Grandes esperanzas (54 page)

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Authors: Charles Dickens

Fue para mí un consuelo estrechar las manos de Herbert después que hubo dicho estas palabras, y, hecho esto, reanudamos nuestro paseo por la estancia.

—Ahora, Herbert —dije—, conviene que nos enteremos de su historia. No hay más que un medio de lograrlo, y es el de preguntársela directamente.

—Sí, pregúntale acerca de eso —dijo Herbert— cuando nos sentemos a tomar el desayuno.

Efectivamente, el día anterior, al despedirse de Herbert, había anunciado que vendría a tomar el desayuno con nosotros.

Decididos a poner en obra este proyecto, fuimos a acostarnos. Yo tuve los sueños más horrorosos acerca de él, y me levanté sin haber descansado; me desperté para recobrar el miedo, que perdiera al dormirme, de que le descubriesen y se averiguara que era un deportado de por vida que había regresado a Inglaterra. Una vez despierto, no perdía este miedo ni un instante.

Llegó a la hora oportuna, sacó el cuchillo de la faltriquera y se sentó para comer. Tenía muchos planes con referencia a su caballero, y me recomendó que, sin contar, empezara a gastar de la cartera que había dejado en mi poder. Consideraba nuestras habitaciones y su propio alojamiento como residencia temporal, y me aconsejó que buscara algún lugar elegante y apropiado cerca de Hyde Park, en donde pudiera tener una cama improvisada siempre que hiciera falta. Cuando hubo terminado su desayuno y mientras se limpiaba el cuchillo en la pierna, sin ponerle en guardia con una sola palabra, le dije repentinamente:

—Después que se hubo usted marchado anoche, referí a mi amigo la lucha que había usted empeñado en una zanja cuando llegaron los soldados seguidos por los demás. ¿Se acuerda?

—¿Que si me acuerdo? —replicó—. ¡Ya lo creo!

—Quisiéramos saber algo acerca de aquel hombre... y acerca de usted mismo. Es raro que yo no sepa de él ni de usted más de lo que pude referir anoche. ¿No le parece buena ocasión para contarnos algo?

—Bueno —dijo después de reflexionar—. ¿Se acuerda usted de su juramento, compañero de Pip?

—Claro está —replicó Herbert.

—Ese juramento se refiere a cuanto yo diga, sin excepción alguna.

—Así lo entiendo también.

—Pues bien, fíjense ustedes. Cualquier cosa que yo haya hecho, ya está pagada —insistió.

—Perfectamente.

Sacó su negra pipa y se disponía a llenarla de su mal tabaco, pero al mirar el que tenía en la mano después de sacarlo de su bolsillo, tal vez le pareció que podría hacerle perder el hilo de su discurso. Se lo guardó otra vez, se metió la pipa en un ojal de su chaqueta, apoyó las manos en las rodillas y, después de dirigir al fuego una mirada preñada de cólera, se quedó silencioso unos momentos, miró alrededor y dijo lo que sigue.

CAPITULO XLII

—Querido muchacho y amigo de Pip: No voy a contarles mi vida como si fuese una leyenda o una novela. Lo esencial puedo decirlo en un puñado de palabras inglesas. En la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella. Esto es todo. Tal fue mi vida hasta que me encerraron en un barco y Pip se hizo mi amigo.

»He cumplido toda clase de condenas, a excepción de la de ser ahorcado. Me han tenido encerrado con tanto cuidado como si fuese una tetera de plata. Me han llevado de un lado a otro, me han sacado de una ciudad para transportarme a otra, me han metido en el cepo, me han azotado y me han molestado de mil maneras. No tengo la menor idea del lugar en que nací, como seguramente tampoco lo saben ustedes. Cuando me di cuenta de mí mismo me hallaba en Essex, hurtando nabos para comer. Recuerdo que alguien me abandonó; era un hombre que se dedicaba al oficio de calderero remendón, y, como se llevó el fuego consigo, yo me quedé temblando de frío.

»Sé que me llamaba Magwitch y que mi nombre de pila era Abel. ¿Que cómo lo sabía? Pues de la misma manera que conozco los nombres de los pájaros de los setos y sé cuál es el pinzón, el tordo o el gorrión. Podría haber creído que todos esos nombres eran una mentira, pero como resultó que los de los pájaros eran verdaderos, creí que también el mío lo sería.

»Según pude ver, nadie se cuidaba del pequeño Abel Magwitch, que no tenía nada ni encima ni dentro de él. En cambio, todos me temían y me obligaban a alejarme, o me hacían prender. Y tantas veces llegaron a cogerme para meterme en la cárcel, que yo crecí sin dar importancia a eso, dada la regularidad con que me prendían.

»Así continué, y cuando era un niño cubierto de harapos, digno de la compasión de cualquiera (no porque me hubiese mirado nunca al espejo, porque desconocía que hubiese tales cosas en las viviendas), gozaba ya de la reputación de ser un delincuente endurecido. «Éste es un delincuente endurecido —decían en la cárcel al mostrarme a los visitantes—. Puede decirse que este muchacho no ha vivido más que en la cárcel.» Entonces los visitantes me miraban, y yo les miraba a ellos. Algunos me medían la cabeza, aunque mejor habrían hecho midiéndome el estómago, y otros me daban folletos que yo no sabía leer, o me decían cosas que no entendía. Y luego acababan hablándome del diablo. Pero ¿qué demonio podía hacer yo? Tenía necesidad de meter algo en mi estómago, ¿no es cierto? Mas observo que me enternezco, y ya ni sé lo que tengo que hablar. Querido muchacho y compañero de Pip, no tengan miedo de que me enternezca otra vez.

»Vagabundeando, pidiendo limosna, robando, trabajando a veces, cuando podía, aunque esto no era muy frecuente, pues ustedes mismos me dirán si habrían estado dispuestos a darme trabajo; robando caza en los vedados, haciendo de labrador, o de carretero, o atando gavillas de heno, a veces ejerciendo de buhonero y una serie de ocupaciones por el estilo, que no conducen más que a ganarse mal la vida y a crearse dificultades; de esta manera me hice hombre. Un soldado desertor que estaba oculto en una venta, me enseñó a leer; y un gigante que recorría el país y que, a cambio de un penique, ponía su firma donde le decian, me enseñó a escribir. Ya no me encerraban con tanta frecuencia como antes, mas, sin embargo, no había perdido de vista por completo las llaves del calabozo.

»En las carreras de Epsom, hará cosa de veinte años, trabé relaciones con un hombre cuyo cráneo sería capaz de romper con este atizador, si ahora mismo lo tuviese al alcance de mi mano, con la misma facilidad que si fuese una langosta. Su verdadero nombre era Compeyson; y ése era el hombre, querido Pip, con quien me viste pelear en la zanja, tal como dijiste anoche a tu amigo después de mi salida.

»Ese Compeyson se había educado a lo caballero, asistió a una escuela de internos y era instruido. Tenía una conversación muy agradable y era diestro en las buenas maneras de los señores. También era guapo. La víspera de la gran carrera fue cuando lo encontré junto a un matorral en un tenducho que yo conocía muy bien. Él y algunos más estaban sentados en las mesas del tenducho cuando yo entré, y el dueño (que me conocía y que era un jugador de marca) le llamó y le dijo: «Creo que ese hombre podría convenirle», refiriéndose a mí.

»Compeyson me miró con la mayor atención, y yo también le miré. Llevaba reloj y cadena, una sortija y un alfiler de corbata, así como un elegante traje.

»—A juzgar por las apariencias, no tiene usted muy buena suerte —me dijo Compeyson.

»—Así es, amigo; nunca la he tenido—. Acababa de salir de la cárcel de Kingston, a donde fui condenado por vagabundo; no porque hubiesen faltado otras causas, pero no fui allí por nada más.

»—La suerte cambia —dijo Compeyson; —tal vez la de usted está a punto de cambiar.

»—¡Ojalá! —le contesté—. Ya sería hora.

»—¿Qué sabe usted hacer? —preguntó Compeyson.

»—Comer y beber —le contesté—, siempre que usted encuentre qué.

»Compeyson se echó a reir, volvió a mirarme con la mayor atención, me dio cinco chelines y me citó para la noche siguiente en el mismo sitio.

»Al siguiente día, a la misma hora y lugar, fui a verme con Compeyson, y éste me propuso ser su compañero y su socio. Los negocios de Compeyson consistían en la estafa, en la falsificación de documentos y firmas, en hacer circular billetes de Banco robados y cosas por el estilo. Además, le gustaba mucho planear los golpes, pero dejar que los llevase a cabo otro, aunque él se quedaba con la mayor parte de los beneficios. Tenía tanto corazón como una lima de acero, era tan frío como la misma muerte y tenía una cabeza verdaderamente diabólica.

»Había otro con Compeyson, llamado Arturo..., no porque éste fuese su nombre de pila, sino su apodo. Estaba el pobre en muy mala situación y tan flaco y desmedrado que daba pena mirarle. Él y Compeyson parece que, algunos años antes, habían jugado una mala pasada a una rica señora, gracias a la cual se hicieron con mucho dinero; pero Compeyson apostaba y jugaba, y habría sido capaz de derrochar las contribuciones que se pagan al rey. Así, pues, Arturo estaba enfermo de muerte, pobre, sin un penique y lleno de terrores. La mujer de Compeyson, a quien éste trataba a patadas, se apiadaba del desgraciado cuantas veces le era posible demostrar su compasión, y en cuanto a Compeyson, no tenía piedad de nada ni de nadie.

»Podría haberme mirado en el espejo de Arturo, pero no lo hice. Y no quiero ahora decir que el desgraciado me importaba gran cosa, pues ¿para qué serviría mentir? Por eso empecé a trabajar con Compeyson y me convertí en un pobre instrumento en sus manos. Arturo vivía en lo más alto de la casa de Compeyson (que estaba muy cerca de Brentford), y Compeyson le llevaba exactamente la cuenta de lo que le debía por alojamiento y comida, para el caso de que se repusiera lo bastante y saliera a trabajar. El pobre Arturo saldó muy pronto esta cuenta. La segunda o tercera vez que le vi, llegó arrastrándose hasta el salón de Compeyson, a altas horas de la noche, vistiendo una especie de bata de franela, con el cabello mojado por el sudor y, acercándose a la mujer de Compeyson, le dijo:

»—Oiga, Sally, ahora sí que es verdad que está conmigo arriba y no puedo librarme de ella. Va completamente vestida de blanco —dijo—, con flores blancas en el cabello; además, está loca del todo y lleva un sudario colgado del brazo, diciendo que me lo pondrá a las cinco de la madrugada.

»—No seas animal —le dijo Compeyson—. ¿No sabes que aún vive? ¿Cómo podría haber entrado en la casa a través de la puerta o de la ventana?

»—Ignoro cómo ha venido —contestó Arturo temblando de miedo—, pero lo cierto es que está allí, al pie de la cama y completamente loca. Y de la herida que tiene en el corazón, ¡tú le hiciste esa herida!, de allí le salen gotas de sangre.

»Compeyson le hablaba con violencia, pero era muy cobarde.

»—Sube a este estúpido enfermo a su cuarto —ordenó a su mujer—. Magwitch te ayudara.

»Pero él no se acercaba siquiera.

»La mujer de Compeyson y yo le llevamos otra vez a la cama, y él deliraba de un modo que daba miedo.

»—¡Miradla! —gritaba—. ¿No veis cómo mueve el sudario hacia mí? ¿No la veis? ¡Mirad sus ojos! ¿Y no es horroroso ver que está tan local —Luego exclamaba:— Va a ponerse el sudario y, en caso de que lo consiga, estoy perdido. ¡Quitádselo! ¡Quitádselo!

»Y se agarraba a nosotros sin dejar de hablar con la sombra o contestándole, y ello de tal manera que hasta a mí me pareció que la veía.

»La esposa de Compeyson, que ya estaba acostumbrada a él, le dio un poco de licor para quitarle el miedo, y poquito a poco el desgraciado se tranquilizó.

»
—¡Oh, ya se ha marchado! ¿Ha venido a llevársela su guardián? —exclamaba.

»
—Sí, sí —le contestaba la esposa de Compeyson.

»
—¿Le recomendó usted bien que la encerrasen y atrancasen la puerta de su celda?

»
—Sí.

»
—¿Y le pidió que le quitase aquel sudario tan horrible?

»
—Sí, sí, todo eso hice. No hay cuidado ya.

»
—Es usted una excelente persona —dijo a la mujer de Compeyson—. No me abandone, se lo ruego. Y muchas gracias.

»
Permaneció tranquilo hasta que faltaron pocos minutos para las cinco de la madrugada; en aquel momento se puso en pie y dio un alarido, exclamando:

»—¡Ya está aquí! ¡Trae otra vez el sudario! ¡Ya lo desdobla! ¡Ahora se me acerca desde el rincón! ¡Se dirige hacia mi cama! ¡Sostenedme, uno por cada lado! ¡No le dejéis que me toque! ¡Ah, gracias, Dios mío! Esta vez no me ha acertado. No le dejéis que me eche el sudario por encima de los hombros. Tened cuidado de que no me levante para rodearme con él. ¡Oh, ahora me levanta! ¡Sostenedme sobre la cama, por Dios!

»Dicho esto, se levantó, a pesar de nuestros esfuerzos, y se quedó muerto.

»Compeyson consideró aquella muerte con satisfacción, pues así quedaba terminada una relación que ya le era desagradable. Él y yo empezamos a trabajar muy pronto, aunque primero me juró (pues era muy falso) serme fiel, y lo hizo en mi propio libro, este mismo de color negro sobre el que hice jurar a tu amigo.

»Sin entrar a referir las cosas que planeaba Compeyson y que yo ejecutaba, lo cual requeriría tal vez una semana, diré tan solo que aquel hombre me metió en tales líos que me convirtió en su verdadero esclavo. Yo siempre estaba en deuda con él, siempre en su poder, siempre trabajando y siempre corriendo los mayores peligros. Él era más joven que yo, pero tenía mayor habilidad e instrucción, y por esta causa me daba quinientas vueltas y no me tenía ninguna compasión. Mi mujer, mientras yo pasaba esta mala temporada con... Pero, ¡alto! Ella no...»

Miró alrededor de él muy confuso, como si hubiese perdido la línea en el libro de su recuerdos; volvió el rostro hacia el fuego, abrió las manos, que tenía apoyadas en las rodillas, las levantó luego y volvió a dejarlas donde las tenía.

—No hay necesidad de hablar de eso —dijo mirando de nuevo alrededor—. La temporada que pasé con Compeyson fue casi tan mala como la peor de mi vida. Dicho esto queda dicho todo. ¿Les he referido que mientras andaba a las órdenes de Compeyson fui juzgado, yo solo, por un delito leve?

Contesté negativamente.

—Pues bien —continuó él—, fui juzgado y condenado. Y en cuanto a ser preso por sospechas, eso me ocurrió dos o tres veces durante los cuatro o cinco años que duró la situacion; pero faltaron las pruebas. Por último, Compeyson y yo fuimos juzgados por el delito de haber puesto en circulación billetes de Banco robados, pero, además, se nos acusaba de otras cosas. Compeyson me dijo: «Conviene que nos defendamos separadamente y que no tengamos comunicación.» Y esto fue todo. Yo estaba tan miserable y pobre, que tuve que vender toda la ropa que tenía, a excepción de lo que llevaba encima, antes de lograr que me defendiese Jaggers.

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