Grandes esperanzas (74 page)

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Authors: Charles Dickens

Apresuradamente me dirigí hacia la mesa en que solíamos desayunarnos, y en ella encontré una nota escrita, cuyo breve contenido era éste:

«Deseando no molestarte, me he marchado porque ya estás completamente bien, querido Pip, y te encontrarás mejor cuando estés solo.
Joe
P. S.: Siempre somos buenos amigos».

Unido a la carta había el recibo por la deuda y las costas en virtud de lo cual habían querido detenerme. Hasta aquel momento, yo me había figurado que mi acreedor había retirado o suspendido la demanda en espera de mi total restablecimiento, pero jamás me imaginé que Joe la hubiese pagado. Así era, en efecto, y el recibo estaba extendido a su nombre.

¿Qué podia hacer yo, pues, sino seguirle a la vieja y querida fragua y allí hablarle con el corazón en la mano y expresarle mi arrepentimiento, para luego aliviar mi corazón y mi mente de aquella segunda condición que había empezado siendo algo vago en mis propias ideas, hasta que se convirtió en un propósito decidido?

Lo cual era que iría ante Biddy, que le mostraría cuán humilde y arrepentido volvía a su lado; le diría cómo había perdido todas mis esperanzas y le recordaría nuestras antiguas confidencias en la época feliz de mi vida. Luego le diría: «Biddy, creo que alguna vez me quisiste, cuando mi errante corazón, a pesar de que se alejaba de ti, se sentía más tranquilo y mejor contigo que en compañía de otra persona cualquiera. Si ahora me quieres tan sólo la mitad de entonces, si puedes aceptarme con todas mis faltas y todas mis desilusiones, si puedes recibirme como a un niño a quien se ha perdonado, y en realidad, Biddy, estoy tan apesadumbrado como si lo fuese, y necesito tanto una voz cariñosa y una mano acariciadora como si todavía fuese pequeño, si todo eso puede ser, creo que ahora soy algo más digno de ti que en otro tiempo, no mucho, desde luego, pero sí algo. Y, además, Biddy, tú has de decir si me dedico a trabajar en la fragua con Joe o si busco otras ocupaciones en esta región o me marcho a un país distante, en donde me espera una oportunidad que desprecié al serme ofrecida, hasta que conociera tu respuesta. Y ahora, querida Biddy, si me dices que podrás ir a través del mundo de mi brazo, harás que ese mundo sea más benigno para conmigo y que yo sea mejor para con él, mientras yo lucharé para convertirlo en lo que tú mereces».

Tal era mi propósito. Después de tres días, durante los cuales adelantó algo mi restablecimiento, fui a mi pueblo para ponerlo en ejecución. Y no hay que decir con cuánta prisa me encaminé allá.

CAPITULO LVIII

Había llegado ya al lugar de mi nacimiento y a su vecindad, no sin antes de que lo hiciera yo, la noticia de que mi fortuna extraordinaria se había desvanecido totalmente. Pude ver que en
El Jabalí Azul
se conocía la noticia y que eso había cambiado por completo la conducta de todos con respecto a mí. Y así como
El Jabalí Azul
había cultivado, con sus asiduidades, la buena opinión que pudiera tener de él cuando mi situación monetaria era excelente, se mostró en extremo frío en este particular ahora que ya no tenía propiedad alguna.

Llegué por la tarde y muy fatigado por el viaje, que tantas veces realizara con la mayor facilidad.
El Jabalí Azul
no pudo darme el dormitorio que solía ocupar, porque estaba ya comprometido (tal vez por otro que tenía grandes esperanzas), y tan sólo pudo ofrecerme una habitación corriente entre las sillas de posta y el palomar que había en el patio. Pero dormí tan profundamente en aquella habitación como en la mejor que hubiera podido darme, y la calidad de mis sueños fue tan buena como lo podia haber resultado la del mejor dormitorio.

Muy temprano, por la mañana, mientras se preparaba el desayuno, me fui a dar una vuelta por la casa Satis. En las ventanas colgaban algunas alfombras y en la puerta había unos carteles anunciando que en la siguiente semana se celebraría una venta pública del mobiliario y de los efectos de la casa. Ésta también iba a ser vendida como materiales de construcción y luego derribada. El lote núnero uno estaba señalado con letras blancas en la fábrica de cerveza. El lote número dos consistía en la parte del edificio principal que había permanecido cerrado durante tanto tiempo. Habíanse señalado otros lotes en distintas partes de la finca y habían arrancado la hiedra de las paredes, para que resultasen visibles las inscripciones, de modo que en el suelo había gran cantidad de hojas de aquella planta trepadora, ya secas y casi convertidas en polvo. Atravesando por un momento la puerta abierta y mirando alrededor de mí con la timidez propia de un forastero que no tenía nada que hacer en aquel lugar, vi al representante del encargado de la venta que se paseaba por entre los barriles y que los contaba en beneficio de una persona que tomaba nota pluma en mano y que usaba como escritorio el antiguo sillón de ruedas que tantas veces empujara yo cantando, al mismo tiempo, la tonada de Old Clem.

Cuando volví a desayunarme en la sala del café de
El Jabalí Azul
encontré al señor Pumblechook, que estaba hablando con el dueño. El primero, cuyo aspecto no había mejorado por su última aventura nocturna, estaba aguardándome y se dirigió a mí en los siguientes términos:

—Lamento mucho, joven, verle a usted en tan mala situación. Pero ¿qué podia esperarse?

Y extendió la mano con ademán compasivo, y como yo, a consecuencia de mi enfermedad, no me sentía con ánimos para disputar, se la estreché.

—¡Guillermo! —dijo el señor Pumblechook al camarero—. Pon un panecillo en la mesa. ¡A esto ha llegado a parar! ¡A esto!

Yo me senté de mala gana ante mi desayuno. El señor Pumblechook estaba junto a mí y me sirvió el té antes de que yo pudiese alcanzar la tetera, con el aire de un bienhechor resuelto a ser fiel hasta el final.

—Guillermo —añadió el señor Pumblechook con triste acento—. Trae la sal. En tiempos más felices —exclamó dirigiéndose a mí—, creo que tomaba usted azúcar. ¿Le gustaba la leche? ¿Sí? Azúcar y leche. Guillermo, trae berros.

—Muchas gracias —dije secamente—, pero no me gustan los berros.

—¿No le gustan a usted? —repitió el señor Pumblechook dando un suspiro y moviendo de arriba abajo varias veces la cabeza, como si ya esperase que mi abstinencia con respecto a los berros fuese una consecuencia de mi mala situación económica—. Es verdad. Los sencillos frutos de la tierra. No, no traigas berros, Guillermo.

Continué con mi desayuno, y el señor Pumblechook siguió a mi lado, mirándome con sus ojos de pescado y respirando ruidosamente como solía.

—Apenas ha quedado de usted algo más que la piel y los huesos —dijo en voz alta y con triste acento—. Y, sin embargo, cuando se marchó de aquí (y puedo añadir que con mi bendición) y cuando yo le ofrecí mi humilde establecimiento, estaba tan redondo como un melocotón.

Esto me recordó la gran diferencia que había entre sus serviles modales al ofrecerme su mano cuando mi situación era próspera: «¿Me será permitido...?», y la ostentosa clemencia con que acababa de ofrecer los mismos cinco dedos regordetes.

—¡Ah! —continuó, ¿Y se va usted ahora —entregándome el pan y la manteca —al lado de Joe?

—¡En nombre del cielo! —exclamé, irritado, a mi pesar— ¿Qué le importa adónde voy? Haga el favor de dejar quieta la tetera.

Esto era lo peor que podia haber hecho, porque dio a Pumblechook la oportunidad que estaba aguardando.

—Sí, joven —contestó soltando el asa de la tetera, retirándose uno o dos pasos de la mesa y hablando de manera que le oyesen el dueño y el camarero, que estaban en la puerta—. Dejaré la tetera, tiene usted razón, joven. Por una vez siquiera, tiene usted razón. Me olvidé de mí mismo cuando tome tal interés en su desayuno y cuando deseé que su cuerpo, exhausto ya por los efectos debilitantes de la prodigalidad, se estimulara con el sano alimento de sus antepasados. Y, sin embargo —añadió volviéndose al dueño y al camarero y señalándome con el brazo estirado—, éste es el mismo a quien siempre atendí en los días de su feliz infancia. Por más que me digan que no es posible, yo repetiré que es el mismo.

Le contestó un débil murmullo de los dos oyentes; el camarero parecía singularmente afectado.

—Es el mismo —añadió Pumblechook— a quien muchas veces Ilevé en mi cochecillo. Es el mismo a quien vi criar con biberón. Es el mismo hermano de la pobre mujer que era mi sobrina por su casamiento, la que se llamaba Georgians Maria, en recuerdo de su propia madre. ¡Que lo niegue, si se atreve a tanto!

El camarero pareció convencido de que yo no podia negarlo, y, naturalmente, esto agravó en extremo mi caso.

—Joven —añadió Pumblechook estirando la cabeza hacia mí como tenía por costumbre—. Ahora se va usted al lado de Joe. Me ha preguntado qué me importa el saber adónde va. Y le afirmo, caballero, que usted se va al lado de Joe.

El camarero tosió, como si me invitase modestamente a contradecirle.

—Ahora —añadió Pumblechook, con el acento virtuoso que me exasperaba y que ante sus oyentes era irrebatible y concluyente—, ahora voy a decirle lo que dirá usted a Joe. Aquí están presentes estos señores de
El Jabalí Azul
, conocidos y respetados en la ciudad, y aquí está Guillermo, cuyo apellido es Potkins, si no me engaño.

—No se engaña usted, señor —contestó Guillermo.

—Pues en su presencia le diré a usted, joven, lo que, a su vez, dirá a Joe. Le dirá usted: «Joe, hoy he visto a mi primer bienhechor y al fundador de mi fortuna. No pronuncio ningún nombre, Joe, pero así le llaman en la ciudad entera. A él, pues, le he visto».

—Pues, por mi parte, juro que no le veo —contesté.

—Pues dígaselo así —replicó Pumblechook—. Dígaselo así, y hasta el mismo Joe se quedará sorprendido.

—Se engaña usted por completo con respecto a él —contesté—, porque le conozco bastante mejor.

—Le dirá usted —continuó Pumblechook—: «Joe, he visto a ese hombre, quien no conoce la malicia y no me quiere mal. Conoce tu carácter, Joe, y está bien enterado de que eres duro de mollera y muy ignorante; también conoce mi carácter, Joe, y conoce mi ingratitud. Sí, Joe, conoce mi carencia total de gratitud. Él lo sabe mejor que nadie, Joe. Tú no lo sabes, Joe, porque no tienes motivos para ello, pero ese hombre sí lo sabe».

A pesar de lo asno que demostraba ser, llegó a asombrarme de que tuviese el descaro de hablarme de esta manera.

—Le dirá usted: «Joe, me ha dado un encargo que ahora voy a repetirte. Y es que en mi ruina ha visto el dedo de la Providencia. Al verlo supo que era el dedo de la Providencia —aquí movió la mano y la cabeza significativamente hacia mí—, y ese dedo escribió de un modo muy visible:
En prueba de ingratitud hacia su primer bienhechor y fundador de su fortuna
. Pero este hombre me dijo que no se arrepentía de lo hecho, Joe, de ningún modo. Lo hizo por ser justo, porque él era bueno y benévolo, y otra vez volvería a hacerlo».

—Es una lástima —contesté burlonamente al terminar mi interrumpido desayuno— que este hombre no dijese lo que había hecho y lo que volvería a hacer.

—Oigan ustedes —exclamó Pumblechook dirigiéndose al dueño de
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y a Guillermo—. No tengo inconveniente en que digan ustedes por todas partes, en caso de que lo deseen, que lo hice por ser justo, porque yo era hombre bueno y benévolo, y que volvería a hacerlo.

Dichas estas palabras, el impostor les estrechó vigorosamente la mano y abandonó la casa, dejándome más asombrado que divertido. No tardé mucho en salir a mi vez, y al bajar por la calle Alta vi que, sin duda con el mismo objeto, había reunido a un grupo de personas ante la puerta de su tienda, quienes me honraron con miradas irritadas cuando yo pasaba por la acera opuesta.

Me pareció más atrayente que nunca ir al encuentro de Biddy y de Joe, cuya gran indulgencia hacia mí brillaba con mayor fuerza que nunca, después de resistir el contraste con aquel desvergonzado presuntuoso. Despacio me dirigí hacia ellos, porque mis piernas estaban débiles aún, pero a medida que me aproximaba aumentaba el alivio de mi mente y me parecía que había dejado a mi espalda la arrogancia y la mentira.

El tiempo de junio era delicioso. El cielo estaba azul, las alondras volaban a bastante altura sobre el verde trigo y el campo me pareció más hermoso y apacible que nunca. Entretenían mi camino numerosos cuadros de la vida que llevaría allí y de lo que mejoraría mi carácter cuando pudiese gozar de un cariñoso guía cuya sencilla fe y buen juicio había observado siempre. Estas imágenes despertaron en mí ciertas emociones, porque mi corazón sentíase suavizado por mi regreso y esperaba tal cambio que no me pareció sino que volvía a casa descalzo y desde muy lejos y que mi vida errante había durado muchos años.

Nunca había visto la escuela de la que Biddy era profesora; pero la callejuela por la que me metí en busca de silencio me hizo pasar ante ella. Me desagradó que el día fuese festivo. Por allí no había niños y la casa de Biddy estaba cerrada. Desaparecieron en un instante las esperanzas que había tenido de verla ocupada en sus deberes diarios, antes de que ella me viese.

Pero la fragua estaba a muy poca distancia, y a ella me dirigí pasando por debajo de los verdes tilos y esperando oír el ruido del martillo de Joe. Mucho después de cuando debiera haberlo oído, y después también de haberme figurado que lo oía, vi que todo era una ilusión, porque en la fragua reinaba el mayor silencio. Allí estaban los tilos y las oxiacantas, así como los avellanos, y sus hojas se movieron armoniosamente cuando me detuve a escuchar; pero en la brisa del verano no se oían los martillazos de Joe.

Lleno de temor, aunque sin saber por qué, de llegar por fin al lado de la fragua, la descubrí al cabo, viendo que estaba cerrada. En ella no brillaban el fuego ni las centellas, ni se movían tampoco los fuelles. Todo estaba cerrado e inmóvil.

Pero la casa no estaba desierta, sino que, por el contrario, parecía que la gente se hallase en la sala grande, pues blancas cortinas se agitaban en su ventana, que estaba abierta y llena de flores. Suavemente me acerqué a ella, dispuesto a mirar por entre las flores; pero, de súbito, Joe y Biddy se presentaron ante mí, cogidos del brazo.

En el primer instante, Biddy dio un grito como si se figurara hallarse en presencia de mi fantasma, pero un momento después estuvo entre mis brazos. Lloré al verla, y ella lloró también al verme; yo al observar cuán bella y lozana estaba, y ella notando lo pálido y demacrado que estaba yo.

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