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Authors: Mónica G. Álvarez

Tags: #Histórico, #Drama

Guardianas nazis (13 page)

Siguiendo con los testimonios, cabe destacar aquellos que están recogidos en el proceso de Auschwitz-Birkenau, concretamente en el volumen 57, donde se explican las actividades que Maria Mandel realizaba en Ravensbrück. Una de las internas asegura que cuando llegó al campamento en abril de 1940, la supervisora ya se caracterizaba por la atrocidad en sus acciones. Una vez y debido a las habladurías que surgían respecto a las actividades tan inusuales de la directora, esta ordenó a su subordinada que le hicieran una lista con las reclusas sospechosas. No había expedientes personales, así que anotaron el número por el que las llamaban. Mandó que se pusieran en formación y después de enviarlas a trabajar hasta la extenuación, las acompañó al búnker. Una vez allí y en uno de los laterales, las dispuso en fila. Durante unos minutos tan solo se oyeron ráfagas de disparos. Nunca más se vieron a aquellas mujeres.

Otra víctima que logró escapar de las garras de Mandel, describió sus seis días de cautiverio en la parte subterránea del búnker. La obligaron a hacer huelga de hambre. Después de ese tiempo la
Aufseherin
la interrogó.

«Mandel caminaba constantemente con un látigo en busca de víctimas», especificó otra de las prisioneras. Cualquier pretexto era bueno para cortar el pelo a las presas, afeitarles la cabeza o insultarlas diciendo,
Polnische Schweine
(cerdas polacas) o
Polnische Banditen
(canallas polacas). María sentía un odio descomunal por Polonia y así lo hacía saber siempre. «Era una persona cruel, golpeaba y maltrataba a los presos a la menor ocasión», describió María Hanel-Halska, una reo dentista y exempleada del doctor Mengele.

Otro caso de abuso de autoridad por parte de María Mandel lo sufrió una prisionera holandesa llamada Netia Eppker, que había trabajado como comadrona para la reina Guillermina de los Países Bajos (Wilhelmina Helena Pauline Maria van Oranje-Nassau). Apuntar aquí que previamente a la guerra y durante la misma esta soberana se había convertido en un símbolo inquebrantable de resistencia contra Hitler, a quien le tenía como uno de sus mayores enemigos. Es evidente que una vez que Eppker fue detenida y recluida en Ravensbrück, su historial laboral pasó de ser intachable a todo un inconveniente para las guardianas nazis y en especial para la
Aufseherin
. Pero en esta ocasión la víctima tuvo el coraje de plantarle cara y reprender su tiranía, algo inusual y que había sucedido pocas veces. Su osadía hizo que recibiera una rigurosa reprimenda.

«En la calle principal del campamento, llamada Lagerstrasse, Eppker vio cómo Mandel golpeaba a una prisionera. Corrió hacia ella y exclamó: «¿Por qué pegas a esta anciana que podría ser su madre?». Mandel levantó la mano y quiso pegarle a Eppker. En eso que le agarró de la mano y dijo: «Yo soy una dama y no tiene derecho a pegarme». Una consecuencia de esto fue el castigo más grave que Mandel como Oberaufseherin pudiese vengar»
[14]
.

Eppker fue encerrada en el búnker durante seis semanas en completa oscuridad. Intervalo en el que sufrió el castigo de la flagelación, el ensañamiento contra partes tan delicadas del cuerpo como la cabeza, y continuos insultos de la directora del recinto, la tan temida Mandel. Aun sabiendo la reacción de su castigadora, la partera holandesa repetía continuamente: «
Ich bin eine Dame und du darfst mich nicht schlagen
» (Soy una dama y no hay que pegarme). Cuanto más se quejaba la mártir, mayor era la penitencia ejercida contra ella. La maquiavélica guardiana llegó a ordenar a sus secuaces que la atasen a la pared con cadenas, para propinarle diariamente con su fusta incesantes latigazos. Entretanto, decía riéndose: «
Du bist eine Dame, und ich schlage dich
» (Usted es una dama y le golpeo).

Una vez transcurridas las seis semanas, Eppker regresó a su barracón enferma, con las piernas rotas y llena de profundas heridas por todo su cuerpo. Al salir de su cautiverio y según comentan algunos testigos, la señora levantó la cabeza para mirar directamente a los ojos a sus verdugos, entre ellas Mandel.

Dicho incidente corrió como la pólvora entre los corrillos, no solo de las propias reclusas, sino también de sus camaradas, quienes aplaudían las acciones desempeñadas por su superior. Era evidente que el miedo a contravenir aquellas indicaciones estaba en el rostro de todas esas mujeres.

Finalmente, Netia Eppker pasó a ser una de las primeras internas que gracias a la Cruz Roja Sueca evitó su inminente liquidación. Salió del campo de concentración justo a tiempo. Una vez recuperada de las heridas físicas, que no mentales o emocionales, la holandesa regresó a su país terriblemente exánime. Concluida la guerra, Eppker formó parte del grupo de atestiguantes que declararon en el juicio contra sus captores. Jamás volvió a tener una salud plena.

Todas y cada una de las testimoniantes habían sido valientes al poner sobre la mesa los retorcidos disparates efectuados por la Mandel. La dramaturgo Dorothy Parker escribió: «Luchan mucho más que por sus vidas. Luchan por la oportunidad de vivirlas». Y así día tras día.

LA TIGRESA DE GUANTES BLANCOS

La presencia de Mandel en el campo de concentración, paseando por el recinto, despertaba un pánico generalizado entre las cautivas. Todas eran conscientes de su impiedad, todas conocían sus obscenidades y martirios. Al punto de que la
Aufseherin
acabó siendo una de las personas más odiadas y repudiadas del centro. Su modo de caminar, su uniforme y sus tan demonizados guantes blancos —que siempre la acompañaban y que colocaba escrupulosamente en el bolsillo de su chaqueta—, le dotaban de gran altivez para controlar a sus inferiores. Esta prenda, aparentemente inofensiva, era una pieza clave en los maltratos. Cuando Mandel lo usaba, golpeaba en la cabeza y por encima del cuello a la víctima, o entre la nariz y los ojos, haciendo que irremediablemente cayese al suelo. No había forma de que se tuviese en pie. Siempre acababa con los guantes llenos de sangre. Suponemos que le gustaba ver el sufrimiento de aquella forma, ya que por lo general, los supervisores llevaban guantes de cuero negro. Mandel prefirió cambiar esa costumbre y declinarse por el fetichismo del blanco.

«Mandl hacía estragos en torno al campamento para mujeres. Siempre se la vio usando guantes, golpeando, pateando, mirando a los presos, insultando de forma grosera. Eran tantas las prisioneras heridas que es difícil para mí citar los nombres de las que fueron agredidas con crueldad»
[15]
.

La brutalidad descargada contra las reas en forma de guantazos y tormentos, y el empleo de métodos de castigo y hostigamiento de lo más sofisticados, le valieron el sobrenombre de «la tigresa». Pasó a ser la perfecta administradora de penas. Con solo un golpe fuerte en el estómago o un puñetazo en la mandíbula podía dejar kao a cualquiera. El efecto era tal que la superviviente caía al suelo de inmediato, completamente aturdida y confundida sin oportunidad alguna de defenderse por sí misma.

A principios de mayo de 1942, María Mandel ya estaba actuando como una
SS-Oberaufseherin
(supervisora senior). Al fin y al cabo, el manejo que hacía de los judíos era tan impresionante que nadie quiso poner en duda que merecía el cargo. Al contrario, su nuevo rango la hizo ser más dañina e inhumana, provocando serios problemas de salud a sus internas. Una de sus normas más destacadas fue que todas las presas debían ir descalzadas por el campamento, aun sabiendo que podrían dañarse los pies por la cantidad de grava que tenía el suelo. No contenta con esto, decretó que realizasen desfiles durante varias horas. El resultado se tradujo en atención médica urgente a causa de las llagas y la sangre producida por esta acción. Si alguna se atrevía a negarse a caminar descalza o paraba en algún momento, automáticamente se la enviaba al búnker para ser flagelada. Mandel no mostraba piedad alguna, nunca la demostró. Si veía a alguien en el suelo se acercaba y sin mediar palabra le pateaba de manera sádica.

«Durante su mandato», cuenta la reclusa Józefa W^glarska en el juicio de Cracovia, «las revisiones podían durar varias horas. Tenía que permanecer de pie descalza en el patio del campo sin importar el tiempo y había días en que hacía mucho viento y nevaba. Mandel propinaba golpes y patadas a una presa ante la más mínima ofensa. Así, por ejemplo, durante la revista deslicé inconscientemente una pierna unos cuantos centímetros hacia adelante. Mandel se acercó a mí y me pateó con toda su fuerza en la pierna. Después durante dos semanas me estuvo golpeando en la pierna dañada».

En la primavera de 1942 se inició la ejecución de las mujeres polacas y Mandel dedicó varios días a infligirlas infinidad de golpes y patadas antes de exterminarlas. Sus rostros fueron mutilados, rasgados y cubiertos de sangre y moretones. Sabía cómo asestar porrazos certeros tanto en la parte inferior del abdomen como por encima del cuello.

Estas masivas ejecuciones se iniciaron el 15 de abril de 1942 y se llevó por delante la vida de 14 personas. El 18 de abril asesinó a otras 14 y así días tras día, hasta que en enero de 1945 acabó disparando, masacrando y aniquilando en torno a 160 mujeres polacas tras los muros de Ravensbrück.

Una de las prisioneras que sufrió la violencia de la guardiana en sus propias carnes fue Regina Morawska que afirmó ante el Tribunal que ella era «como un monstruo en carne humana». Y seguía explicando:

«María Mandl golpeó con el puño en la cara de una de las reclusas por haber caminado por la zona del campamento del brazo de otra presa. Además, tenía la costumbre de caminar en la parte de atrás de las filas y al azar, de acuerdo con su capricho, golpeaba con el látigo a las crías de las prisioneras».

«CONEJILLOS» Y EXPERIMENTOS MÉDICOS

El envilecimiento y la truculencia imperaban en cada rincón del campo de internamiento femenino de Ravensbrück. También en el departamento médico, donde las prisioneras más aptas, aquellas «mejor preparadas», eran específicamente elegidas por Mandel para ser estudiadas en angustiosas operaciones y experimentos. Si la
Oberaufseherin
no tenía misericordia alguna, durante las jornadas de selección la tenía aún menos. Su buen ojo hizo las delicias de sus camaradas los médicos alemanes.

Al punto que en julio de 1942 y ante un ambiente repleto de especulaciones y miedo, mucho miedo, se inició un procedimiento que embarcó a jóvenes reclusas de veinticinco años, tanto civiles como militares, a formar parte de profusos ensayos.

En el libro
Y tengo miedo de mis sueños
publicado en 1998, su autora Wanda Póitawska, una médico y escritora polaca que fue miembro de la resistencia durante la ocupación nazi y que estuvo interna en el Puente de los Cuervos, describe con todo lujo de detalles el proceso de «contratación» que existió para escoger a ciertas presas a las que asignarían determinadas operaciones. Desgraciadamente, esto no se limitaba a una mera investigación, sino a experimentos empíricos que, a largo plazo, significaron incidentes tan aberrantes como ir en contra de la voluntad de las mujeres intervenidas, provocarles una discapacidad permanente, o convertirse en una especie de «conejillos» de la muerte dentro del campo. Así era como denominaban a las víctimas de unos ensayos criminales perpetrados por médicos nazis y supervisados por la propia Mandel.

Como decíamos anteriormente, en aquel momento esta delincuente ya había tomado la posición de
Oberaufseherin
, por lo que sabía perfectamente lo que allí estaba ocurriendo. Bien es cierto que ella intentó ocultar, tergiversar y mentir descaradamente sobre el tema, pero era inevitable que los hechos salieran a la luz. Había demasiados testigos y víctimas, por no mencionar a las fieles auxiliares que la acompañaban y que sabían de buena tinta lo que estaba pasando.

Sin embargo, había algo peor que el conocimiento o no de estos asesinatos y experimentos tan atroces. Lo dramático del asunto era que María Mandel junto con el médico en jefe de este campo y
Generalleutnant
(Teniente General) en las
Waffen-SS
, el Dr. Karl Gebhardt, fueron los responsables de elegir personalmente a las prisioneras y de enviarlas a la sala de operaciones.

La primera vez se escogieron a cinco jóvenes polacas totalmente sanas, cuyo «pecado» fue ser presas políticas y luchar en contra del nazismo. El 1 de agosto de 1942 las sometieron a diversas pruebas dirigidas por el Dr. Gebhardt. No estaba solo, lo acompañaban su ayudante el Dr. Fritz Fischer y otros doctores del campamento como Schiedlausky, Rostock y Herta Oberheuser. Después de dos semanas de investigaciones, un nuevo grupo de reclusas polacas se sometió a cirugía.

En el transcurso de esta nueva etapa de pruebas y exámenes, los médicos alemanes dieron un paso más hacia delante. Ahora no solo sometían a pequeños grupos de reas a toda clase de duros controles y suplicios, sino que además, emprendieron una nueva táctica: la experimentación en masa. Esta especie de operación ejercitada sobre un conglomerado concreto de mujeres, supuso un avance científico que logró verificar hasta qué punto era viable un tratamiento contra determinadas enfermedades o infecciones. Por ejemplo, rompían parte de las extremidades de estas «conejillas de indias» para constatar cuál era el proceso por el que los huesos rotos volvían a reconstituirse; cómo se producía la regeneración del músculo de los nervios; si era necesario un trasplante; inclusive llevaron a cabo operaciones que finalmente causaron infertilidad en las mujeres y por tanto, erradicación de una raza. A pesar de los resultados obtenidos, nadie asumía que estas investigaciones fueran ilícitas y siguieron su curso.

Si ampliamos esta información, habría que añadir que las reas fueron sometidas principalmente a un control exhaustivo de la médula ósea, lo que les permitía estudiar la velocidad de crecimiento del conjunto de huesos rotos que hemos citado. Este análisis posibilitaba hacer un seguimiento de su recuperación. En este sentido, mencionar que algunas de las jóvenes utilizadas para estos estudios fueron expuestas a tratamiento quirúrgico tras ser golpeadas con un martillo o un cincel, para después suturar la herida y escayolar la parte afectada. Días después se retiraba el yeso y se examinaba concienzudamente la tasa de fusión de los huesos. Se procedía a coser de nuevo la herida y poner un nuevo «parche».

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