Authors: J. H. Marks
Girl 6 miraba al frente con determinación, casi con rabia. Pesaba tanto el equipaje, y llevaba unos tacones tan altos, que le costaba mantener el equilibrio. Pero lo mantenía.
—Tu Angela ya está bien —le gritó el ladrón—. He pensado que podíamos celebrarlo.
Ella no le contestó y siguió adelante. El ladrón era parte de su pasado, de un pasado que dejaba atrás.
El ladrón siguió sentado en el peldaño, preguntándose si iba a dejar que ella saliese de su vida. Quizá fuese lo mejor para los dos. Acaso había llegado el momento de cambiar. Pero el ladrón no lo veía claro. En absoluto. Aunque hubiese hecho las maletas y se marchase, por lo menos tenían que despedirse. De modo que se levantó y corrió hasta alcanzarla.
Girl 6 no se detuvo. Quiso ignorar al ladrón y seguir adelante con su vida. Pero él era insistente. Girl 6 pensó que le iba a ser muy difícil caminar por las aceras, atestadas de gente, con todo el equipaje que llevaba.
Sin embargo, por más que el ladrón insistía en ayudarla a llevar el equipaje, ella siguió sin hacerle el menor caso. Sólo cuando él le prometió que no le robaría nada logró arrancarle una sonrisa.
Girl 6 lo miró. ¿No iría a creer que temía que le robase? Aunque conocía al ladrón desde hacía mucho tiempo, nunca sabía si hablaba en serio o en broma.
A cinco manzanas de allí, el ladrón llevaba ya sus dos maletas, tan contento, pese a que ella no aminoraba el paso y a duras penas podía seguirla.
Girl 6 tenía algunas preguntas que hacerle acerca de los últimos meses.
—¿No me has llamado nunca?
—Lo habría hecho. Pero no figuras en el listín telefónico —dijo él.
Girl 6 lo miró. Quería tratar de comprenderlo, de entender lo que pretendía. Hacía mucho que no se molestaba en hacerlo. El ladrón entendió el significado de su mirada e intentó explicarle por qué la habría llamado, si hubiera podido hacerlo.
—Sólo quería que tuviésemos una conversación normal, como dos amigos. Saber qué tal te iba, y cosas así.
Girl 6 creyó que el ladrón decía la verdad. También sabía que él habría sido incapaz de tener sólo una conversación «como dos amigos». Por más que él se hubiese esforzado por no complicar las cosas, las habría complicado. Con todo, agradeció su buena intención.
Girl 6 pensó que le debía al ladrón alguna explicación acerca de adonde iba.
—Voy a Los Ángeles. Es más seguro.
El ladrón se sorprendió. No la entendía.
—¿Desde cuándo es Los Ángeles seguro? Terremotos, inundaciones, incendios, disturbios; de todo.
Semejantes calamidades le parecían a Girl 6 fácilmente superables. Había visto cosas peores, más íntimas catástrofes.
—Es más seguro que esto. Además quiero volver a mi carrera de actriz.
El ladrón seguía sin comprenderlo. ¿Por qué iba a ir a Los Ángeles, donde no conocía a nadie? ¿Por qué empezar de nuevo? Por lo menos, en Nueva York sabía cómo iban las cosas. Muchos la conocían y sabían que era una buena actriz. ¿Por qué dejar Nueva York? ¿Por qué dar un paso atrás? No lo comprendía.
—¿No puedes actuar en Nueva York?
Girl 6 sabía que allí nunca podría volver a su antigua vida.
—No, ya no. Han ocurrido demasiadas cosas.
El ladrón se detuvo y dejó las maletas en la acera. Girl 6 continuó adelante unos metros y se dio la vuelta. No sabía qué se proponía el ladrón, ni pensaba hacer nada por averiguarlo. Sólo quería marcharse de la ciudad; alejarse de todos. Sin embargo, el ladrón no decía ninguna tontería. Miró a Girl 6 y le habló sin acritud, de todo corazón.
—Te voy a echar de menos, Judy.
Ella se sintió invadida por una agridulce sensación. Trató de comprender por qué se sentía así.
Judy se esforzó por ahuyentar lo que sentía. No tardó en comprender que hacía demasiado tiempo que dejó de ser Judy. Si el ladrón le había robado muchas cosas —el corazón, la dignidad, el dinero, la paz de espíritu— ahora le hacía un regalo, le devolvía lo más valioso que tuvo nunca.
El ladrón le devolvía a Judy su identidad, su personalidad. Y se lo agradeció.
—Judy... Siempre me ha gustado cómo pronuncias mi nombre.
Judy y el ladrón se fundieron en un fuerte abrazo y se besaron. No era ni un reencuentro ni un adiós. Era el reconocimiento de su mutuo cariño. El reconocimiento de que a los dos les importaba lo que fuese del otro; y que les importaba a los demás. De que se aceptaban los dos como eran, con sus defectos y sus virtudes, entrelazados en la indescifrable urdimbre de la complejidad de la persona.
En la mente de Judy llovían teléfonos.
Judy se soltó del ladrón.
—Tengo que coger el avión, Sam.
Con Judy ausente, quizá Sam se librase de la etiqueta de ladrón que ella le había colocado y encauzase su vida de otra manera.
Judy paró un taxi y Sam la ayudó a meter el equipaje en el maletero. Subió y él le cerró la puerta amablemente.
El taxi arrancó y Judy respiró aliviada.
Judy Brown acababa de cruzar la verja de los estudios de la Paramount en el coche que conducía su chófer particular. Los vigilantes de seguridad le sonrieron con deferencia al franquearle la entrada. Sabían cómo tenían que comportarse ante una superestrella.
Una recepcionista salió a recibir a Judy Brown en el lujoso pabellón del director. Luego la condujo hasta un confortable sillón de la elegantísima sala de espera.
La recepcionista le ofreció agua de importación e incluso un vaso de vino.
A Judy Brown no le apetecía tomar nada. Se fijó en los recargados jarrones que rebosaban flores recién cortadas, en los enormes cuadros que, con desmesuradas abstracciones, pretendían representar figuras humanas, y en un gran acuario con un pez que parecía una piraña.
No cabía duda de que sus condiciones laborales habían mejorado mucho.
Al cabo de unos minutos, un empleado que vestía con exagerado atildamiento salió de uno de los despachos y le rogó que aceptase las excusas del director.
—
Siente haberla hecho esperar. Tenía que perfilar algunos detalles con sus agentes —le dijo el empleado, que le tendió la mano y la ayudó a levantarse del sillón.
Se adentraron por un amplio pasillo de suelo de mosaico, entre afiligranados arriates. El empleado se desvivía por tranquilizar a Judy Brown.
—
Por supuesto, no se trata de una audición, ni nada parecido. Sólo quiere verla un momento. Perfilar detalles.
—
Claro, claro —dijo Judy Brown con indulgente amabilidad.
Judy Brown sabía que no había mayor poder que el que no necesitaba demostrarse.
En la entrada del despacho los aguardaba uno de los directores de Hollywood más taquilleros de todos los tiempos. El director no tenía que hacerle la pelota a nadie, pero se sentía algo amedrentado ante la presencia de alguien tan importante como Judy Brown.
Judy Brown disfrutaba ante aquel alarde de hipócrita admiración. Aquel pelota la acariciaba con su meliflua voz.
—
/Cariño! ¡Nena! ¿Dónde has estado metida? Deja que te vea. ¡Humuuuummmm! ¡Te comería! ¡Huuuummmm!
—Hummmm. Bueno, Rob. Ahora le das el pie y que empiece...
La superestrella Judy Brown se esfumó y Judy volvió a la realidad, a su verdadera identidad de Judy, una desconocida actriz que acudía a una audición.
Judy llevaba una sencilla blusa blanca y no iba muy pintada. Estaba en un modesto estudio, a una irracional cantidad de kilómetros al norte de la Paramount.
No era una gran oportunidad. No era nada fabuloso, ni siquiera brillante, pero era algo.
El director siguió con sus instrucciones mientras la observaba a través de la pantalla del monitor.
—Tú, Rob, le das el pie. Y tú, encanto, cuando le contestes ladeas la cabeza muy despacio. Os besáis. Y te desabrochas la blusa, tal como hablamos. ¿De acuerdo? Vamos, Rob. ¡Acción!
Un hombre de treinta y tantos años, de varonil e ingenuo aspecto, le dio el pie.
—Abre.
A Judy le resultó familiar la voz, pero no acertó a recordar de quién era.
—Pasa —leyó Judy en el guión.
El director estaba concentrado en la acción.
—Besaos —les dijo.
Judy y Rob se besaron apasionadamente. El director quedó complacido. Tenían gancho. Explosivo.
—Bueno. Ahora desabróchate la blusa. Que se te vean las tetas, encanto. Vamos. Y sin dejar de besaros. Tú ayúdala, Rob. ¡Que no podemos pasarnos aquí la vida, cariño!
Judy trataba de recordar dónde había oído aquella voz. No estaba segura, pero la voz de Rob le sonaba a la de Cliente 1, aquel desgraciado que le dio el plantón en Coney Island.
A Judy le daba igual que Rob fuese Cliente 1. Al director se le caía la baba sólo con pensar que se iba a desabrochar la blusa. Pero Judy ya había cometido una vez aquel error y no pensaba equivocarse de nuevo.
¡A hacer puñetas el director! ¡Y a hacer puñetas Rob! ¡A hacer puñetas todos aquellos memos, que querían de ella algo distinto de lo que había ido a ofrecerles! Ella era una actriz, y una persona, y no un trozo de carne para darles gusto.
Judy ya se había hundido bastante en aquel sumidero en Nueva York. Había decidido cambiar radicalmente de vida y no iba a aceptar nada sucio nunca más.
Miró al director con firme determinación. No iba a perder siempre. Sería actriz y lo conseguiría limpiamente. Interpretaría el monólogo tal como debía ser.
—Quiero que sepa que la única razón por la que consiento es para dejar a salvo mi nombre, no por el qué dirán. Y ¡basta ya!
El director confiaba en que se quitase la blusa al hacer la pausa, pero se llevó una desilusión. Judy se identificó con el personaje, aunque sin dejar que la anulase. Sin perder de vista que interpretaba un papel. Y prosiguió con firmeza.
—Y, si a la postre les sirve a otros, tanto mejor. Me considero normal, sea lo que fuere lo que eso signifique. Algunos me llaman monstruo. Es una palabra que odio. No creo en las etiquetas. Pero, ¿qué se le va a hacer? Ése fue el trato.
El director aún confiaba en que aquella engreída calentorra les enseñase las tetas. Pero Judy recogió sus cosas. Ya había terminado su audición. Eso era todo lo que iban a ver de ella. El director se encogió de hombros.
—No se ofenda. Tratamos de trabajar con libertad, sin limitaciones. Es lo que requería el papel.
Judy no quiso escucharlo y salió de los estudios sin lamentarlo lo más mínimo. Al transponer la puerta de cristal se vio en Hollywood Boulevard, de pie sobre la estrella dedicada a Marilyn Monroe.
Miró a su alrededor y meneó la cabeza al ver las mugrientas tiendas de la zona. Judy no había imaginado que Hollywood pudiera ser un lugar tan cochambroso. Aunque la verdad era que ya no le sorprendía nada. Miró hacia adelante y vio en la neblinosa lejanía la hilera de estrellas dedicadas a los mitos del cine.
Por allí había turistas de todo el mundo. Tenían aspecto de cansados y estaban perplejos. Un grupo de japoneses miraba descorazonado en derredor. Aquello no era el glorioso Hollywood que esperaban encontrar. Unos alemanes consultaban el mapa, convencidos de haberse equivocado de sitio. No tenían más que mirarse entre sí, si querían ver algo más atractivo que la hedionda mugre de la zona, de las ruinas humanas que deambulaban por allí, comidos vivos por sus estériles sueños.
Un matrimonio de Miami —los dos muy obesos— posaba orgullosamente frente al Teatro Chino para la foto que les sacaba un buscavidas.
A Judy no le sorprendió ver tanta ruina. No era tan ingenua. Estaba dispuesta a emprender un difícil camino. No se hacía vanas ilusiones. Era consciente de lo que no alcanzaría. Pero sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
Judy salió de la sombra del edificio y siguió por Hollywood Boulevard.
La hiriente luz sureña de California no ocultaba nada, dejaba verlo todo en su cruda realidad. Judy no deseaba que fuese de otro modo. Estaba dispuesta a afrontar Hollywood. No se dejaba embaucar por espejismos. No iba a dejarse vencer por la desesperación.
Judy era más fuerte y más dura que hacía un año. Estaba dispuesta a interpretar el papel de su vida. Acababa de dar en su mente la orden definitiva. ¡Acción!
Siguió adelante, mezclada entre la gente pero sin dejar de ser ella misma.