Read Graceling Online

Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (2 page)

—Qué criatura tan preciosa —dijo el noble—. Suelen ser tan poco atractivos los ojos de un graceling... Pero en tu caso, niña, realzan tu hermosura. Veamos, ¿cuál es tu gracia, encanto? ¿La narrativa? ¿El mentalismo? ¡Ah, ya sé, ya sé: la danza!

Katsa no sabía qué gracia poseía, pues algunas de ellas tardaban más que otras en manifestarse. Y aunque lo hubiera sabido, no le apetecía hablar de ese tema con su primo, a quien miró ceñuda y se alejó de él. Pero entonces el hombre le acarició una pierna, y la mano de la chiquilla se disparó y lo golpeó en la cara. Fue un gesto tan veloz y tan potente que le hundió los huesos de la nariz en el cerebro. Las damas de la corte chillaron y una de ellas se desmayó. Cuando lo levantaron del charco de sangre que se formó en el suelo y se descubrió que había muerto, el silencio se adueñó del salón y todos se apartaron de la niña. Miradas atemorizadas, ya no sólo de las damas, sino también de los soldados y de los nobles vasallos armados, se centraron en ella. Era estupendo disfrutar con las comidas del cocinero del rey que tenía el don de cocinar, o enviar a los caballos al albéitar de las cuadras reales, tocado asimismo por la gracia, pero ¿una chica dotada para matar...? Era un peligro. Otro monarca que no fuera Randa la habría desterrado o ejecutado, aunque se tratara de la hija de su hermana, pero él era listo y se dio cuenta de que, con el tiempo, su sobrina le serviría para sus propósitos. De modo que la castigó a permanecer en sus aposentos y no permitió que los abandonara durante semanas, pero eso fue todo. Cuando salió, la gente se separaba de ella a toda prisa; nunca les había caído bien, ya que a nadie le gustaban los graceling, pero al menos toleraban su presencia. No obstante, ni siquiera fingían una actitud cordial, y cuando había invitados, les susurraban:

—Cuidado con la que tiene un iris azul y otro verde, porque mató a su primo de un golpe sólo porque le dijo que tenía unos ojos hermosos. Incluso Randa mantenía las distancias con ella. Un perro asesino le sería de utilidad a un rey, pero no lo querría durmiendo a sus pies. El príncipe Raffin era el único que buscaba su compañía.

—Mi intención no fue matarlo.

—Explícame qué ocurrió.

Katsa evocó aquellos instantes:

—Tuve la sensación de que corría peligro, así que lo golpeé.

—Hay que saber controlar una gracia, Katsa; sobre todo si consiste en la habilidad de matar. Tienes que conseguirlo, o mi padre no permitirá que sigamos viéndonos.

—No sé cómo hacerlo.

La mera idea de no ver más a su primo la asustaba. Raffin se quedó pensativo y añadió:

—Podrías pedirle a Oll que te ayude. Los espías del rey saben cómo hacer daño sin matar; así es como consiguen información.

Raffin tenía entonces once años, tres más que Katsa; y como, según los esquemas infantiles de la chiquilla, lo consideraba muy inteligente, siguió su consejo y fue a hablar con Oll, el canoso capitán del rey Randa y jefe de sus espías. El capitán no tenía nada de necio, y aunque temía a la silenciosa chiquilla —de un ojo verde y otro azul—, también era muy imaginativo. Así que se hizo una pregunta que a nadie más se le ocurrió plantearse: ¿La muerte del primo de Katsa le impactó tanto a la niña como a los demás? Cuanto más pensaba en ello, más curiosidad sentía por el potencial de la chiquilla. Así pues, empezó el entrenamiento estableciendo unas reglas: no practicaría con él ni con ninguno de los hombres del rey. Por lo tanto, los ejercicios los realizó con bausanes rellenos de grano, que ella misma preparaba con sacos cosidos entre sí, y con los prisioneros que Oll le proporcionaba, hombres condenados a muerte. La chiquilla se ejercitó a diario y aprendió a controlar su rapidez y su fuerza fulminantes, a calcular el ángulo y la posición, así como la intensidad de un golpe mortal para distinguirlo de aquel otro con el que sólo causaría una lesión; aprendió también a desarmar a un hombre, a romperle una pierna, o a retorcerle un brazo de tal manera que cesara de forcejear y le suplicara que lo soltara, y se adiestró en la lucha con espada, cuchillos y dagas. Se concentraba tanto en lo que hacía, y era tan veloz y creativa que incluso teniendo los brazos sujetos a los costados, lograba dejar inconsciente a un hombre. Tal era su don. Con el tiempo mejoró el control y practicó con soldados de Randa —ocho o diez a la vez—, equipados con armadura completa. Sus ejercicios resultaban espectaculares: por una parte, hombres hechos y derechos que gruñían y luchaban con torpeza metiendo mucho ruido; por otra parte, una chiquilla desarmada que se colaba entre ellos, girando como una peonza, y los derribaba con el movimiento de una rodilla o de una mano sin que la vieran llegar hasta que ya estaban en el suelo. A veces acudían miembros de la corte para presenciar los entrenamientos, pero si la niña los miraba a la cara, bajaban la vista y se alejaban a buen paso. Al rey Randa no le importó renunciar al servicio de Oll durante el tiempo que dedicaba a esos entrenamientos; lo consideraba necesario porque Katsa no le sería útil hasta que controlara su habilidad. Pero ahora, en el jardín del palacio del rey Murgon, nadie habría puesto reparos al control que la joven ejercía sobre su gracia. Rápida y silenciosa, caminó por la hierba hasta el borde del camino de grava. Para entonces, Oll y Giddon debían de estar a punto de llegar al muro del jardín, donde dos criados del rey, partidarios del Consejo, cuidaban de sus caballos. También ella se hallaba ya muy cerca; divisó al frente el oscuro límite del muro, negro contra el negro cielo.

Divagaba, pero no estaba en las nubes; por el contrario, se le habían aguzado los sentidos: percibía la caída de cada hoja en el jardín, el susurro de cada rama... Y por ello se sorprendió sobremanera cuando un hombre salió de la oscuridad y la asió por detrás; le rodeó el torso con el brazo y le puso un cuchillo en la garganta. El hombre dijo algo pero, en un visto y no visto, la joven le dejó el brazo insensible, lo desarmó y le tiró el cuchillo al suelo. Acto seguido, lo volteó hacia delante y lo hizo volar por encima de sus hombros. El asaltante cayó de pie. Katsa discurrió a gran velocidad: aquel individuo estaba dotado con un don, era un luchador, de eso no cabía duda; y a menos que careciera de tacto en la mano con la que la había sujetado por el pecho, sabría que ella era una mujer. El intruso se dio la vuelta para hacerle frente, y ambos se observaron con cautela, alerta, aunque tanto el uno como el otro no eran más que una mera silueta.

—He oído hablar de una dama poseedora de esta gracia en particular —dijo al fin el hombre. El timbre de voz era grave, profundo, con un ligero dejo al pronunciar las palabras; era un acento que Katsa no supo identificar. Tenía que descubrir quién era para saber cuál debía ser su actitud. —No se me ocurre qué puede estar haciendo esa dama tan lejos de su casa, cruzando el jardín del castillo del rey Murgon a media noche —añadió él mientras se desplazaba un poco para situarse entre la joven y el muro.

Era más alto que ella y se movía con la agilidad de un gato, engañosamente relajado, presto para saltar. A la luz de una antorcha del cercano camino, le relucieron por un instante los aretes de oro de las orejas; además, no llevaba barba, como los lenitas. Katsa se balanceó con suavidad, presta para actuar, como él. Sin embargo, no debía demorarse en decidir. El hombre la había reconocido, pero si él era un lenita, la joven no quería matarlo.

—¿No tiene nada que decir, señora? No creerá que voy a dejarla pasar sin que me dé una explicación, ¿verdad?

En la voz se advertía un deje juguetón, y Katsa lo miró en silencio. El hombre extendió los brazos con donaire, y la joven atisbo el brillo de oro en los dedos. Fue suficiente: aretes en las orejas, anillos, el acento... No necesitaba más pistas.

—Usted es lenita —afirmó.

—Buena vista —repuso él.

—No tan buena como para distinguirle el color de los ojos.

—Pues yo creo que sé de qué color son los suyos —rió el hombre. El sentido común le aconsejaba matarlo.

—¿Y usted habla de estar lejos de casa? —ironizó Katsa—. ¿Qué hace un lenita en la corte del rey Murgon?

—Le diré mis razones si me explica las suyas.

—No pienso explicarle nada. Y debe dejarme pasar.

—¿De veras?

—En caso contrario, lo obligaré.

—¿Se cree capaz de conseguirlo, señora? La joven amagó a la derecha y él la esquivó sin esfuerzo. Hizo un segundo amago, éste más rápido. Por segunda vez, la eludió con facilidad. Era muy bueno. Pero ella era Katsa.

—No, no lo creo, lo sé —le respondió.

—¡Ah, vaya! —Su tono era divertido—. Pero tardaría horas.

¿Por qué jugaba con ella? ¿Por qué no había dado la alarma? A lo mejor él también era un criminal... Un graceling criminal. En tal caso, ¿esa particularidad lo convertía en aliado o en enemigo? ¿Vería un lenita con buenos ojos el rescate del prisionero? Suponía que sí, a menos que fuera un traidor, o a no ser que este lenita ni siquiera supiera qué había en las mazmorras de Murgon. El rey había guardado muy bien el secreto. El Consejo le recomendaría que lo matara, porque los pondría en peligro si dejaba con vida a un hombre que conocía su identidad. Pero es que no se trataba del característico secuaz, ni se parecía en nada a los matones con los que se había topado en otras ocasiones; no daba la impresión de ser brutal ni estúpido ni amenazador. No era lógico matar a un lenita al mismo tiempo que rescataba a otro de sus paisanos. Era una necia, y seguramente acabaría lamentándolo, pero no tenía intención de hacerlo.

—Me fío de usted —dijo el hombre de improviso.

Se apartó a un lado y le indicó con un ademán que continuara su camino. A Katsa le pareció una reacción muy extraña e impulsiva, pero observó que había bajado la guardia, y ella no desaprovechaba una buena oportunidad. En un santiamén alzó la pierna y lo golpeó con el pie en la frente. El hombre abrió mucho los ojos, sorprendido, y se desplomó.

«A lo mejor no tendría que haber hecho esto. —Lo tendió cuan largo era en el suelo; el cuerpo desmadejado pesaba mucho—. Pero no sé qué pensar de él y ya me arriesgo bastante al dejarlo con vida.» Sacó las píldoras de la manga y le metió una en la boca. Entonces le giró la cara hacia la luz de la antorcha. Era más joven de lo que había supuesto, poco mayor que ella —diecinueve o veinte años, como mucho—; un hilillo de sangre le resbalaba por la frente hasta más abajo de la oreja, y como llevaba abierto el cuello de la camisa, la luz le dio de lleno sobre la clavícula.

Qué tipo tan extraño... Quizá Raffin supiera quién era. Se esforzó en salir de sus reflexiones y echó a correr. Estarían esperándola.

* * *

Cabalgaron sin descanso. Habían atado al anciano al caballo, porque se encontraba demasiado débil para sostenerse erguido, y sólo se detuvieron una vez para envolverlo con más mantas. Katsa estaba impaciente por reanudar la marcha.

—¿Es que no sabe que estamos en pleno verano?

—Aun así, está helado, mi señora —replicó Oll—. No cesa de temblar y parece enfermo. El rescate no serviría de nada si se nos muere.

Debatieron si hacer un alto y encender lumbre, pero no había tiempo para eso. Debían llegar a Burgo de Randa antes de rayar el alba, o los descubrirían.

«Quizá tendría que haberlo matado —pensó Katsa mientras atravesaban tenebrosos bosques a galope tendido—. Quizá no debí dejarlo con vida. Sabe quien soy.»

Pero aquel personaje no se había mostrado receloso ni amenazador, sino más bien curioso... Y, además, había confiado en ella. Claro que ignoraba el rastro de guardias desmayados que la muchacha había ido dejando a su paso. Y no volvería a fiarse de ella cuando se despertara con un buen verdugón en la cabeza. Si le contaba al rey Murgon el encuentro que había tenido, y si Murgon se lo decía al rey Randa, las cosas podían ponerse muy difíciles para lady Katsa. Porque Randa no sabía nada acerca del prisionero lenita, y ni siquiera imaginaba que su sobrina llevaba a cabo trabajos extra como rescatadora. La joven se sentía frustrada. Pensar esas cosas no servía de nada; además, lo hecho, hecho estaba. Debían llevar al anciano a un sitio seguro y cálido, con Raffin. De modo que se inclinó más sobre la silla y espoleó al caballo hacia el norte.

Capítulo 2

E
l territorio abarcaba siete reinos. Siete reinos y siete reyes con reacciones imprevisibles. Pero ¿por qué, en nombre del buen juicio y la sensatez, querría alguien secuestrar al príncipe Tealiff, padre del rey lenita? Era un anciano. No tenía poder; no tenía ambiciones; ni siquiera su estado de salud era bueno. Se decía que pasaba la mayor parte del día sentado delante de la lumbre o al sol contemplando el mar o jugando con sus bisnietos, sin molestar a nadie. Los lenitas carecían de enemigos. Enviaban su oro por barco a quienquiera que poseyera mercancías para venderlas a cambio; producían la fruta que comían y favorecían la reproducción y crianza de animales de caza. Rodeados por un océano que los mantenía apartados de los otros seis reinos, no salían de su isla. Eran diferentes: de cabello de un característico color oscuro y costumbres propias muy singulares, les gustaba el aislamiento en que vivían. El rey Ror de Lenidia era el monarca menos problemático de los siete reyes; no firmaba tratados con los demás, pero tampoco declaraba guerras, y gobernaba a su pueblo con justicia.

El hecho de que la red de espías del Consejo hubiera seguido el rastro del padre del rey Ror hasta las mazmorras del rey Murgon, en Meridia, no aclaraba nada. Murgon evitaba tener desavenencias con los otros reinos, pero muy a menudo era cómplice de un conflicto, el ejecutor del delito de otro individuo, siempre y cuando la recompensa mereciera la pena. No cabía duda de que alguien le había pagado por retener al anciano lenita. La incógnita era de quién se trataba.

El tío de Katsa, Randa, rey de Terramedia, no estaba involucrado en ese conflicto en particular. El Consejo lo sabía con seguridad porque Oll era el jefe de espías de Randa, así como su confidente, y gracias a él, se enteraban de todo cuanto hacía referencia a Randa.

A decir verdad, por lo general, el monarca de Terramedia procuraba no inmiscuirse en asuntos de otros reinos, puesto que su territorio se encontraba entre Elestia y Oestia en el eje este-oeste, y Nordicia y Meridia en el eje norte-sur; una posición muy delicada para pactar alianzas.

La mayoría de los problemas los originaban los reyes de Oestia, Nordicia y Elestia. Estaban cortados por el mismo patrón: exaltados, ambiciosos, envidiosos... Todos ellos desconsiderados, volubles y desalmados. El rey Birn de Oestia y el rey Drowden de Nordicia eran capaces de forjar una
alianza
, y castigar con dureza al ejército de Elestia en las fronteras septentrionales, pero era imposible que los dos reyes actuaran en colaboración mucho tiempo. Un buen día uno de ellos ofendería al otro y volverían a enemistarse, y entonces Elestia se uniría con Nordicia para machacar a Oestia.

Other books

Darkness Be My Friend by John Marsden
The Beginning of Everything by Robyn Schneider
Our Lady of the Nile by Scholastique Mukasonga
The Bridal Path: Ashley by Sherryl Woods
Bled & Breakfast by Michelle Rowen
Ooh! What a Lovely Pair Our Story by Ant McPartlin, Declan Donnelly
Crazy in Berlin by Thomas Berger