un ataque repentino de locura furiosa, en una tentación inexplicable de asesinar, a la vista de aquel cuello tan blanco y tan terso. Llamó mucho la atención tal acto de salvajismo en aquel viejo imposibilitado, que había vivido siempre como un hombre honrado, como una bestia resignada, y siendo enemigo de las ideas modernas que empezaban a propasarse entre los obreros. ¿Qué rencor secreto, ignorado por él mismo, lo había llevado al asesinato?

El horror que todo ello inspiraba convenció a la gente y a la justicia de que era irresponsable, y de que aquel asesinato era el crimen de un idiota.

Los señores Grégoire, arrodillados junto al cadáver de su hija, gemían, inconsolables en su dolor terrible. Aquella hija adorada, aquella hija a quien tanto amaban, aquella cuyo sueño subían a contemplar de puntillas para no interrumpirlo, para la cual todo les parecía poco, había dejado de existir a manos de un asesino inconsciente. ¿Para qué querrían vivir ya, si no habían de vivir con ella y para ella?

La mujer de Levaque, horrorizada, no hacía más que gritar.

—¡Ah! ¡Viejo bribón! ¿Qué demonios has hecho? ¡Quién había de esperar cosa semejante!… ¡Y su nuera que no vendrá hasta la noche! ¿Queréis que vaya a buscarla?

El padre y la madre, anonadados, no contestaban. —¿Eh? Será mejor… Allá voy.

Pero antes de salir, la mujer de Levaque miró los zapatos. El barrio entero se había puesto en alerta; la gente se apiñaba a la puerta de la casa. Probablemente alguien robaría los zapatos. Además, en casa de los Maheu no quedaba ningún hombre a quien le sirvieran… Sin titubear más, los cogió debajo del brazo y se marchó con ellos. Debían estarle muy a la medida a Bouteloup.

En Réquillart, los señores de Hennebeau estuvieron con Négrel mucho rato, esperando a la familia Grégoire. Aún se hallaban allí cuando llegó la mujer de Levaque en busca de su vecina, y contó lo sucedido.

La señora de Hennebeau estuvo a punto de desmayarse. ¡Qué horror! ¡Pobre Cecilia! ¡Tan alegre, tan animada aquella misma mañana! El señor Hennebeau tuvo que hacer entrar a su mujer en la cabaña de Mouque un momento, para que se repusiera de la emoción. Con mano torpe y nerviosa le desabrochaba el vestido, turbado por el fuerte perfume que exhalaba el seno. Y cuando ella, con lágrimas en los ojos, abrazaba a Négrel, aterrado por aquella desgracia que impedía su boda, cuando el marido los vio lamentando juntos la muerte de aquella pobre muchacha, se sintió satisfecho y libre de una preocupación. Aquella desgracia lo arreglaba todo, pues sin duda era preferible que su mujer continuase con el sobrino, a que fuese en brazos del cochero o el criado de su casa.

V

Abajo, en el fondo de la mina, en el momento de la inundación, los infelices que se habían retrasado aullaban de terror. El agua les llegaba al pecho. El estruendo del torrente los aturdía. El estrépito producido por el maderamen en su caída, les hacía pensar en una catástrofe horrenda que acabara con el mundo entero; y su espanto sin límites crecía oyendo los relinchos de los caballos encerrados en la cuadra, relinchos de muerte, terribles, capaces de volver loco a cualquiera.

Mouque había soltado a Batallador. Y el pobre animal, con la crin erizada, el ojo dilatado y la mirada fija, contemplaba el agua, que iba subiendo de nivel rápidamente. De pronto, el animal volvió grupas, y emprendió una vertiginosa carrera por las oscuras galerías. Aquella fue la señal de ¡sálvese el que pueda! Todo el mundo echó a correr detrás del caballo.

—Aquí no hay nada que hacer —gritó Mouque—; vamos a ver si podemos salir por Réquillart.

La esperanza de salvarse por la mina vieja, si las aguas no la habían invadido todavía, les daba alas.

Los veinte corrían a cual más, levantando las linternas todo lo que podían, para que la humedad no las apagase. Afortunadamente la galería estaba en cuesta, y pudieron recorrer doscientos metros sin ser alcanzados por las aguas. Al llegar al primer sitio donde se cruzaban dos galerías, surgió un desacuerdo de opiniones. El mozo de cuadra se empeñaba en tomar por la izquierda, mientras que otros creían que por la derecha se acortaba el camino. Entre tanto, se perdió un minuto.

—¿A mí qué me importa que reventéis? —gritó Chaval—. Yo me voy por aquí —Y tomó la galería de la derecha, seguido de otros dos.

Los demás echaron a correr detrás del tío Mouque, que, después de todo, debía conocer aquello, puesto que había nacido y vivido siempre en Réquillart. Así y todo, titubeaba a cada momento. Cada vez que se presentaba una bifurcación de la galería se quedaba parado, acabando por tomar aquella que le aconsejaba su instinto. Esteban corría el último, retenido por Catalina, entorpecida por el cansancio y el miedo.

Por su gusto, hubiera torcido a la derecha, como Chaval, porque creía que aquél era el buen camino; pero lo detuvo el deseo de separarse del hombre a quien más aborrecía en el mundo.

Las opiniones volvieron a dividirse, y cada cual tiró por su lado, no quedando más que seis en el grupo que seguía al tío Mouque.

—Cógete a mis hombros, y te llevaré —dijo Esteban a la joven viéndola desfallecer.

—No; déjame —murmuró ella —; no puedo más; prefiero morir.

Se habían quedado un poco rezagados; y empezaba Esteban a cogerla en brazos a pesar de su resistencia, cuando la galería quedó interceptada. Un bloque enorme desprendido del techo, los separó de sus compañeros. La inundación crecía por todas partes, y no pudiendo continuar su camino, volvieron atrás, andando a la ventura, y sin saber la dirección que llevaban. Ya se había acabado todo; era necesario renunciar a salvarse por Réquillart. Su única esperanza consistía en huir de la crecida y llegar a las canteras más altas, de donde los compañeros los sacarían si el nivel de las aguas comenzaba a descender.

Esteban reconoció que se hallaban en el filón Guillermo.

—Bueno —dijo—; ya sé dónde estamos, y me parece que íbamos por buen camino; pero ahora sabe Dios… Mira, sigamos derecho, y subiremos por la chimenea.

El agua les llegaba al pecho. Caminaban con gran lentitud. Mientras llevasen luz no desesperarían, por lo cual apagaron una de las linternas, a fin de guardar el aceite para echárselo oportunamente a la otra. A punto de llegar a la chimenea, un ruido, detrás, les hizo volver la cabeza. ¿Serían los compañeros que, viendo cortado el camino, tomaban esta otra dirección? Oían un ronco alentar a lo lejos, y no se explicaban qué especie de tempestad podía ser aquella que se acercaba en un remolino de espuma. Y gritaron, al ver una masa gigante, blanquecina, salir de la sombra y esforzarse en alcanzarlos, entre la angostura del revestimiento que impedía su paso.

Era Batallador. Al huir, había galopado a lo largo de las galerías en tinieblas, desenfrenadamente. Parecía como si conociera el camino en aquella ciudad subterránea que habitaba desde hacía once años; y sus ojos veían claro en medio de la noche eterna en que había vivido. Galopaba, bajando la cabeza, por aquellas galerías angostas que llenaba su cuerpo enorme. Las galerías se sucedían, y las encrucijadas, sin que él vacilara. ¿Adónde iba? Allá lejos quizás, a aquella visión de su juventud, al molino a orillas del Scarpe en que naciera, al recuerdo confuso del sol abrasando el aire como una inmensa lámpara. Quería vivir, su memoria animal se despertaba, el deseo de respirar aún el aire de las llanuras lo impulsaba hacia adelante, hasta que descubriera la abertura de salida hacia la luz, hacia el cielo azul. Y una rebeldía súbita arrastraba su antigua resignación. El agua que le perseguía azotaba sus flancos, mordía su grupa. Pero, a medida que se hundía, las galerías se iban haciendo cada vez más estrechas y más bajas de techo. Galopaba sin embargo, indiferente a las rozaduras, dejándose en el maderamen jirones de pellejo. A su alrededor, la mina parecía contraerse, apretándolo y ahogándolo.

Al llegar cerca de ellos, Esteban y Catalina vieron cómo se estrellaba entre las rocas. Había tropezado y caído hacia delante, rompiéndose las dos patas. Con un último esfuerzo, se arrastró unos cuantos metros por tierra; pero la abertura no era ya la suficiente para su corpulencia, y quedó envuelto, agarrotado por la tierra. Su cabeza ensangrentada avanzó todavía, buscando una hendidura con sus ojos turbios. Mientras el agua subía rápidamente a su alrededor, se puso a relinchar, con el estertor profundo, atroz, con que los demás caballos habían muerto ya en la cuadra. Fue una agonía espantosa en medio de las tinieblas. Su grito de desesperación se hizo más ronco, a medida que el agua lo fue anegando paulatinamente. Hubo un último relincho terrible, y enseguida como un ruido de tonel que se llena. Luego, de nuevo un gran silencio. Catalina, presa de un repentino pavor, murmuró al oído de Esteban:

—¡Por Dios! ¡Sácame de aquí, sácame de aquí; no quiero morir!

El joven la había cogido por la cintura, y la llevaba como si fuese una pluma. Ya era tiempo, porque el agua subía, y cuando ellos penetraron en la chimenea tenían hasta el cuello mojado. Cuando consiguieron llegar a la primera galería superior, adonde las aguas de la crecida no alcanzaban aún, respiraron libremente. Pero su tranquilidad duró bien poco; acosados por la inundación, de aquélla subieron a la segunda galería, de ésta a la tercera, y así sucesivamente hasta la novena, que era la última. No había, pues, medio de subir más; si el nivel de las aguas no se detenía, estaban perdidos irremisiblemente.

Catalina, muerta de cansancio, aturdida por el miedo a los ruidos de aquella tempestad subterránea, continuaba diciendo:

—¡Yo no quiero morir, no quiero morir! ¡Sálvame!

Esteban, por tranquilizarla, le decía que allí no había peligro, que estaban corriendo hacía seis horas y que sin duda sus compañeros procurarían salvarlos. Y decía seis horas, por decir algo, puesto que había perdido la noción del tiempo, y en realidad habían tardado un día entero en aquella ascensión de galería en galería por el filón Guillermo. Se instalaron allí, calados hasta los huesos y tiritando. Ella se desnudó para retorcer la ropa, y volvió a ponerse los pantalones y la blusa sin secar del todo. Como estaba descalza, el joven la obligó a ponerse sus zuecos. Ahora ya podían esperar.

Enseguida, sintieron grandes dolores en el estómago, y comprendieron que se morían de hambre. Hasta entonces no pensaron en ello. Y como en el momento de ocurrir la catástrofe no habían almorzado todavía, encontraron en el bolsillo su merienda, aquellas tostadas de pan convertidas ahora en verdaderas sopas. Se repartieron el pan como hermanos, y luego la pobre muchacha, rendida de cansancio, se quedó dormida sobre la tierra húmeda. Él, atacado por el insomnio, la velaba con la cabeza entre las manos y la mirada fija en el suelo.

¿Cuántas horas transcurrieron así? No lo hubiera podido decir. Lo que sí sabía, es que por el agujero de la chimenea subía el agua, subía, firme en su empeño de devorarlos. Esteban, por compasión, no se atrevía a despertarla; pero al fin, ante la inminencia del peligro, no tuvo más remedio que hacerlo. Mas ¿por dónde huir? Y buscando, recordó que el plano inclinado establecido en aquella parte del filón se comunicaba por un extremo con el del piso superior de la mina. Tal recuerdo era una esperanza de salvación; así es que cuando Catalina, despierta, hablaba de morir, él la tranquilizó, diciendo:

—¡No! Cálmate; te juro que todavía no está todo perdido.

Con inmenso trabajo, gracias a esfuerzos verdaderamente sobrehumanos, llenos de heridas hechas por las escabrosidades de la pared, consiguieron llegar adonde deseaban; pero se quedaron atónitos cuando, al desembocar en la galería superior, vieron una luz y oyeron la voz de un hombre, que les gritaba enfurecido:

—Otros tan bestias como yo.

Reconocieron a Chaval, que estaba allí, furioso, sin poder seguir su amino a causa de recientes desprendimientos, los cuales, al producirse, habían matado a los dos compañeros que le acompañaban. Él, herido en un codo, tuvo, sin embargo, valor para arrebatarles las linternas y robarles de los bolsillos el pan del almuerzo. Al separarse de los dos cadáveres, otro derrumbamiento del techo acabó de cerrar la galería.

Al ver a los recién llegados, juró no repartir con ellos sus provisiones, aunque fuese preciso matarlos para conservarlas.

Luego, cuando vio quienes eran, se calmó de pronto, y comenzó a sonreír en son de burla.

—¡Hola! ¿Eres tú, Catalina? Buscas a tu hombre, ¿eh? Haces bien.

Y afectaba no notar la presencia de Esteban. Este último, furioso con aquel encuentro, había hecho un movimiento para proteger a la muchacha, que se estrechaba contra él. Pero no quedaba más remedio que aceptar la situación; y como se habían separado amistosamente, se contentó con preguntarle con la mayor tranquilidad:

—¿Has mirado al fondo? Ya habrás visto que es imposible llegar a las canteras.

Chaval seguía bromeando:

—¡Ah! Las canteras…; están todas cegadas, estamos aquí presos como un ratón en la ratonera. No hay más remedio que morir. Si te quedas —añadió después de un momento—, procura dejarme en paz, que yo no he de meterme contigo. Todavía cabemos aquí los dos. Luego veremos quien revienta primero… A menos que vengan a salvarnos, lo cual me parece muy difícil.

Esteban, sin hacerle caso, se limitó a contestar.

—Puede que si diéramos golpes nos oyeran.

—Estoy cansado de darlos… Mira, toma esa piedra, y a ver si eres tú más afortunado.

El joven recogió del suelo el pedazo de carbón que le indicaban, y comenzó a dar golpes en la pared, haciendo la señal de uso entre los obreros cuando se veían en peligro. Luego pegó la oreja a la vena, a ver si le contestaban. Veinte veces hizo lo mismo, y ninguna de ellas consiguió oír el menor ruido.

Entre tanto, Chaval, afectando gran tranquilidad, se entretenía en arreglar las tres linternas, después de apagar dos de ellas, para que le sirviesen más tarde. Luego dejó en un rincón el pan que le quedaba, que administrándolo bien sería suficiente para mantenerlo un par de días.

—Oye —dijo de pronto, volviéndose hacia Catalina—, cuando tengas hambre, ya sabes que la mitad de esto es para ti.

La joven no contestó. ¡Qué desgracia tan grande encontrarse otra vez entre aquellos dos hombres! Sentáronse todos en el suelo; ni Chaval ni Esteban hablaban una palabra; por indicación del primero, y a fin de economizar aceite, apagó el segundo su linterna; luego reinó entre ellos el más profundo silencio. Catalina se acercaba al joven, inquieta y disgustada con las miradas que le dirigía su antiguo amante. Las horas transcurrían, y el rumor del agua, que cada vez iba subiendo más de nivel, no cesaba ni un instante. Cuando la linterna estuvo a punto de apagarse, fue necesario abrir otra para encenderla; se estremecieron al pensar en el grisú; pero como era preferible morir de una vez a estar en la oscuridad, vacilaron muy poco. No pasó nada; afortunadamente no había grisú.

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