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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (141 page)

—¿Me podrá perdonar?

—Todo, todo —dijo en voz baja Andréi—. Márchese.

El doctor tosió aún más fuerte y empezó a moverse. Timojin, esperando que ella se volviese, se tapó hasta la barbilla, aunque le asomaba un pie descalzo.

Natasha cobró el aliento pesadamente y salió de la habitación con ligereza.

XVI

S
E
había enviado fuera a dos princesas de la mansión de Pierre (la tercera hacía ya tiempo que se había casado) y muchas cosas habían sido robadas, aunque Pierre no sabía bien exactamente qué. Se dispuso a dirigir la recogida de la galería de cuadros, pero tras ver la gran cantidad de objetos de valor y los escasos medios y tiempo para recogerlos, delegó el asunto en el mayordomo y no se inmiscuyó más en él. No quería ir a ninguna parte, preferentemente porque le daba vergüenza imitar a todos los hombres débiles y mujeres que huían. No hacía más que confiar en un último combate, un combate desesperado, como el de la defensa de Zaragoza. Luego, cuando se supo que ese combate no tendría lugar, le quedó tan poco tiempo que no pudo tomar una nueva determinación. Turbadamente se le aparecía 666 y Pierre de Besuhoff, pero lo que principalmente agitaba su inquietud era mostrar que en realidad nada le importaba, como ya una vez había sentido y manifestado en una reunión de la nobleza. La principal sensación que le embargaba era ese sentimiento ruso que hace que el mercader borracho rompa todos los espejos de su casa. Un sentimiento que expresa un juicio supremo de todas las condiciones de la verdad de la vida, sobre la base de alguna concepción confusa de la verdad. Lo que no pensaba Pierre —pero el instinto le dio a entender que era una cuestión ya resuelta en cuanto sopesó permanecer en Moscú— era quedarse en Moscú no bajo su nombre y título de conde de Bezújov y como yerno de uno de los cortesanos más importantes, sino en calidad de su mayordomo. Trasladó su cama y sus libros a la otra ala del edificio y se acomodó detrás del tabique de la habitacioncita donde vivían el mayordomo con su anciana tía, su esposa y su cuñada; una viuda animada, mujer bella y delgada, que algún tiempo atrás fue el primer amor de Pierre y que luego sufrió muchos reveses y alegrías trabando íntima amistad con muchos de los más ricos jóvenes personajes de Moscú. Ya no era joven, pues se cubría con un pañuelo, llevaba trencitas y tenía unas mejillas sonrosadas y marchitas, unos miembros musculosos pero delgados, y unos maravillosos y brillantes ojos que siempre estaban alegres. La relación, que acabó de manera muy agradable para Mavra Kondrátevna, por parte de Pierre había caído ahora en el olvido. Mavra Kondrátevna se mostraba con Pierre respetuosamente familiar y divertía a todo su círculo de amistades con su ingenio y agudeza.

Vistió a Pierre con un armiak de Stepka (que primero hirvieron) y ella misma, engalanándose, salió con Pierre al encuentro de los franceses. En la taberna se oyó un grito, recibieron el alto y a través de un polaco les preguntaron: «¿Dónde están los habitantes?

¿Quién es él? ¿Cuál es ese kostiol?»,
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señalando a una catedral. Mavra Kondrátevna, riéndose, aconsejó a Pierre ser más amable con ellos.

A Pierre le resultaba terrible y alegre pensar que él ya estaba en llamas y que ya había quemado sus naves. Caminó todo el rato, contempló de cerca a las diferentes tropas y vio rostros humanos; vivos, bondadosos, cansados y dolientes, que muy a su pesar le parecieron simpáticos. Gritaban «¡Viva el emperador!», y, hacia el final, hubo momentos en los que a Pierre le pareció que así tenía que ser y que llevaban razón. Incluso a él mismo le dieron ganas de gritar.

Se enteraron de que Napoleón se hallaba en el arrabal de Dragomílovski y regresaron. Mavra Kondrátevna, ataviada con un vestido rosa y un pañuelo de seda de color lila, volvió sola sin azararse lo más mínimo y guiñando el ojo a los franceses.

Pierre se fue solo a la calle Staraia Koniushenaya a ver a la princesa Chirgázova, una ancianísima moscovita que, según tenía entendido, no había huido de Moscú. Pierre fue a visitarla porque no tenía otro sitio a donde ir, y se alegró de acudir a verla. En cuanto entró en su antesala, sintió el habitual olor a rancio y a perro. En la antesala vio a un anciano lacayo, una doncella y una bufona. En las ventanas había unas florecitas y un loro. Todo estaba como de costumbre, así que recobró su anterior condición de ruso.

—¿Quién es? —se oyó la voz de la anciana, estridente y rezongante. Pierre pensó involuntariamente en cómo osarían entrar los franceses tras oír semejante grito.

—¡Zarevna!
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(así llamaban a la bufona). Ve a la antesala.

—Soy yo, princesa. ¿Puedo pasar?

—¿Y quién es yo? ¿Bonaparte, o qué? Ah, magnífico. ¿Qué haces, querido mío, que no huyes? Todos huyen, señor mío. Siéntate, siéntate. ¿Y esto qué es, de qué te has disfrazado? ¿O es que han llegado ya las Pascuas? Ja, ja. Zarevna, anda a ver quién es... ¿Y qué te harán a ti? No te harán nada. ¿Llegaron a tu casa o no? —preguntaba exactamente igual que hubiera preguntado si había vuelto ya el cocinero de Ojotni Riad. Ella, o bien no comprendía, o bien no quería comprender. Pero extrañamente, su seguridad era tan fuerte que Pierre, observándola, se convenció de que en realidad no le podían hacer nada.

—Una vecina mía, María Ivánovna Dólojova, se marchó ayer. Su hijo la despidió vestido igual que tú y vino a convencerme para que me marchase yo también. Si no, prendería fuego a mi casa. Y yo le dije: «si me prendes fuego te denuncio a la policía».

—Pero la policía se ha marchado.

—¿Y cómo se puede estar sin policía? Seguramente ellos tienen la suya. Yo sin policía no puedo estar. ¿Acaso se puede prender fuego a la gente? Pues que vengan. Tengo una ventaja: he puesto el lavadero en su patio, ahora tengo aquí mucho espacio...

—Bueno, ¿y no han venido a su casa?

—Vino uno, pero no le dejé pasar.

En ese instante se oyó un golpe en la portezuela y rápidamente entró un húsar. Muy cortésmente, rogando disculpas por las molestias, pidió comer. La princesa georgiana le miró y, comprendiendo de qué se trataba, ordenó hacerle pasar a la antesala y darle de comer.

—Ve, querido, y mira si le han dado de todo. Han sobrado de la comida unos barquillos buenísimos. Y hubieran estado contentos de habérselos comido ellos solos...

Pierre se acercó al francés y conversó con él.

—Conde Piotr Kirílovich, venga aquí —gritó la anciana, pero en ese momento, el francés llamó a Pierre a la antesala y le mostró su ennegrecida camisa. Sonrojándose, le preguntó si podían darle una limpia. Pierre volvió junto a la anciana y se lo contó.

—Está bien. Que se le dé una tela de diez arshínes y decidle que se la entrego por caridad. Y para que no me causen ninguna incomodidad, decidle también que cuente a su superior que yo, la princesa georgiana Marfa Fédorovna, vive sin molestar a nadie. Si no, les daré su merecido, pero mejor que vengan a hablar conmigo. Bueno, venga. Vaya con Dios —le decía al francés, quien saludaba haciendo reverencias en la puerta del salón, dando las gracias a la bondadosa señora...

Al salir de casa de la princesa, Pierre se encontró cara a cara con una persona que llevaba el mismo armiak que él.

—¡Ah, Bezújov! —dijo el hombre, en quien Pierre reconoció a Dólojov. Este le cogió de la mano como si siempre hubieran sido amigos—. Así que te has quedado. Qué bien. Ya he prendido fuego a Karetni Riad, mis muchachos queman por todas partes, pero me da lástima la casa de la anciana. La de mi madre la quemaré yo.

Pierre también se había olvidado en ese momento de que Dólojov era su enemigo y, sin preámbulos, le contestó.

—No puedes. ¿Para qué quemarla? —dijo—. ¿Pero quién te ha ordenado hacerlo?

—¡Fuego! —respondió Dólojov—. Y tu casa, ¿la vas a quemar?

—Será mejor que agasajar en ella a los franceses —dijo Pierre—. Solo que yo mismo no lo haré.

—Bueno, te haré ese favor. Mañana te haré una visita con el fuego —dijo Dólojov, acercando su rostro al de Pierre. Riéndose, salió fuera—. Si me necesitas, pregunta por Danidka bajo el puente Moskvoretski.

De vuelta al ala del edificio de su casa, Pierre se encontraba en todas partes a los franceses. Algunos le preguntaban quién era y al contestarles «El mayordomo de una casa», le permitían el paso. Junto a su casa había centinelas y dentro, como pudo averiguar, permanecía un importante mando francés. La galería la habían convertido en un dormitorio, se había trasladado todo y estaban preguntando dónde se hallaba el dueño de la casa. Y con

Mavra Kondrátevna flirteaban. También habían oído hablar de los incendios.

Al día siguiente, Pierre salió de nuevo a caminar y, sin querer, se vio atraído por una multitud que se dirigía hacia Gostini Riad, que ardía. Debido al humo, desde allí enfiló hacia el río y en el río tropezó con una multitud al lado de un niño de cinco años. Nadie sabía de quién era y nadie se decidía a recogerlo. Pierre le cogió y se lo llevó a casa. Pero su casa y la calle Pokrovskaia también estaban ardiendo. La muchedumbre y los soldados saqueaban y daban vueltas por la ciudad. En la entrada de su casa se encontró con Mavra Kondrátevna. Corriendo y a gritos, le dijo que todo estaba en llamas y que todo había sido saqueado. Juntos, marcharon a la iglesia. Por el camino vieron cómo un ulano mataba con su lanza a un comerciante. En la iglesia no había nada para comer. Mavra Kondrátevna salió en busca de algo y consiguió té, azúcar y vodka, y el vodka lo intercambió por pan.

Pierre también fue a buscar comida, pero por el camino fue detenido por un soldado que le quitó el kaftán y le ordenó portar un saco. De camino entraron en Podnovinskoe Pole, y allí Pierre vio cómo el soldado ordenaba a un anciano portero sentarse y descalzarse. El anciano comenzó a llorar, el saqueador le dio sus botas y se marchó. Después dejaron marchar a Pierre. Cuando este regresó, hambriento, cayó dormido.

Dos oficiales entraron por la mañana en la iglesia. Uno se acercó a Pierre y le preguntó quién era. Pierre le hizo una señal masónica que el oficial no acertó a comprender, pero le preguntó qué era lo que quería. Pierre le relató su situación. Juntos, marcharon con el huérfano a la habitación del francés en la mansión de los Rostov, comieron y bebieron. Pierre le contó su situación y su amor. Le hablaba como si fuese un padre espiritual. El francés era una persona inteligente y amable.

Pierre, para no jugarle una mala pasada al francés, tras darle su palabra fue a casa de la princesa georgiana. En su casa había un mando que le había traído café. En la calle todo estaba tranquilo; los niños disparaban con sus palos a los franceses. En la calle de al lado había ocurrido un acontecimiento: el asesinato de una cocinera por haber prestado un servicio a los franceses. Había lavado pantalones a cambio de dinero. Pierre salió a buscar a Dólojov para encontrar algún medio para huir. Halló a Dólojov y entró en un sótano. De repente, Dólojov golpeó a un francés con un cuchillo y una pistola y salió de un salto. Apresaron a Pierre y le condujeron a Devichye Pole, ante Davout. Delante de él fusilaron a cinco personas. A él le encerraron en una capilla. Para los franceses, una capilla tan solo significaba un sitio.

Las señales masónicas en principio no sirven de ayuda.

XVII

E
N
San Petersburgo, tras la llegada del zar proveniente de Moscú, se habían hecho muchos preparativos para la partida. En las altas esferas, con más ardor que nunca, discurría una complicada lucha de partidos: el de Rumiántsev, el de los franceses, el patriótico de María Fédorovna agraviado por el mismo zar, el incoherente partido del tsesarévich, ahogado y reforzado por el zumbido de los zánganos... Pero la vida discurría como siempre: vanidosa y frívola, tranquila, lujosa y solo preocupada por los símbolos de la existencia. Por culpa de esta vida se necesitaban hacer mayores esfuerzos para tener conciencia de la difícil y peligrosa posición del estado. Así eran también las salidas, incluso los bailes, el teatro francés, los intereses de la corte, los líos amorosos del servicio y el comercio. Solamente en las más altas esferas se realizaban esfuerzos para recordar la situación en la que se encontraba el estado.

Y así, en casa de Anna Pávlovna el 26 de agosto, el mismo día de la batalla de Borodinó, tuvo lugar una velada cuyo momento estelar debía ser la lectura de una carta del Santísimo... que mandaba a Su Majestad un icono de san Serguei. Se dio lectura a la carta con un elocuente espíritu patriótico. Debía leerla el mismo príncipe Vasili, que era célebre por su arte en la lectura. Se la leyó por dos veces a la zarina. Y el arte en la lectura se consideraba que consistía en ir pasando palabras en voz alta de manera armoniosa, bordeando entre los aullidos desesperados y el tierno murmullo con total independencia de su significado; es decir, no importa en absoluto en qué palabra se produce el aullido y en cuál el murmullo. Esta lectura, como todas las veladas de Anna Pávlovna, poseía un significado político. Se había reunido a mucha gente y también a quienes se debía avergonzar por su enfervorizada asistencia al teatro francés.

Anna Pávlovna todavía no había visto en el salón a todas las personas que necesitaba ver, y por ello entablaba conversación común. En un extremo se estaba hablando de Hélène y se contaba con pesar el asunto de su enfermedad. Había sufrido un aborto y los médicos habían perdido la esperanza de su curación. A un lado, las malas lenguas decían que había sido horrible abortar ahora, cuando ya estaba de nueve meses y vivía separada del marido.

—Bueno, admitámoslo —dijo otro—. Es el secreto de la comedia. —Y citó a una personalidad muy importante que se pasaba la mayor parte del tiempo en el ejército.

—Pero el caso es que la crónica de escándalos habla de que ella tampoco le fue fiel a esa persona, y que el inesperado regreso de esta mientras otro joven húsar aún estaba aquí fueron las razones de su espanto.

—Es una lástima. ¡Es una mujer extraordinariamente inteligente!

—¡Ah!, están hablando de la pobre condesa —dijo Anna Pávlovna, acercándose—. ¡Ay, qué lástima me da! ¡No es solo una mujer inteligente, menudo corazón! Y de qué modo tan infrecuente se formó. Discutía mucho con ella, pero no puedo dejar de quererla. ¿Es posible que no haya esperanzas? Es horrible. La gente inútil vive, y la flor de nuestra sociedad... —No terminó de hablar y se dirigió a Bilibin, quien en otro círculo, habiendo arrugado la piel de su frente y disponiéndose a relajarla, para decir una de sus frases, hablaba de los austríacos.

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