Grandes esperanzas (17 page)

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Authors: Charles Dickens

—Ahora, Joe y señora —dijo el señor Pumblechook cogiéndome por el brazo y por encima del codo—, tengan en cuenta que yo soy una de esas personas que siempre acaban lo que han comenzado. Este muchacho ha de empezar a trabajar cuanto antes. Éste es mi sistema. Cuanto antes.

—Ya sabe, tío Pumblechook —dijo mi hermana mientras agarraba la bolsa del dinero— que le estamos profundamente agradecidos.

—No os ocupéis de mí para nada —replicó aquel diabólico tratante en granos—. Un placer es un placer, en cualquier parte del mundo. Pero en cuanto a este muchacho, no hay más remedio que hacerle trabajar. Ya lo dije que me ocuparía de eso.

Los jueces estaban sentados en la sala del tribunal, que se hallaba a poca distancia, y en el acto fuimos todos allí con objeto de formalizar mi contrato de aprendizaje a las órdenes de Joe. Digo que fuimos allí, pero, en realidad, fui empujado por Pumblechook del mismo modo como si acabase de robar una bolsa o incendiado algunas gavillas. La impresión general del tribunal fue la de que acababan de cogerme
in fraganti
, porque cuando el señor Pumblechook me dejó ante los jueces oí que alguien preguntaba: «¿Qué ha hecho?, y otros replicaban: «Es un muchacho muy joven, pero tiene cara de malo, ¿no es verdad?» Una persona de aspecto suave y benévolo me dio, incluso, un folleto adornado con un grabado al boj que representaba a un joven de mala conducta, rodeado de grilletes, y cuyo título daba a entender que era «PARA LEER EN MI CALABOZO».

La sala era un lugar muy raro, según me pareció, con bancos bastante más altos que los de la iglesia. Estaba llena de gente que contemplaba el espectáculo con la mayor atención, y en cuanto a los poderosos jueces, uno de ellos con la cabeza empolvada, se reclinaban en sus asientos con los brazos cruzados, tomaban café, dormitaban y escribían o leían los periódicos. En las paredes había algunos retratos negros y brillantes que, con mi poco gusto artístico, me parecieron ser una composición de tortas de almendras y de tafetán. En un rincón firmaron y testimoniaron mis papeles, y así quedé hecho aprendiz. Mientras tanto, el señor Pumblechook me tuvo cogido como si ya estuviese en camino del cadalso y en aquel momento se hubiesen llenado todas las formalidades preliminares.

En cuanto salimos y me vi libre de los muchachos que se habían entusiasmado con la esperanza de verme torturado públicamente y que parecieron sufrir un gran desencanto al notar que mis amigos salían conmigo, volvimos a casa del señor Pumblechook. Allí, mi hermana se puso tan excitada a causa de las veinticinco guineas, que nada le pareció mejor que celebrar una comida en el Oso Azul con aquella ganga, y que el señor Pumblechook, en su carruaje, fuese a buscar a los Hubble y al señor Wopsle.

Así se convino, y yo pasé el día más desagradable y triste de mi vida. En efecto, a los ojos de todos, yo no era más que una persona que les amargaba la fiesta. Y, para empeorar las cosas, cada vez que no tenían que nacer nada mejor, me preguntaban por qué no me divertía. En tales casos, no tenía más remedio que asegurarles que me divertía mucho, aunque Dios sabe que no era cierto.

Sin embargo, ellos se esforzaron en pasar bien el día, y lo lograron bastante. El sinvergüenza de Pumblechook, exaltado al papel de autor de la fiesta, ocupó la cabecera de la mesa, y cuando se dirigía a los demás para hablarles de que yo había sido puesto a las órdenes de Joe y de que, según las reglas establecidas, sería condenado a prisión en caso de que jugase a los naipes, bebiese licores fuertes, me acostase a hora avanzada, fuese con malas compañías o bien me entregase a otros excesos que, a juzgar por las fórmulas estampadas en mis documentos, podían considerarse ya como inevitables, en tales casos me obligaba a sentarme en una silla a su lado, con objeto de ilustrar sus observaciones.

Los demás recuerdos de aquel gran festival son que no me quisieron dejar que me durmiera, sino que, en cuanto veían que inclinaba la cabeza, me despertaban ordenándome que me divirtiese. Además, a hora avanzada de la velada, el señor Wopsle nos recitó la oda de Collins y arrojó con tal fuerza al suelo la espada teñida en sangre, que acudió inmediatamente el camarero diciendo:

—Los huéspedes que hay en la habitación de abajo les envían sus saludos y les ruegan que no hagan tanto ruido.

Cuando hubimos tomado el camino de regreso estaban todos tan contentos que empezaron a cantar a coro. El señor Wopsle tomó a su cargo el acompañamiento, asegurando con voz tremenda y fuerte, en contestación a la pregunta que el tenor le hacía en la canción, que él era un hombre en cuya cabeza flotaban al viento los mechones blancos y que, entre todos los demás, él era el peregrino más débil y fatigado.

Finalmente, recuerdo que cuando me metí en mi cama me sentía muy desgraciado y convencido de que nunca me gustaría el oficio de Joe. Antes me habría gustado, pero ahora ya no.

CAPITULO XIV

 

Es cosa muy desagradable el sentirse avergonzado del propio hogar. Quizás en esto haya una negra ingratitud y el castigo puede ser retributivo y muy merecido; pero estoy en situación de atestiguar que, como decía, este sentimiento es muy desagradable.

Jamás mi casa fue un lugar ameno para mí, a causa del carácter de mi hermana. Pero Joe santificaba el hogar, y yo creía en él. Llegué a tener la ilusión de que la mejor sala y la más elegante era la nuestra; que la puerta principal era como un portal misterioso del Templo del Estado, cuya solemne apertura se celebraba con un sacrificio de aves de corral asadas; que la cocina era una estancia amplia, aunque no magnífica; que la fragua era el camino resplandeciente que conducía a la virilidad y a la independencia. Pero en un solo año, todo esto cambió. Todo me parecía ordinario y basto, y no me habría gustado que la señorita Havisham o Estella hubiesen visto mi casa.

Poca importancia tiene para mí ni para nadie la parte de culpa que en mi desagradable estado de ánimo pudieran tener la señorita Havisham o mi hermana. El caso es que se operó ese cambio en mí y que era una cosa ya irremediable. Bueno o malo, excusable o no, el cambio se había realizado.

Una vez me pareció que, cuando, por fin, me arremangase la camisa y fuese a la fragua como aprendiz de Joe, podría sentirme distinguido y feliz, pero la realidad me demostró que tan sólo pude sentirme lleno de polvo de carbón y que me oprimía tan gran peso moral, que a su lado el mismo yunque parecía una pluma. En mi vida posterior, como seguramente habrá ocurrido en otras vidas, hubo ocasiones en que me pareció como si una espesa cortina hubiese caído para ocultarme todo el interés y todo el encanto de la vida, para dejarme tan sólo entregado al pesado trabajo y a las penas de toda clase. Y jamás sentí tan claramente la impresión de que había caído aquella pesada cortina ante mí como cuando empecé a ejercer de aprendiz al lado de Joe.

Recuerdo que en un período avanzado de mi aprendizaje solía permanecer cerca del cementerio en las tardes del domingo, al oscurecer, comparando mis propias esperanzas con el espectáculo de los marjales, por los que soplaban los vientos, y estableciendo cierto parecido con ellos al pensar en lo desprovistos de accidentes que estaban mi vida y aquellos terrenos, y de qué manera ambos se hallaban rodeados por la oscura niebla, y en que los dos iban a parar al mar. En mi primer día de aprendizaje me sentí tan desgraciado como más adelante; pero me satisface saber que, mientras duró aquél, nunca dirigí una queja a Joe. Ésta es la única cosa de que me siento halagado.

A pesar de que mi conducta comprende lo que voy a añadir, el mérito de lo que me ocurrió fue de Joe y no mío. No porque yo fuese fiel, sino porque lo fue Joe; por eso no huí y no acabé siendo soldado o marinero. No porque tuviese un vigoroso sentido de la virtud y del trabajo, sino porque lo tenía Joe; por eso trabajé con celo tolerable a pesar de mi repugnancia. Es imposible llegar a comprender cuánta es la influencia de un hombre estricto cumplidor de su deber y de honrado y afable corazón; pero es posible conocer la influencia que ejerce en una persona que está a su lado, y yo sé perfectamente que cualquier cosa buena que hubiera en mi aprendizaje procedía de Joe y no de mí.

¿Quién puede decir cuáles eran mis aspiraciones? ¿Cómo podía decirlas yo, si no las conocía siquiera? Lo que temía era que, en alguna hora desdichada, cuando yo estuviese más sucio y peor vestido, al levantar los ojos viese a Estella mirando a través de una de las ventanas de la fragua. Me atormentaba el miedo de que, más pronto o más tarde, ella me viese con el rostro y las manos ennegrecidos, realizando la parte más ingrata de mi trabajo, y que entonces se alegrara de verme de aquel modo y me manifestara su desprecio. Con frecuencia, al oscurecer, cuando tiraba de la cadena del fuelle y cantábamos a coro
Old Clem
, recordaba cómo solíamos cantarlo en casa de la señorita Havisham; entonces me parecía ver en el fuego el rostro de Estella con el cabello flotando al viento y los burlones ojos fijos en mí. En tales ocasiones miraba aquellos rectángulos a través de los cuales se veía la negra noche, es decir, las ventanas de la fragua, y me parecía que ella retiraba en aquel momento el rostro y me imaginaba que, por fin, me había descubierto.

Después de eso, cuando íbamos a cenar, y la casa y la comida debían haberme parecido más agradables que nunca, entonces era cuando me avergonzaba más de mi hogar en mi ánimo tan mal dispuesto.

 

CAPITULO XV

Como era demasiado talludo para concurrir a la sala de la tía abuela del señor Wopsle, terminó mi educación a las órdenes de aquella absurda señora. Ello no ocurrió, sin embargo, hasta que Biddy no me hubo transmitido todos sus conocimientos, desde el catálogo de precios hasta una canción cómica que un día compró por medio penique. Apenas tenía significado para mí, pero, sin embargo, en mi deseo de adquirir conocimientos, me la aprendí de memoria con la mayor gravedad. La canción empezaba:

Cuando fui a Londres, señores,

tralará, tralará,

¿verdad que estaba muy moreno?,

tralará, tralará.

Luego, a fin de aprender más, hice proposiciones al señor Wopsle para que me enseñase algo, cosa a la que él accedió bondadosamente. Sin embargo, resultó que sólo me aceptó a título de figura muda en sus recitaciones dramáticas, con objeto de contradecirme, de abrazarme, de llorar sobre mí, de agarrarme, de darme puñaladas y de golpearme de distintos modos. En vista de esto, desistí muy pronto de continuar el curso, aunque con bastante presteza para evitar que el señor Wopsle, en su furia poética, me hubiese dado una buena paliza.

Cuanta instrucción pude adquirir traté de comunicarla a Joe. Esto dice tanto en mi favor que, en conciencia, no puedo dejar de explicarlo. Yo deseaba que Joe fuese menos ignorante y menos ordinario, para que resultase más digno de mi compañía y menos merecedor de los reproches de Estella.

La vieja Batería de los marjales era nuestro lugar de estudio, y un trozo de pizarra rota y un pedacito de pizarrín eran el instrumental instructivo. Joe añadía a todo eso una pipa de tabaco. Observé muy pronto que Joe era incapaz de recordar nada de un domingo a otro, o de adquirir, gracias a mis lecciones, alguna instrucción. Sin embargo, él fumaba su pipa en la Batería con aire más inteligente que en otro lugar cualquiera, incluso con aspecto de hombre instruido, como si se considerase en camino de hacer grandes progresos. Y creo que, verdaderamente, los hacía el pobre y querido Joe.

Era agradable y apacible divisar las velas sobre el río, que pasaban más allá de las zanjas, y algunas veces, en la marea baja, parecían pertenecer a embarcaciones hundidas que todavía navegaban por el fondo del agua. Siempre que observaba las embarcaciones que había en el mar con las velas extendidas, recordaba a la señorita Havisham y a Estella; y cuando la luz daba de lado en una nube, en una vela, en la loma verde de una colina o en la línea de agua del horizonte, me ocurría lo mismo. La señorita Havisham, Estella, la casa extraña de la primera y la singular vida que ambas llevaban parecían tener que ver con todo lo que fuese pintoresco.

Un domingo, cuando Joe, disfrutando de su pipa, se hubo vanagloriado de tener la mollera muy dura y yo lo hube dejado tranquilo por aquel día, me quedé tendido en el suelo por algún tiempo y con la barbilla en la mano, y parecíame descubrir huellas de la señorita Havisham y de Estella por todos lados, en el cielo y en el agua, hasta que por fin resolví comunicar a Joe un pensamiento que hacía tiempo se albergaba en mi cabeza.

—Joe —dije —: ¿crees que debería hacer una visita a la señorita Havisham?

—¿Para qué, Pip? —contestó Joe, reflexionando con lentitud.

—¿Para qué, Joe? ¿Para qué se hacen las visitas?

—Algunas visitas tal vez sí —contestó Joe—, pero, sin embargo, no has contestado a mi pregunta, Pip. Con respecto a visitar a la señorita Havisham, creo que ella se figuraría que quieres algo o que esperas alguna cosa de ella.

—¿No comprendes que ya se lo advertiría antes, Joe?

—Desde luego, puedes hacerlo —contestó mi amigo—, y tal vez ella lo crea, aunque también puede no creerlo.

Joe pensó haber dado en el clavo, y yo abundaba en su opinión. Dió dos o tres chupadas a la pipa y añadió:

—Ya ves, Pip. La señorita Havisham se ha portado muy bien contigo. Y cuando te hubo entregado el dinero, me llamó para decirme que ya no había que esperar nada más.

—Eso es, Joe. Yo lo oí también.

—Nada más —repitió Joe con cierto énfasis.

—Sí, Joe; te digo que lo oí.

—Lo cual significa, Pip, que para ella ha terminado todo y que, en adelante, tú has de seguir un camino completamente distinto.

Yo opinaba igual que él, y en nada me consolaba que Joe lo creyese así.

—Pero oye, Joe.

—Te escucho.

—Estoy ya en el primer año de mi aprendizaje, y como desde el día en que empecé a trabajar no he ido a dar las gracias a la señorita Havisham ni le he demostrado que me acuerdo de ella…

—Esto es verdad, Pip. Y como no puedes presentarle como regalo una colección de herraduras, en vista de que ella no podría utilizarlas…

—No me refiero a esta clase de recuerdos, Joe; ni hablo, tampoco, de ningún regalo.

Pero Joe pensaba entonces en la conveniencia de hacer un regalo, y añadió:

—Tal vez podrías regalarle una cadena nueva para la puerta principal o, quizás, una o dos gruesas de tornillos para utilizarlos donde mejor le conviniese. También algún objeto de fantasía, como un tenedor para hacer tostadas, o unas parrillas.

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