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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

Gritos antes de morir (15 page)

—¡Adelante, Malcolm, John! ¡Cavad, rápido! —espetó Amanda, viendo que el tiempo se había agotado.

A los pocos minutos ambos muchachos consiguieron llegar hasta el ataúd y abrirlo. Dentro yacía el cuerpo sin vida de Arnold. A diferencia de lo que esperaban, había dejado de respirar para siempre. Nadie entendía cuál había sido el error, nadie tuvo en cuenta jamás el consumo extra de oxígeno que produce la combustión de un mechero dentro de un ataúd.

Fue en ese momento cuando resonó una voz sumamente familiar, procedente de la nada, que hizo que todos se estremeciesen hasta perder la cordura:

—¡Ahora tengo toda la eternidad para atormentaros!

Dibujos

Entró en la habitación y su rostro palideció. Inmóvil, sintió que su estómago se empequeñecía, y que cada vez le costaba más respirar. Algo en su interior le decía que lo que estaba viendo no podía ser real, que aquello era solo una pesadilla y que en cualquier momento abriría los ojos y todo desaparecería. Se agarró con fuerza al marco de la puerta. Sentía que las piernas le fallaban, que carecía del empuje necesario para seguir adelante. Aquel dibujo, aquel espanto, era mucho peor que cualquiera de los anteriores.

Hacía al menos tres largos años que Sofy no dibujaba nada parecido. Era una niña distinta a las demás, una cría poco comunicativa, huraña, cuyas manos poseían la habilidad de pintar preciosos murales. Desde muy pequeña, Sofy tenía un don extraño e inquietante. Un don que a veces se tornaba una condena, sobre todo para su madre, Abby, que, viuda desde hacía más de dos años, no sabía cómo gestionar aquellas insólitas situaciones.

La primera vez que ocurrió, Sofy no tenía más que siete años. Se despertó a medianoche y, sonámbula, se sentó a la mesa de juegos de su cuarto. Cuando a la mañana siguiente sus padres fueron a despertarla, descubrieron un dibujo que les hizo temblar de pies a cabeza. En él se veía a un niño pequeño atropellado por un autobús escolar. Ambos, sin saber cómo reaccionar y preocupados por la salud emocional de la pequeña, decidieron llevarla a un psicólogo. Al cabo de una semana, un compañero de clase de Sofy murió arrollado por el autocar del colegio. A partir de ese día Abby y su marido supieron que algo extraordinario, inquietante e imprevisible había entrado en sus vidas, y en especial en la de su pequeña.

Pasaron un par de años en que los hechos que Sofy anticipaba en sus dibujos no tenían nada de preocupante. Las imágenes no eran más que adelantos de situaciones normales de la familia o del colegio, de modo que Abby y Jonathan se fueron relajando y dejaron de prestarles atención. De hecho, de no haber sido por una de esas extrañas casualidades que ocurren a veces, Abby nunca hubiese descubierto el fatídico dibujo que cambió sus vidas para siempre.

Era lunes, y la noche anterior Jonathan se había ido a Nueva York en viaje de negocios. Lo cierto es que Abby estaba triste por el modo en que su marido se había marchado. Odiaba tenerle lejos, y ese solía ser el motivo de sus absurdas pero frecuentes discusiones. Aquella noche Jonathan se fue dando un fuerte portazo que incluso despertó a su hija. Al día siguiente, cuando Abby fue a acostar a la pequeña, le llamó la atención un papel arrugado que había en el fondo de la papelera. Sofy no solía romper sus dibujos: era ella la que cada noche recogía todos los folios pintarrajeados y los tiraba en la basura de la cocina. Abby se agachó, tomó el folio de la papelera y lo abrió lentamente. Lo que había allí dibujado la dejó sin palabras. En la imagen se podía ver a un hombre tumbado en el suelo bajo un letrero en el que estaba escrito «Nueva York». Sobre él, un corazón roto, que a juicio de Abby podía simbolizar un ataque cardíaco. Aturdida por la fuerza de la imagen, permaneció quieta, pensativa. Por un instante, todos sus miedos afloraron y la hicieron temblar. Asustada ante aquella amenazadora y retorcida ilustración, necesitaba que por una vez todo fuese una mera coincidencia, una macabra casualidad. Respiró hondo y arrugó nuevamente el papel con fuerza, como si haciéndolo desaparecer fuese a borrar cualquier posibilidad de que aquello sucediese. Lo tiró a la basura y se sentó sobre la cama. De pronto sonó su teléfono; era un número desconocido. Miró atentamente la pantalla sin atreverse a descolgarlo. ¿Y si sus peores pesadillas se convertían en realidad? Tras unos instantes acercó el aparato a su oreja y contestó; ya nada volvería a ser igual. Desde aquel día, Abby entró en una depresión interminable, en una espiral autodestructiva que la llevaba incuestionablemente a culparse por la muerte de su marido. La autopsia concluyó que se había tratado de un infarto de miocardio. Una muerte que ella sí hubiese podido prever de haber prestado mayor atención a los dibujos de Sofy.

El tiempo fue pasando y Abby logró retomar las riendas de su vida y la de su hija, pero aquel estado de renovada felicidad no iba a durar demasiado. Sofy tenía ya doce años, y día tras día su madre observaba cómo su pequeña se iba convirtiendo en una mujer. Junto con la adolescencia llegó la rebeldía, y a Abby le costaba cada día más imponer sus normas a la niña. Sofy, que nunca había sido demasiado comunicativa, dejó de dar explicaciones a su madre y empezó a saltarse las clases.

Aquella tarde, como venía siendo cada vez más frecuente, madre e hija se enzarzaron en una discusión larga y agitada. Sofy, harta de que su madre apenas la dejase salir con los amigos, decidió irse de la casa dando un portazo, no sin antes decir:

—Me voy como lo hizo papá la noche antes de morir.

Abby se quedó pensativa y sorprendida por la frase. Ella jamás había comentado con Sofy lo sucedido la noche anterior a la tragedia. Tan pronto como volvió a casa, Abby no dudó en preguntarle al respecto.

—Esa noche lo oí todo, mamá, pero desgraciadamente no me di cuenta de que la culpable de la discusión eras tú, y no él. Me enfadé con papá por chillarte, por irse de aquella manera y por dar aquel portazo, y me prometí que jamás volvería a hacerlo…

Abby miró fijamente a su hija con temor a preguntarle qué quería decir con exactitud. No hizo falta; Sofy se lo aclaró en ese mismo instante:

—Es como aquel estúpido niño del cole que no dejaba de molestarme en clase.

—¿Qué niño? —preguntó Abby, aterrada.

—¿Cuál va a ser? Ese al que atropelló el autobús —contestó la niña con frialdad e indiferencia, y se dirigió a su habitación con una extraña sonrisa en la cara.

Asustada, Abby la siguió, y al entrar en su habitación se quedó sin aliento. En la pared, colgado, había un nuevo dibujo: Abby sumergida en una bañera cortándose las venas.

Premonición

Desde que le alcanzaba la memoria, Maya siempre recordaba haber tenido sueños premonitorios. Sueños que se diferenciaban claramente del resto; que siempre, sin excepción, se cumplían. Esa especie de rigor casi científico, lejos de ser algo positivo, la había llevado a la circunstancia actual, una que, si sus sueños no la engañaban, duraría el resto de su vida.

Despertó empapada en sudor. Su corazón latía acelerado por lo violento de la pesadilla que acababa de tener. Sabía que era una de aquellas, de las reales, de las inamovibles. Dios sabe cuántas veces trató de alterar el curso de uno de esos augurios. Jamás, ni siquiera en los casos en que la realidad soñada tenía una importancia mísera, conseguía variar un ápice el resultado final. Sin embargo, nunca había soñado algo de aquel calibre, algo tan terrorífico y atroz que el solo hecho de pensarlo le revolvía el estómago. Aquello superaba con creces los límites de lo aceptable, y por muchas pruebas que tuviese de la invariabilidad de los resultados, de su incapacidad para distorsionar la realidad soñada, no podía quedarse impasible. Quería creer que había una posibilidad, aunque fuera ínfima, de detener, de variar, de alterar aquel final; estaba prácticamente convencida de ello. Repasó el sueño en su cabeza más de mil veces. Tenía que encontrar un fallo, una pista, una rendija, por estrecha que fuese, que le permitiera romper aquella cadena de acontecimientos. Agarró una hoja y un bolígrafo, y escribió al detalle todo lo que había soñado. Cuanto más tiempo tardase, más riesgo había de que se le olvidara algo.

Me veo a mí misma en el salón de la casa, leyendo tranquilamente. Por la luz del sol puedo deducir que debe de ser cerca del mediodía; entre las doce y las tres de la tarde, para ser más precisos. De pronto se oye un estruendo similar al sonido que hace un cristal al romperse. Jeff dice alguna cosa en voz alta, aunque no consigo descifrar sus palabras.

—Amor, ¿qué ocurre? —pregunto mientras me incorporo.

Nadie responde. Me acerco a la habitación de Julia, mi hija de un año. Parece que el ruido proviene de ahí. La oigo llorar. La puerta está entornada. La abro ligeramente y veo a Jeff con Julia en brazos y blandiendo un trozo de cristal con la mano derecha. Parece completamente fuera de sí.

—¡Jeff! ¿Qué haces?

—¡Vete!— me contesta, con el rostro desencajado.

De pronto viene hacia mí con actitud amenazadora. Cierro la puerta y corro hacia la cocina en busca de un cuchillo. Cuando la abro de nuevo, veo a Julia inmóvil, tendida en la alfombra y cubierta de sangre, y a Jeff con las manos ensangrentadas.

—¡Jeff! ¿Qué has hecho?…

Ahí termina el sueño.

Por más que repasó la escena una y otra vez, no logró comprenderla. ¿Por qué iba Jeff a hacerle daño a su hija? No era lógico, él adoraba a Julia. Desde que había llegado a este mundo, Jeff vivía por y para ella. Era tal el amor que le profesaba que incluso Maya había llegado a sentirse celosa. ¿Qué podía llevar a alguien a hacer algo así? Su mente iba a mil por hora. Había un tema que no dejaba de inquietarla: ¿cuándo se suponía que iba a ocurrir aquello? Trató de repasar el sueño buscando algún elemento que pudiese indicarle una fecha, pero no fue capaz de encontrar nada.

Desde el mismo instante en que Jeff llegó a casa aquella tarde, Maya no le quitó ojo. Por la noche no logró dormir. A la mañana siguiente volvió a repasar punto por punto toda la escena.

—¡Tiene que ser un fin de semana! —exclamó.

Jeff no comía en casa los días laborables, y en su sueño la tragedia sucedía, como mucho, durante las primeras horas de la tarde.

El primer fin de semana fue muy estresante; no se separó de Julia ni un momento. Jeff empezó a darse cuenta de que algo extraño ocurría. Su mujer no podía seguir así: lo insostenible de la situación iba a acabar con su salud y con su matrimonio. Durante la siguiente semana Maya dedicó su tiempo a elaborar un plan mejor. Era necesario encontrar una brecha que le permitiese modificar el curso de los acontecimientos. ¿Y si se llevaba a la niña lejos de allí? Sabía que justificarlo le sería muy complicado. Jeff no aceptaría separarse de su hija sin un motivo concreto. ¿Y si durante los mediodías del fin de semana llevase encima algún tipo de arma? Según el sueño, su marido mataba a la niña mientras ella iba a la cocina a por un cuchillo. De haber entrado armada la primera vez, quizá pudiera haberlo impedido. Recordó entonces la vieja Magnum que su padre guardaba en la caja de seguridad.

Era sábado, y después de comer Jeff se fue al cuarto a echarse un rato mientras ella leía tumbada en el sofá del salón. Estaba nerviosa, así que hizo un esfuerzo por tranquilizarse. De pronto sonó un estruendo similar al sonido que hace el cristal al romperse. Al fondo se oyó la voz de Jeff diciendo algo que Maya no alcanzaba a descifrar.

—Amor, ¿qué ocurre? —preguntó, mientras se incorporaba.

Nadie respondió. Aquello le era familiar.

—¡Está pasando! —exclamó, mientras corría rumbo a la habitación de su hija.

Se acercó al cuarto de Julia rápidamente. Abrió la puerta con determinación y vio, tal como temía, la escena de su sueño. Jeff tenía a Julia en brazos, y un trozo de cristal en la mano derecha. Parecía completamente fuera de sí.

—Jeff! ¿Qué haces? —chilló, intentando detenerlo.

—¡Vete! —contestó Jeff, con el rostro desencajado.

De repente empezó a andar hacia ella. Maya sacó el revólver y le apuntó, resuelta.

—¡Maya! ¿Qué haces?…

Sin dudarlo, disparó a Jeff entre los ojos, y este cayó desplomado al suelo. Maya avanzó a toda prisa hacia él y agarró a Julia. Lo había logrado, pensó, había encontrado una brecha. En ese instante sintió una fuerte punzada en la espalda, y un dolor agudo atravesó todo su cuerpo.

Despertó tumbada en una cama de hospital.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital de Saint Bartholomew’s. Lleva usted inconsciente cerca de dos días —le dijo un policía que estaba al pie de la cama.

—¿Y mi hija? ¿Dónde está? ¿Qué pasó? ¿Quién…?

—¿Qué recuerda?

—¿Y mi hija?

—Desgraciadamente su hija está… —dijo el policía, bajando la mirada.

—¿Muerta? ¡No! Pero si yo lo maté, él no pudo matarla… ¡No pudo!

—¿Él? ¿Quién? ¿Su marido?

—¡Jeff, sí! —exclamó Maya, deshecha por el dolor.

—Pero… ¿por qué mató a su marido?

—¿Por qué? Porque iba a matar a mi hija.

—¿Qué? Eso no es lógico. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Tenía un cristal en la mano derecha y a la niña en brazos. Se acercó en actitud agresiva y con la cara desencajada, y yo, yo le disparé, y…

—¿Y?

—¿Quién…? ¿Qué me ha pasado?… ¿Por qué estoy aquí?

—Alguien entró a robar por la ventana del cuarto de su hija. Suponemos que su marido lo oyó y fue a ver qué había pasado.

—¿Un ladrón? ¡No!… Yo no vi… no puede ser… no.

—Pensamos que su marido cogió a la niña en brazos para protegerla y estaba ahuyentando al ladrón cuando usted irrumpió en la estancia.

—¿Proteger? —preguntó Maya, perpleja, mientras en sus ojos se podía observar que se hallaba en estado de shock.

—Después de que le disparara, el ladrón le clavó a usted un cuchillo en la espalda.

—¡No… no puede ser! Yo no vi… —contestó, y, tras un fallido intento de levantarse de la cama, se dejó caer, vencida por el dolor.

Maya estaba destrozada, abatida por un cúmulo de noticias que se sentía incapaz de procesar. Su niña, su pequeña, ya no estaba a su lado, y ella había sido la única culpable de su muerte y la de su marido. Deshecha, rompió a llorar sin consuelo hasta quedarse vacía de lágrimas. El policía, ayudado por una enfermera, intentó devolverla a la cama.

—Tiene que descansar —apuntó la enfermera, ahuyentando al policía.

—Probablemente estuviera escondido detrás de la puerta cuando usted entró. Lo siento —añadió él, haciendo caso omiso a la enfermera.

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