Goma de borrar (2 page)

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Authors: Josep Montalat

Al cabo de unos meses, los padres de Ruth María se enteraron de que Cobre estaba de vuelta trabajando en la inmobiliaria Valle de la Orotava, y de que seguía acostándose con su apreciada hija, por lo que movieron sus influencias hasta conseguir empañar su bienestar haciendo que perdiera su empleo. Cobre, más inseguro a causa de este contratiempo, empezó a sentirse incómodo con las amistades que la hermosa Ruth María hacía en la facultad, y sus celos infundados y el férreo control que le quería imponer provocaron discusiones que fueron deteriorando la relación.

Ruth María comenzó a compartir su desgracia amorosa con un estudiante de cuarto curso que la supo escuchar, la dejó ser ella misma y que finalmente consiguió llevársela a la cama. Enterado del engaño y tras una discusión de 35 pares de cojones, o sea de 70, lo dejaron. Anduvo unos días muy bajo de ánimos y pensó incluso en visitar un psicólogo, pero al final con dos Kinder Sorpresa se repuso. Completó su cura el hecho de liarse con la nieta de una de sus clientas jubiladas, una belleza de la Castellana de Madrid, con la que utilizó la ya tradicional receta del doctor Mingo: meterla el viernes y no sacarla hasta el domingo. Cuando la madrileña se fue, decidió abandonar de una vez por todas Tenerife, jurándose a sí mismo no tomar nunca más una relación en serio.

Regresó a Hospitalet, donde la vida familiar se le hizo difícil. Su padre, ya jubilado debido a una reestructuración en SEAT, y temeroso de ver afectada su pensión, le insistía para que buscase un trabajo, pero él salía por la cosecante desviando el tema hacia el cultivo en la huerta de la alcachofa temprana y otras cuestiones menos comprometidas. Lo cierto era que en ese tiempo había cambiado. Se sentía muy distinto a su familia. Se avergonzaba de ellos por su condición humilde. Aunque tenía muchos miedos —principalmente el de no tener dinero—, se sentía mayor. Si antes era supersticioso, ahora había visto acentuado aún más este aspecto y cada día leía su horóscopo en el periódico. Le gustaba vestir bien y con lo que sisaba a sus padres se compraba ropa de marca y llenaba el depósito de gasolina del Panda que su hermano le había conseguido y reparado entre los vehículos defectuosos de SEAT. También se apuntó a un gimnasio donde jugaba al squash y se musculaba mientras observaba a las féminas que cuidaban su forma física. Sin olvidar su propósito de no compromiso, se sintió atraído por una llamativa morena que, mientras hacía sus ejercicios de halterofilia, gemía manifiestamente como si llevase unas bolas chinas metidas en el coño. Sin embargo, no pudo averiguar si gemía igual en la cama. En aquel centro deportivo, en dos ocasiones, sustrajo unas tarjetas de crédito de las prendas que colgaban de los percheros del vestuario que le ayudaron en sus gastos de vestuario y en sus dispendios nocturnos. Sabía que la honradez era imprescindible pero no para qué, y con ello se iba forjando un excelente currículo para ocupar un cargo en urbanismo de Marbella.

En suma, se dedicó al dolce fare niente y trató de relacionarse con gente de mayor nivel que el suyo; sin embargo, en Hospitalet no encontró lo que buscaba. Tan sólo encontró a un compañero de su época universitaria, David, un amigo de Figueres, con el que pudo compartir sus expectativas. Como él, David había abandonado Empresariales. Trabajaba en la gestoría de su padre y tenía ganas de llevar a cabo algo más interesante.

Los padres de David tenían una casa en Roses, un pueblo turístico de la Costa Brava. Llegó el verano, salieron juntos y compartieron noches de juerga en las que corrieron la cocaína y los gin-tonics mientras intentaban ligarse a las chicas que osaban aproximarse a sus aguas territoriales.

En otoño, Cobre volvió a matricularse de Empresariales, pero con veinticinco años y después de tantos meses sin abrir un libro de texto, se sintió poco motivado. En enero, David le propuso un negocio: abrir un restaurante en un solar propiedad de una tía suya, en la zona más comercial de Empuriabrava, una urbanización cercana a Roses en la que veraneaban muchos alemanes. Planearon hacer pollos al ast asados a la leña. Cobre se ilusionó mucho con el proyecto y en unas pocas horas de charla decidieron incluso el nombre del establecimiento: «El Pollo Feliz». Era un nombre poco original, aunque tampoco lo había sido Américo Vespucio al ponerle su nombre a una moto. Entre los dos juntaron dinero, pero las obras que debían hacer y el coste de la maquinaria elevaron la inversión más de lo previsto y se quedaron cortos. Como Cobre no se atrevía a pedir más dinero a su padre, convenció a David de buscar un nuevo socio y le propuso que fuera Gaspar. Su amigo ya lo conocía de un largo fin de semana de juerga que habían pasado los tres en Barcelona, así que estuvo de acuerdo.

Entusiasmado, Cobre llamó al vasco y le habló del proyecto. A Gaspar no le desagradó la idea, pensó que así, además de tener un porcentaje en lo que podía ser un buen negocio, tendría un lugar donde pasar un tiempo de ocio en verano. Por otra parte, los alemanes, abundantes en la zona, no le desagradaban; admiraba de ellos su obsesión por trabajar y dormir ocho horas al día sin que fuesen las mismas.

Aunque Cobre era su amigo y confiaba en él, antes de decidirse quería ver el sitio y hablar de todo con calma, así que, dos sábados más tarde, Cobre fue a buscarlo al aeropuerto de Barcelona. Después de un rato de espera, lo vio aparecer empujando un carro con su equipaje.

—Te veo bien —le dijo Gaspar una vez deshecho el abrazo.

—Pues no sé por qué; hoy he dormido fatal —le respondió Cobre.

—Ya, pero empeorar lo feo que eres es difícil.

—Sigues igual, por lo que veo. Ya tenía ganas de oír tus gracias.

—De nada —respondió en su característico humor Gaspar, con un atisbo de sonrisa en su boca.

—Veo que realmente sigues en forma —sonrió Cobre, dándole una palmada en la espalda.

Se dirigieron a la cafetería y se situaron en la barra, con el carro del equipaje a su lado. Después de pedir las bebidas Cobre se sentó en uno de los taburetes.

—Bueno. ¿Qué me cuentas? —preguntó al vasco.

—Los botones... —respondió su amigo— Uno, dos, tres…

—fue enumerándole con un dedo los botones de la camisa.

—Venga, para de una vez. Eres la polla, tío.

Gaspar sonrió y ahora sí hablaron con normalidad mientras bebían y fumaban.

—Mi madre ha dicho que fuéramos a comer a casa. Así te ve le dijo Cobre—. Ha preparado especialmente para ti una paella de marisco. Después nos vamos directamente a Empuriabrava.

—Vale —respondió Gaspar mientras bebía un sorbo de cerveza.

—¿Qué tal la operación de tu padre? —le preguntó Cobre.

—Bien. Vamos a ver cómo se repone pero todo lo que tiene que ver con las arterías es delicado. ¿Y el tuyo con la caída?

—También bien, aunque esto de ir con muletas no es lo suyo y encuentra a faltar su distracción del huerto.

—Por cierto, hablé con él por teléfono el otro día —le anunció Gaspar—. Toda la conversación me trató de usted. No sé por qué. Fue después de comer. Después de comer… y beber —agregó maliciosamente.

La comida en casa de Cobre fue animada. El vasco les caía muy bien a sus padres y les parecía una persona conveniente para su hijo. Por supuesto, cuando quería, Gaspar sabía esconder su verdadera naturaleza, más dada a la burla y a la chanza de todo y de todos que al respeto. Se rieron mucho de los chistes que contó y supo ser educado y apreciar la sencillez de aquella buena gente que tanto se deshacía para quedar bien con el amigo de su hijo.

A las cinco de la tarde, llegaron a Empuriabrava y Cobre lo llevó directamente al lugar donde se estaba construyendo el restaurante. Una valla metálica impedía el paso; en ella rezaba el característico texto de: «Prohibida la entrada a toda persona ajena a la obra».

—Habrá que quitar este letrero, si no sólo vamos a tener clientes del Opus —dijo Gaspar disimulando la sonrisa.

Cobre rio mientras apartaba la valla. Enseguida se encontraron con David, quien, vestido con ropas manchadas, cortaba con un hacha un árbol muerto, uno de los cipreses que formaban una especie de seto en la banda izquierda del solar que separaba la vista del jardín de una finca vecina.

—¿Qué, David? Se nota que esperabas a vernos llegar para hacer algo —comentó Cobre, emulando el satírico humor del vasco.

—Me habéis descubierto —respondió David en broma.

—Más vale prevenir que currar —sentenció Gaspar.

—Estoy cortando los árboles muertos —explicó David—. Pondremos unas luces debajo de los restantes y así los iluminaremos por la noche. Creo que puede quedar muy bien. También vamos a dejar el sauce ese de allí: lo plantó mi tía señaló un árbol del fondo.

—Habrá que vigilarlo de cerca. Uno de cada tres sauces llorones, además, es histérico —dijo el vasco como si nada, y los dos amigos rieron la ocurrencia.

Luego estuvieron revisando las obras. Sobre una plataforma de cemento, se estaba construyendo una especie de chiringuito de ladrillo que iba a ser el lugar donde se prepararían los platos. A un lado, se levantaba un porche donde estarían las máquinas de los pollos. David y Cobre explicaban entusiasmados dónde iban a poner las mesas y dónde estaba previsto situar los servicios, mientras Gaspar seguía las explicaciones visiblemente animado.

—Bueno, ¿cómo lo ves? —le preguntó finalmente Cobre.

—Bien, muy bien. Creo que vamos a ser socios —respondió su amigo mirando hacia la entrada del solar—. Si los números que me disteis de la inversión son correctos y se cumple la previsión de gastos, principalmente de personal, veo bien tomar parte en el negocio. A ver si hacemos una cadena de «Pollos Felices».

Con su habitual prudencia, David le preguntó a Gaspar hasta cuándo se quedaba y fijó el lunes para arreglar el papeleo en la gestoría de su padre.

—Estupendo. Tenemos que celebrarlo. Esta noche podemos ir a cenar y salir un rato —propuso Cobre con evidente alegría, aliviado por la decisión de su amigo, que se prestaba a poner el dinero que les faltaba.

—Le puedo preguntar a mi prima Montse si le apetece venir a cenar con sus amigas. Una de ellas, que se llama Laura, está para comérsela.

—Perfecto. Podemos asarla al ast, con una manzana en la boca... y más tarde rellenarla con alguna otra cosa... —dijo el vasco.

Salieron del solar y dieron una vuelta a pie por los alrededores. David le comentaba lo animada que era aquella zona en verano y lo que había en cada uno de los locales próximos, la mayoría cerrados en esa época.

—¿Y estos restaurantes no serán competencia? —preguntó Gaspar.

—No, se dedican a otras especialidades. Los que asan pollos están más alejados, además lo hacen con máquinas de gas convencionales y sólo los venden para llevar. Zum mitnehmen en alemán significa «para llevar» —explicó David, demostrando sus conocimientos de alemán—. Zum hier Essen, «para comer aquí».

—Habla alemán —dijo Cobre, dándole importancia, mientras subían al coche de David para visitar otros lugares de Empuriabrava.

—Siempre me han gustado las lenguas extranjeras —expuso David.

—A mí también me gustan las lenguas extranjeras. —dijo Gaspar—. Sin duda para el sexo me quedo con la de las holandesas —añadió, provocando la risa dentro del coche.  

—Siempre está igual. Tiene el sexo en la cabeza —dijo Cobre.

—No, lo tengo más abajo —rectificó Gaspar.

—Ahora, en serio, ¿hablas algún idioma? —le preguntó David.

—Habla muy bien inglés —respondió Cobre por él—. Estuvo seis meses viviendo en Londres.

—Bueno, el inglés lo hablo con un poco de acento, pero en cambio el esperanto lo hablo como un nativo.

Volvieron a reír, exultantes, mientras David conducía el coche sin destino.

—Ya ves, todo está en alemán —dijo, señalando los letreros de algunos negocios.

—A Gaspar le gustan los alemanes; es un poco facha, o lo hace ver —explicó Cobre.

De vuelta al solar del restaurante, David dejó a los dos amigos y les explicó que iba a recoger su ropa, que llamaría a su prima y que se reuniría con ellos más tarde.

Cobre se llevó a Gaspar en su coche en dirección al apartamento que tenía alquilado. Era bastante pequeño, gozaba de escasas comodidades y al vasco le recordó el piso que habían compartido en la mili. Se tumbaron en las camas de la habitación y se quedaron hablando hasta que regresó David.

—Van a venir tres chicas. Laura incluida —anunció al entrar.

—¿Dónde iremos? —le preguntó Cobre.

—A Mollet de Peralada, a unos diez kilómetros de aquí, a un restaurante donde se come muy bien que se llama Ca la Maria.

—Perfecto, eso de la maría suena bien —dijo Gaspar, jocoso.

—Hacen unos caracoles buenísimos.

—A mí los caracoles no me gustan. Prefiero la comida rápida —comentó el vasco.

—Luego podemos ir al Chic. Montse conoce el relaciones públicas y podremos entrar gratis. Es la discoteca de moda  informó David al vasco.

—Te va a gustar —intervino Cobre—. Te va a sorprender, ya verás. No te cuento nada porque es para verlo. ¿Podríamos pillar algo de farlopa? Podemos comprarla al tipo ese que conoces. Era bastante buena —acabó diciéndole a David.

—¿Te refieres al Frank? Antes de las diez y media no estará en su casa. Lo encontraremos en el Iris, pero debemos espabilarnos.    

Una vez duchados y acicalados, Gaspar miró a Cobre con expresión de asombro.

—¿Qué miras?

—Tu camisa.

—¿La ves muy chillona?

—Chillona, no. Más bien, gritona.

—Es de Daniel Hechter —presumió Cobre.

—Pues yo que tú se la devolvía —le respondió Gaspar, que continuaba con sus chanzas.

La compra de la cocaína les entretuvo más de la cuenta, ya que no encontraron al Frank en el pub Iris y tuvieron que ir en su búsqueda por un par de bares que éste solía frecuentar. Aunque lo localizaron en el Captain Dick, no llevaba nada encima, por lo que David tuvo que acompañarlo en su coche hasta su casa.

Habían quedado a la diez menos cuarto y eran pasadas las diez de la noche cuando entraron en el restaurante y vieron a las tres chicas esperándoles en la barra del bar.

—Sentimos llegar tarde. A última hora hemos tenido que resolver un problema con los albañiles —se excusó David, presentando a sus amigos y luego a las chicas—. Ésta es mi prima Montse, ella es Laura… y la rubia, Mey.

Gaspar le dio un beso a cada una y, dirigiéndose a Mey, le preguntó:

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