[Darnell acaricia a Maze, y ella entreabre un ojo y empieza a mover el curtido rabo.]
¿
Qué le pasó al perro
?
Ojalá pudiera darle un final de Disney, que se convirtió en mi compañero o que acabó salvando un orfanato entero del fuego, algo así. Lo cierto es que lo habían golpeado con una roca para noquearlo. Se le había acumulado fluido en los oídos, y se quedó sordo de uno y parcialmente sordo del otro. Sin embargo, le seguía funcionando la nariz, así que se convirtió en un buen cazarratas cuando le encontramos un hogar. Cazaba tanto que consiguió alimentar a aquella familia todo el invierno. Supongo que es una especie de final de Disney, pero con estofado de Mickey. [Se ríe sin hacer ruido.] ¿Quiere saber algo extraño? Antes odiaba a los perros.
¿
En serio
?
A muerte; para mí eran unas bolsas de gérmenes sucias y apestosas que se tiraban sobre tus piernas y hacían que la alfombra oliese a meados. Dios, cómo los odiaba. Era el típico tío que se negaba a acariciar al perro de su amigo cuando iba de visita, el que siempre se reía de la gente que tenía fotos de perros en la mesa del trabajo. ¿Conoce al típico tío que siempre amenazaba con llamar al servicio de control de animales cuando tu chucho ladraba?
[Se señala.]
Vivía a una manzana de una tienda de animales, pasaba por delante todos los días con el coche, de camino al trabajo, y me dejaban perplejo aquellos perdedores sentimentales y socialmente incompetentes que se gastaban tanto dinero en unos hámsteres gigantes ladradores. Durante el Pánico, los muertos empezaron a reunirse alrededor de la tienda. No sé quién era el dueño, pero había bajado las persianas y había dejado dentro a los animales. Podía oírlos desde la ventana de mi dormitorio, todo el día y toda la noche. No eran más que cachorros, ya sabe, de un par de semanas; unos bebés asustados que lloraban llamando a sus mamás, a quien fuera, para que fuese a salvarlos.
Los oí morir uno a uno conforme se les acababa el agua. Los muertos nunca llegaron a entrar, seguían arremolinados junto a la puerta cuando me escapé y pasé junto a ellos sin detenerme a mirar. ¿Qué podía haber hecho? No tenía entrenamiento y no estaba armado, no podría haberme ocupado de ellos, porque apenas era capaz de cuidar de mí. ¿Qué podía haber hecho?… Algo.
[Maze suspira en sueños, y Darnell le da unas palmaditas cariñosas.]
Podía haber hecho algo.
[En este barrio de chabolas, la gente vive en unas condiciones primitivas; no hay electricidad, ni agua corriente. Las cabañas se agrupan detrás de un muro fabricado con los árboles que las rodean. La casucha más pequeña pertenece al padre Sergei Ryzhkov. Es un milagro que el anciano clérigo siga valiéndose por sí mismo: su forma de andar da fe de las numerosas heridas sufridas durante y después de la guerra; las manos temblorosas demuestran que se rompió todos los dedos; su intento de sonreír deja constancia de que los pocos dientes que le quedan están negros y podridos.]
Para entender cómo nos convertimos en un estado religioso y cómo ese estado empezó con un hombre como yo, debe comprender la naturaleza de nuestra guerra contra los muertos vivientes.
Como en tantos otros conflictos, nuestro mayor aliado era el General Invierno. El frío intenso, que se alargaba y endurecia por culpa del oscurecimiento de los cielos del planeta, nos dio el tiempo que necesitábamos para preparar a nuestra patria para la liberación. Por el contrario que los Estados Unidos, estábamos luchando una guerra en dos frentes: teníamos la barrera de los Urales al oeste y los enjambres asiáticos al sudeste. Siberia estaba controlada, por fin, aunque eso no quería decir que fuese completamente segura. Teníamos muchos refugiados que venían de la India y China, y multitud de monstruos helados que seguían despertando al descongelarse cada primavera. Necesitábamos esos meses de invierno para reorganizar las tropas, formar a la población, hacer inventario y distribuir nuestro enorme arsenal militar.
No teníamos la producción bélica de otros países, ni departamento de recursos estratégicos: la única industria era encontrar comida para mantener viva a nuestra gente. Lo que sí teníamos era la herencia dejada por un estado industrial militar. Sé que en occidente siempre lo han considerado una locura y se han reído de nosotros por eso. «Esos rojos paranoicos que construyen tanques y pistolas, mientras sus ciudadanos piden pan y coches.» Sí, la Unión Soviética era atrasada y poco eficaz, y sí, dejó nuestra economía en bancarrota por su empeño de convertirse en potencia militar, pero, cuando la madre patria lo necesitó, fue esa potencia militar lo que salvó a sus hijos.
[Señala el cartel descolorido que cuelga de la pared, detrás de él. Se ve la imagen fantasmal de un antiguo soldado soviético que extiende las manos desde el cielo para entregar una basta metralleta a un joven ruso muy agradecido. Debajo se lee:
«Dedushka, spasiba»
(Gracias, abuelo).]
Yo era capellán de la división treinta y dos de infantería motorizada. Éramos una unidad de categoría D: equipo de cuarta clase, el más viejo del arsenal. Parecíamos extras de una película sobre la Gran Guerra Patriótica, con las metralletas PPSH y los rifles de cerrojo Mosin-Nagant. Nosotros no contábamos con los modernos uniformes de combate de los estadounidenses; llevábamos las túnicas de nuestros abuelos: lana tosca, enmohecida y comida por las polillas que apenas lograba guarecernos del frío y que no servía para protegernos de los mordiscos.
Teníamos un índice de bajas muy alto, sobre todo en combate urbano y, en su mayoría, por culpa de munición defectuosa. Aquellas balas eran más viejas que nosotros; algunas habían estado guardadas en cajas, a merced de los elementos, desde antes de la muerte de Stalin. Nunca sabías cuándo saldría un
cugov
, cuándo haría clic tu arma teniendo a un zombi encima. Eso pasaba mucho en la división treinta y dos de infantería motorizada.
No estábamos tan organizados como ustedes, no teníamos sus limpios cuadraditos Raj-Singh, ni su frugal doctrina de combate: «un disparo, una muerte». Nuestras batallas eran torpes y brutales. Bañábamos al enemigo en fuego de ametralladora pesada DShK, lo ahogábamo con lanzallamas y cohetes Katyusha, y lo aplastábamos bajo las cadenas de nuestros prehistóricos tanques T-34. Era poco eficaz, poco económico y causaba demasiadas muertes innecesarias.
Ufa fue la primera gran batalla de la ofensiva, y se convirtió en la razón por la que dejamos de entrar en las ciudades y empezamos a amurallarlas durante el invierno. Aprendimos muchas lecciones aquellos primeros meses en los que entrábamos a la carga en los escombros después de horas de artillería despiadada, luchando manzana a manzana, casa a casa, habitación a habitación. Siempre había demasiados zombis, demasiados fallos al disparar y demasiados chicos infectados.
No teníamos pildoras L
[89]
, como en su ejército. La única forma de tratar una infección era una bala, pero ¿quién iba a apretar el gatillo? Obviamente, los otros soldados no iban a hacerlo, porque matar a su camarada, aunque fuese por piedad, les recordaba demasiado a los diezmos. Ésa era la gran ironía: los diezmos habían proporcionado a nuestras fuerzas armadas la fuerza y la disciplina suficientes para hacer lo que les pidiéramos, todo salvo eso. Pedirle u ordenarle a un soldado que matase a otro era cruzar una línea que podría haber hecho saltar la chispa de otro motín.
Durante un tiempo, la responsabilidad recayó en el mando, los oficiales y los sargentos. Aquello fue una decisión nefasta: tener que mirar a aquellos hombres a la cara, aquellos chicos de los que eran responsables, con los que habían luchado hombro con hombro, compartido el pan y la manta, a los que habían salvado la vida o que se la habían salvado a ellos… ¿Quién puede centrarse en la monumental carga del liderazgo después de cometer semejante acto?
Empezamos a notar una degradación evidente entre nuestros comandantes de campo: abandono de funciones, alcoholismo, suicidio…; el suicidio se convirtió casi en epidemia entre los oficiales. Nuestra división perdió a cuatro líderes experimentados, tres tenientes segundos y un comandante, todo ello durante la primera semana de la primera campaña. Dos de los tenientes se pegaron un tiro, uno justo después de acabar con un infectado, y los otros más tarde, aquella misma noche. El tercer líder de pelotón escogió un método más pasivo, lo que llegó a conocerse como «suicidio en combate». Se ofrecía voluntario para misiones cada vez más peligrosas y actuaba como un soldado raso imprudente, en vez de como un líder responsable. Murió intentando acabar con una docena de monstruos, armado con una bayoneta.
El comandante Kovpak desapareció, nadie sabe exactamente cuándo fue. Estábamos seguros de que no podían habérselo llevado, porque la zona estaba bien barrida y nadie, absolutamente nadie, abandonaba el perímetro sin un escolta. Sabíamos la causa más probable de su desaparición. El coronel Savichev hizo una declaración oficial que decía que habían enviado al comandante a una misión de reconocimiento de largo alcance y que no había regresado. Incluso llegó a recomendarlo para una Orden de la Rodina de primera clase. No se pueden detener los rumores, y no hay nada peor para la moral de una unidad que saber que uno de sus oficiales ha desertado. No culpaba al coronel, y sigo sin poder hacerlo; Kovpak era un buen hombre, un líder fuerte. Antes de la crisis había hecho tres viajes a Chechenia y uno a Dagestán. Cuando los muertos empezaron a levantarse, no sólo evitó que su compañía se rebelara, sino que los condujo a pie, cargando suministros y heridos, desde Curta, en las montañas Salib, hasta Manaskent, en el Mar Caspio. Sesenta y cinco días, treinta y siete batallas importantes. ¡Treinta y siete! Podría haberse convertido en instructor (se había ganado ese derecho más que de sobra), e incluso le habían ofrecido incorporarse al STAVKA, debido a su amplia experiencia en combate. Sin embargo, se ofreció voluntario para regresar inmediatamente a la acción, y, después de todo eso, acabó siendo desertor. Solían referirse a aquel fenómeno como «el Segundo Diezmo»: prácticamente uno de cada diez oficiales se mataba por aquellos días, una sangría que estuvo a punto de destruirnos.
La alternativa lógica, por tanto, era dejar que los chicos se matasen solos. Todavía recuerdo sus rostros sucios y llenos de espinillas, los ojos rojos muy abiertos cuando se metían el fusil en la boca. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Pasó mucho tiempo antes de que empezaran a matarse en grupos: todos los que habían recibido mordiscos en una batalla se reunían en el hospital de campo para sincronizar el momento de apretar el gatillo. Supongo que los consolaba saber que no morían solos. Probablemente era el único consuelo que podían esperar; estaba claro que de mí no sacaban ninguno.
Yo era un hombre religioso en un país que había perdido la fe hacía tiempo. Décadas de comunismo seguidas de una democracia materialista habían dejado a aquella generación de rusos sin saber lo que era «el opio de las masas» y sin necesitarlo. Como capellán, mis deberes se reducían, básicamente, a recoger las cartas que los condenados escribían a sus familias, y distribuir el vodka que lograba encontrar. Era una existencia casi inútil, lo sabía, y, tal como iba el país, dudaba que fuese a cambiar.
Todo ocurrió justo después de la batalla de Kostroma, unas pocas semanas antes del asalto oficial a Moscú. Había ido al hospital de campo para dar la extremaunción a los infectados, que estaban aparte de los demás, algunos gravemente heridos, otros todavía sanos y lúcidos. El primer chico no tenía más de diecisiete años; no le habían mordido, no había tenido esa suerte. Las cadenas de un camión autopropulsado SU-152 le habían arrancado los antebrazos a un zombi, de modo que sólo le quedaba carne colgando y los huesos del húmero rotos, irregulares y afilados como lanzas. De haber tenido manos, el zombi le habría tocado la túnica; con los huesos al aire, se la atravesó. Estaba tumbado en un camastro, sangrando por la barriga, con la cara cenicienta y un fusil temblándole en la mano. Junto a él había una fila de cinco soldados infectados. Hice lo de siempre, les dije que rezaría por sus almas, y ellos se encogieron de hombros o asintieron por educación. Recogí las cartas, como siempre había hecho, les di de beber e incluso les pasé algunos cigarrillos de parte de su oficial al mando. Aunque lo había hecho en innumerables ocasiones, había algo extraño, algo que se agitaba en mi interior, un cosquilleo tenso que empezaba a subirme por el corazón y los pulmones. Sentí que el cuerpo me temblaba mientras los soldados se colocaban los cañones de las armas bajo la barbilla. «A la de tres —dijo el mayor—. Una…, dos…» No llegaron más lejos, porque el chico de diecisiete años salió volando hacia atrás y cayó al suelo. Los otros se quedaron mirando el agujero de bala de su cabeza, pasmados, y después contemplaron la pistola que yo llevaba en la mano, en la mano de Dios.
Dios me hablaba, podía sentir sus palabras en la cabeza: «Se acabaron los pecados —me dijo—, no quiero más almas condenadas al infierno.» Estaba tan claro, era tan sencillo… Que los oficiales matasen a los soldados nos había costado demasiados hombres buenos, y que los soldados se suicidasen había hecho que el Señor perdiese muchas almas buenas. El suicidio era pecado y nosotros, sus siervos, los que habíamos elegido ser sus siervos en la tierra, éramos los únicos que podíamos soportar el peso de liberar aquella almas atrapadas en sus cuerpos infectados. Eso le dije al comandante de la división cuando descubrió lo que había hecho, y ése es el mensaje que se propagó, en primer lugar, entre los capellanes del campo de batalla y, en segundo lugar, entre todos los sacerdotes civiles de la Madre Rusia.
Lo que después se conoció como la «Purificación Final» no fue más que el primer paso de un fervor religioso que superaría incluso a la revolución iraní de los ochenta. Dios sabía que sus hijos habían sido privados de su amor durante demasiado tiempo, ¡que necesitaban orientación, valor y esperanza! Podría decirse que por eso surgimos de la guerra como una nación de fe y por eso hemos seguido reconstruyendo nuestro estado sobre los cimientos de esa fe.
¿
Son ciertos los rumores sobre la perversión de esa filosofía por motivos políticos
?
[Pausa.] No lo entiendo.
El presidente se declaró jefe de la Iglesia…
¿Es que un líder nacional no puede sentir amor por Dios?