Goma de borrar (16 page)

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Authors: Josep Montalat

—Gaspar tiene pasta de sobra, no le viene de aquí —arguyó.

—Sí, de acuerdo, pero este dinero lo adelanta a la sociedad, luego se le tendrá que devolver. También es nuestro dinero —le hizo ver David.

—Bueno, pues más motivo, si el dinero es nuestro qué problema hay.

—No te hagas el tonto.

—Bueno, por setenta y cinco mil pesetas que cobramos al mes, no será ninguna ruina para la sociedad.

—No hay que ser así. Debemos ser serios si queremos que esto funcione.

—Bueno, vale —dijo finalmente, sin mucha convicción.

Despertar a Cobre siguió siendo un suplicio para David y más después que se enrollara con una chica llamada Mati, que trabajaba en el
pub
New York de Empuriabrava. Por la noche, Cobre iba a verla allí. El lugar se convirtió en su acostumbrado puesto de venta de cocaína para su cada vez más numerosa clientela. Entre semana, esperaba a que la chica terminara su trabajo y luego se colocaban con marihuana, que a ella le gustaba mucho, además de alguna rayita de cocaína. Algunas noches, la chica dormía en su apartamento y también algunas veces era ella la que abría la puerta a David, cuando llegaba puntualmente a las nueve para hacerlo trabajar y le comunicaba que Cobre se estaba terminando de duchar o de vestirse. David le recriminaba esa doble vida amorosa.

—Y si Mamen hiciera lo mismo, ¿qué?

—No lo hará. Ella es distinta, me quiere sólo a mi.

—Claro, y tú no. ¿Tú quieres a dos, pues?

—Yo quiero a Mamen, pero un polvo no viene mal. Además, no soy el único. Todo el mundo lo hace. Tú también lo harías si tuvieras la oportunidad. ¿O no?

Ante aquellos argumentos, su amigo no insistía. Mamen en Barcelona, ajena a aquella reiterada infidelidad de su novio, por el contrario sólo pensaba en él, y en los días que faltaban para verlo de nuevo, cuando sus padres fueran a Roses. Por supuesto cuando ella venía, Cobre no visitaba el New York y antes de que llegara, adecentaba el apartamento eliminando las pruebas de su ya más que asidua visitante. A pesar de todo, una noche Mamen descubrió unas braguitas olvidadas bajo la cama y aunque utilizó la siempre eficaz excusa del «cariño, no es lo que parece», tuvo problemas para explicar ese extraño objeto encontrado en aquel sorprendente lugar. Sin embargo, no desistió de su infidelidad e incluso probó a ampliar su inicial harén con otra chica. Se trataba de Julia, otra camarera recién incorporada en el
pub
, que sólo trabajaba los fines de semana para ayudarse en los estudios de enfermería que cursaba en Girona.

La noche de un viernes en el que Mamen no venía de Barcelona, Cobre fue en ruta por varias discotecas a vender algunos gramos  de cocaína. Después, a las tres y pico, se dirigió en busca de Mati al New York. Vio la persiana bajada, la subió un poco y entró. La encontró esperándole, fumándose un porro de marihuana, riéndose con Julia, que se ponía la chaqueta, lista para salir. Mati invitó a la chica a ir con ellos a la discoteca 600’s de Santa Margarita y antes de entrar en el Panda encendió otro porro y los tres, sentados en la parte delantera del vehículo, lo fumaron hablando y riendo. Luego, sin cambiarse de asientos, arrancaron el coche y siguieron hasta la discoteca.

Como era difícil para Cobre cambiar las marchas del motor, Mati posicionada en medio lo hacia por él. La coordinación era complicada y se reían mucho. Ya en la carretera de Roses, probaron que Mati dirigiera el volante y le diera al pedal del acelerador y que fuera Julia quien cambiase las marchas, mientras Cobre sólo se cuidaba del pedal del embrague. El freno no les hacía falta. Se estuvieron tronchando de risa cada vez que tomaban una curva o cambiaban de velocidad hasta que de repente, en la urbanización de Santa Margarita, se toparon con una pareja de guardias civiles que de lejos les hacían indicaciones con una linterna para que se detuvieran.

—¡Jondia! La hemos jodido —dijo Cobre, pensando más en la droga que llevaba que en la posible multa por conducción temeraria.

—Jolines, qué mala leche. ¿Qué hago? —preguntó Mati sentada en medio, mientras Julia a su lado se reía.

—Déjalo, la cosa ya está jodida, ya nos deben de estar viendo —dijo Cobre con el vehículo casi detenido.

Bajó la ventanilla mientras el guardia que llevaba la linterna se situaba a su lado. Casi al mismo tiempo llegó otro coche y el guardia civil también lo hizo detener detrás de ellos. Luego se dirigió a él, saludando con la mano puesta en la gorra.

—Buenas noches —dijo el agente.

—Buenas noches —respondió Cobre con la mejor educación de que fue capaz, mientras Mati y Julia, sentadas a su lado, permanecían calladas, muy modositas las dos.

El guardia civil asomó la cabeza por la ventanilla bajada y ayudado por la luz de la linterna observó el interior del vehículo.

—¿Por qué van los tres delante? —preguntó intrigado.

—Por no ir los tres detrás —respondió Cobre lo primero que se le ocurrió, mientras Julia se tapaba la boca para contener su risa.

—¡Ah! Vale, sigan, pues —dijo el guardia civil, apartándose, dejándolos marchar.

Cobre puso primera. El vehículo traspasó al otro guardia, que estaba más avanzado, y en aquel instante los tres se rieron al unísono.

—Muy bien, Cobre —dijo Mati, besándolo en la mejilla.

—¿Por qué van los tres delante? Por no ir los tres detrás —imitó Julia con sorna las voces, provocando de nuevo las risas.

En la discoteca, no pararon de reírse hablando de lo mismo. Al cerrar, volvieron a subirse al Seat Panda.

—¿Nos ponemos otra vez los tres delante? —preguntó Julia.

—No, no tentemos a la suerte, ya hemos tenido chamba una vez —respondió Cobre.

Regresaron a Empuriabrava con Julia sentada detrás, con la intención de dejarla en el
pub
, donde tenía aparcado su coche. Pero por el camino Cobre iba pensando en modificar el plan y buscar alguna excusa para llevar a Julia a su apartamento e intentar sexo con las dos chicas. Cuando llegaron a la avenida principal de la urbanización, soltó la proposición.

—¿Vamos todos al apartamento y nos tomamos una rayita de despedida?

—Vale —aceptó Julia animada.

—Es un poco tarde, ¿no? —opinó Mati, no muy de acuerdo con la idea.

—No, venga, mañana es sábado y podemos dormir hasta tarde —respondió él, ya preparado ante esta posible objeción.

En el apartamento, Mati se sentía celosa. Hicieron la raya de cocaína y luego se fumaron otro porro de marihuana, pero la risa ya no volvió a ser tan espontánea como había sido hasta entonces. Cobre intentó crear un clima propicio para su idea del trío, pero la cosa no cuajó. Volvió a intentarlo con una sugerencia ingeniosa.

—Ya que estudias para enfermera, ¿por qué no jugamos los tres a los médicos? —propuso a Julia con una sonrisa maliciosa.

Mati se encargó de responder por ella, demostrando claramente que en cualquier triangulo amoroso siempre hay algún ángulo obtuso.

Dos semanas más tarde, un sábado por la noche, llegó Mamen a Empuriabrava sin avisarlo. No lo encontró en su apartamento y fue en su búsqueda por los distintos bares de Empuriabrava. Lo encontró en el New York; afortunadamente para él, bebiendo y hablando con un amigo, y con Mati detrás de la barra sirviendo  a unos clientes. Ante la imprevisible visita, Cobre se sintió muy incómodo y reaccionó extrañamente. No obstante, le dijo que le hacía mucha ilusión que hubiese venido así de improviso, ya que tenía ganas de verla. Mati, que no conocía a Mamen y que había dejado claro que el único menaje en el que estaba interesada era en el de la cocina, volvió a sentirse celosa por las atenciones que le prodigó. Le sirvió la bebida como si tal cosa, pero no dejó de estar pendiente de ellos.

En cuanto pudo, Cobre sacó a Mamen de allí y se la llevó al Chic. Encontró a David y tuvo que pedirle que le hiciera el favor de ir a su apartamento a eliminar cualquier prueba que pudiera incriminarlo en una posible infidelidad. David, como buen amigo, cumplió el encargo y se fue con las llaves del apartamento a Empuriabrava. Cuando, al cerrar la discoteca, Cobre llegó a la vivienda con Mamen, el lugar presentaba un aspecto más que razonable y se prometió regalar el lunes un gramo de la mejor cocaína a su socio por aquel inestimable favor.

Sin embargo, el lunes, una vez pasado todo, no hizo ningún regalo a su amigo y por la noche volvió al New York. Encontró a Mati extrañamente distante con él. Esa noche durmió solo. A la noche siguiente, fue a verla de nuevo. Después de hablar largamente con la chica y convencerla de que iba a dejar a su novia después de Navidad consiguió reanudar la relación.

Poco antes de las fiestas navideñas, la noche de un sábado en que Mamen no vino de Barcelona, Cobre aprovechó para visitar a Mati al New York y quedar con ella para encontrarse más tarde en el Chic de Roses, ya que iba a dedicar aquellas horas a liquidar la cocaína que llevaba encima. Allí, un conocido lo invitó a fumar de algo «super guay», según le dijo «y que seguro que no has probado nunca», añadiendo para acabar de convencerlo: «Ya verás qué chachi piruli lo pasas». Salieron fuera de la discoteca, donde el chico tenía aparcado su coche, se fumaron el porro de «aceite afgano puro» y luego volvieron a entrar.

Al cabo de unos diez minutos, Cobre notó los primeros efectos de la droga. Sentía la música con inusual potencia y a la vez muy lenta, y empezó a sentirse mareado y raro. Pensó que lo más conveniente era salir de la discoteca disimulando su estado. Se cruzó con David, que llegaba en ese momento, y no fue capaz de decirle nada. Su amigo se giró extrañado al verlo salir así, sin saludarlo.

Ya fuera, se dirigió a buscar el coche y se apercibió de que no había rescatado su chaqueta del guardarropía. Se quedó sentado en el Seat Panda. Todo le daba vueltas y pensó que lo más prudente era marcharse a su apartamento. Arrancó el vehículo y, concentrándose como pudo, enfiló por la carretera de Figueres en dirección a Empuriabrava. La vista se le nublaba en intermitencias de segundos y notaba que se dormía por momentos. Cuando el efecto desaparecía y le retornaba la lucidez, se encontraba conduciendo en el carril contrario o pisando la línea de separación. Los coches que venían en dirección opuesta le hacían luces y tocaban sus cláxones. Él giraba entonces el volante de golpe hasta devolverlo al carril correcto. Sucedió así unas cinco o seis veces. Seguía teniendo la impresión de que el tiempo discurría muy lentamente; apenas había hecho unos pocos kilómetros desde que había salido del Chic. Pese al frío de diciembre, abrió la ventana con la idea de que el aire fresco lo despejara y, al tiempo que agarraba el volante fuertemente con las manos y amorraba todo lo que podía su rostro al cristal del parabrisas, iba pensando en las palabras de su amigo, lo del «chachi piruli que lo iba a pasar», mientras en su cerebro se le proyectaban rayos y calaveras. Al fin, llegó al cruce de Empuriabrava y se sintió aliviado al ver que circulaban menos vehículos, aunque se veía incapaz de seguir conduciendo.

Detuvo el coche frente a la discoteca Scopas. Pensó en entrar e ir a los servicios a refrescarse. Se dirigió andando hacia la puerta, en dirección al portero, al que conocía, disimulando al máximo  su estado. En condiciones de gravedad cero lo hubiera saludado correctamente, pero con aquel subidón le salió una extraña cabezada y sus palabras se acercaron más al swahili clásico que a la lengua de Castilla. Se fue directo a los servicios y se mojó la cara. El efecto no disminuía y cada vez se sentía más mareado. Empezó a notar un extraño calor en todo el cuerpo. Se sentó sobre la taza bajada de un WC esperando que se le fuera mitigando. Empezó a sudar. Al cabo de unos minutos notó la camisa empapada. Todo su rostro chorreaba y nuevamente se estaba quedando dormido. Con el papel higiénico se secó las gotas de sudor que le salían por todos los poros. Recostó su espalda en la pared y la sintió fría, en contraste con el calor de su cuerpo. Oía lejana la música de la discoteca y con un anormal eco las palabras de los chicos que entraban y salían de los servicios. Estaba asustado. Intentó rezar pero se quedó dormido.

Cuando despertó estaba todo oscuro y la discoteca silenciosa. Vio que las manecillas fosforescentes de su reloj marcaban las seis de la madrugada. El sudor le había desaparecido, pero se sentía igual de mareado. Abrió la puerta del servicio y, palpando las paredes, localizó la puerta de salida. Las luces de emergencia iluminaban tenuemente la ahora despoblada discoteca y en el fondo de la espaciosa sala, al lado de una de las barras, vio que destacaba una luz más intensa, así que se dirigió hacia allá. Se trataba del cuarto que usaban como vestidor los empleados. Dos hombres lo vieron entrar y se asustaron de su presencia. Cobre les explicó que se había encontrado mal y se había quedado dormido en los servicios. Lo acompañaron hasta una salida que abrieron, levantando una persiana metálica. Salió al aire frío de la madrugada, anduvo en dirección al solitario Panda y una vez lo arrancó enfiló por la avenida principal. Al poco rato, sintió de nuevo que se mareaba. Giró en el cruce de una calle y vomitó fuera del vehículo. Se sentía otra vez muy mareado, se tambaleó y medio adormilado cayó sobre unos arbustos. Al cabo de un rato se pudo levantar. Los huesos le dolían. El frío había hecho mella en ellos. Estaba clareando. Entró de nuevo en el coche y lo puso en marcha en dirección a su apartamento. Por fin llegó. Como pudo, medio bamboleándose, subió las escaleras, abrió la puerta y sin desvestirse se dejó caer sobre la cama.

Durmió profundamente, sin sueños. Durante un rato en el que se despertó pudo quitarse la ropa y meterse dentro del lecho. Luego siguió durmiendo profundamente. Cuando volvió a despertar vio que el reloj indicaba las ocho. Se cercioró de la hora comprobándola en el despertador, ya que le parecía haber dormido mucho. Volvió a dormirse. Lo despertó el insistente sonar del timbre de la puerta. Barajó la posibilidad de no abrir, pero el timbre seguía sonando a intervalos regulares, así que se arrastró hasta la puerta y acabó de abrir los ojos allí. Era su socio.

—Hola, David —le dijo, medio atontado, frotándose los ojos—. ¿Qué haces por aquí a estas horas?

—¿Cómo que qué hago? Son las nueve pasadas.

—Sí, pero hoy es domingo.

—¿De qué vas Cobre? Estás muy raro últimamente. El sábado, en el Chic, pasaste por mi lado sin saludarme. Ahora me vienes con el cuento de que es domingo. Ya no sé qué decirte, cada día el mismo cuento.

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