Guerra y paz (60 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—¡Muchachos, adelante! —gritó con penetrante voz infantil. El caballo, al sentirse libre, resoplando y alzando la cola, con un corto y altivo trote, se alejó de las filas del batallón. Tan pronto como el príncipe Andréi hubo cogido el asta de la bandera diez balas zumbaron cerca suyo, pero ninguna le alcanzó, aunque algunos soldados cayeron a su lado.

—¡Hurra! —gritó el príncipe Andréi y corrió hacia delante con la indudable convicción de que todo el batallón corría tras él.

Y ciertamente corrió en soledad únicamente unos pasos. Se le unió un soldado y luego otro y todo el batallón al grito de «hurra» se lanzó hacia delante a la carrera.

Ninguno de los que conocían al príncipe Andréi hubiera creído entonces, viendo su vigorosa y decidida carrera y su rostro feliz, que ese fuera el mismo príncipe Bolkonski que con tal cansancio arrastraba sus pies y su conversación por los salones de San Petersburgo, pero ese era precisamente él, el verdadero, que en ese momento experimentaba mayor placer que el que jamás había experimentado en su vida. Un suboficial del batallón tomó de las manos del príncipe la oscilante bandera, pero en ese preciso instante cayó muerto. El príncipe Andréi levantó de nuevo la bandera y apoyándosela en el hombro corrió hacia delante sin dejar que los soldados le alcanzaran. Ya se encontraba a veinte pasos de los cañones, corrió adelante con su batallón bajo el intenso fuego de los franceses a través de los que caían a su lado, pero en ese instante no pensaba en lo que le esperaba e involuntariamente todas las imágenes de su alrededor se imprimían con colores brillantes en su imaginación. Veía y entendía hasta los más pequeños detalles de la figura y el rostro de un artillero pelirrojo que tiraba de un extremo del escobillón mientras que un soldado francés tiraba del otro. Un poco más allá del soldado, en medio de cuatro cañones, vio al mismo Tushin que tanto le había sorprendido en Schengraben, que se encontraba de pie con aspecto culpable y confuso. Era evidente que Tushin no entendía el significado del momento y como si le divirtiera la comicidad de su situación, sonreía con una sonrisa estúpida y patética, exactamente igual que cuando se encontraba sin botas en la aldea de Grunt en casa del cantinero, ante el oficial superior de guardia y mirando a los franceses que se aproximaban a él amenazadoramente portando fusiles. «¿Es posible que vayan a matarle —pensó el príncipe Andréi—, antes de que nos dé tiempo a llegar?» Pero eso fue lo último que el príncipe Andréi vio y pensó. De pronto, sintió como si un soldado cercano le hubiera golpeado en el lado izquierdo con toda la fuerza de un recio madero. El dolor no fue muy grande pero lo principal es que le resultó desagradable porque ese dolor le distrajo de terminar de atender a lo que estaba presenciando que le interesaba sobremanera. Y he aquí un extraño suceso: Sus piernas cayeron como a un foso, vaciló y cayó.

Y de pronto no vio nada más que el cielo —un alto cielo con nubes grises que se deslizaban por él—, nada más que el alto cielo. «¿Cómo es posible que no haya visto antes este alto cielo? —pensó el príncipe Andréi—. Si lo hubiera hecho pensaría de otro modo. No hay nada aparte del alto cielo, pero incluso ni siquiera eso existe, solo hay silencio, paz y sosiego.»

Cuando el príncipe Andréi cayó el desconcierto se apoderó de nuevo del batallón y este echó a correr hacia atrás, sumándose

a la confusión de los que huían. La multitud corría hacia los emperadores y su séquito, arrastrándolos consigo al lado de las colinas de Pratzen. Nadie podía detener esta huida e incluso ni conocer la razón de la misma de boca de los que corrían. En el séquito de los emperadores el pánico se vio reforzado por las noticias y la incertidumbre y llegó hasta tal punto que en cinco minutos de todo este brillante séquito de los emperadores no quedaba nadie al lado del zar Alejandro excepto el médico de la corte Villiers y el maestrante Ene.

XIV

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plan de batalla de Austerlitz era el siguiente: el centro del ejército ruso lo constituía la cuarta columna, frente a la que se encontraban los emperadores, el ala izquierda las tropas de Buchsgevden y la derecha el destacamento de Bagratión. Los ejércitos rusos debían avanzar hacia la derecha, formando un ángulo recto del cual uno de sus lados lo compondría la primera, segunda, tercera y cuarta columnas y el otro lado el destacamento de Bagratión. En ese ángulo recto, según habían supuesto los aliados, debían ser detenidas y atacadas las tropas enemigas. Pero Bonaparte, preveyéndolo, en lugar de esperar el ataque de los aliados en una sola masa, avanzó atacando ese mismo ángulo que constituían las dos líneas de los aliados en el punto de las colinas de Pratzen y habiendo perforado ese ángulo, desgarró el ejército en dos partes de las que una, la mayor, nuestra ala izquierda, se encontraba en el valle entre estanques y arroyos. El ataque de nuestro flanco izquierdo fue débil, falto de simultaneidad, e insuficientemente enérgico, porque por circunstancias imprevistas, la marcha de las columnas fue retenida y llegaron unas cuantas horas después de la hora que tenían fijada. (Las circunstancias imprevistas aparecen más cuanto más vergonzosa resulta la derrota en la batalla.) Todas estas situaciones imprevistas que se repitieron regularmente hicieron que esos 25.000 rusos, en el curso de dos horas fueran contenidos por la división de 6.000 de Frianne y que Napoleón tuviera la oportunidad de dirigir todas sus fuerzas a ese punto que le parecía más importante que los demás, precisamente en las colinas de Pratzen.

En el centro donde se encontraba toda la guardia, debía permanecer más a la derecha la caballería austríaca y la reserva de la guardia, pero por circunstancias imprevistas la caballería austríaca no se encontraba en su sitio y la guardia cayó en primera línea. La guardia avanzó a su hora designada con las banderas desplegadas, música, vistiendo ropas extraordinariamente pulcras y guardando un orden ideal, de ensueño. Los colosales tambores mayores moviendo y arrojando al aire sus mazas, marcharon por delante de los músicos, los oficiales de la caballería jinetearon mil caballos, la infantería fue modestamente, como todos los soldados, a sus puestos y marcaban el paso de todos los regimientos que les seguían, al mismo tiempo. El gran príncipe Konstantin Pávlovich con el coleto blanco de caballero de la guardia real y un brillante casco dorado iba al frente de la guardia montada.

La guardia pasó a través de arroyos en el Walk-mulle y se detuvo siguiendo una versta en dirección a Blazowitz donde ya debía encontrarse el príncipe Lichtenstein. Ante la guardia se divisaron ejércitos que al principio fueron tomados por los nuestros por la columna del príncipe Lichtenstein. El tsesarévich dispuso a la infantería de la guardia en dos líneas con la extensión del frente: en la primera estaban los regimientos de Preobrazhenski y de Seménov, teniendo al frente de la compañía de artillería del medio, precisamente al gran príncipe Mijaíl Pávlovich, en la segunda, se encontraban el regimiento de Izmáilov y el batallón de cazadores de la guardia. En el flanco derecho de los batallones había dos cañones. Detrás de la infantería estaban dispuestos los leiv-húsares y la guardia montada. Según la disposición, delante de la guardia debía encontrarse la caballería austríaca. Cuando de pronto, de las tropas que se divisaba adelante y que habían sido tomadas por austríacas, voló una bala que desconcertó a todo el destacamento de la guardia y a su mando el gran príncipe. Las tropas que se veían delante no eran nuestras, sino del enemigo, que no solo disparaba sino que había tomado la ofensiva directamente contra la guardia, que no se encontraba moralmente preparada para la acción. Allí, en el centro, exactamente esas mismas circunstancias fatales pero imprevisibles hicieron que la caballería austríaca, debiendo encontrarse frente a la guardia, tuviera que alejarse dado que el emplazamiento en el que estaba colocada, lleno de hoyos y barrancos, impedía la actuación de la caballería y a consecuencia de ello la guardia entró en batalla inesperada e imprevisiblemente y a pesar del brillante ataque del batallón Preobrazhenski y de los caballeros de la guardia real, como dice la historia bélica, esta tuvo que batirse en retirada muy pronto por el mismo camino por el que desde Pratzen se retiraban otras columnas.

Según la orden, Bagratión debía ser el último con su flanco derecho en dar con el enemigo y rematar su derrota, pero se advirtió muy pronto que no solo no se había quebrantado al enemigo en todos los otros puntos sino que este había tomado la ofensiva y por esa razón el príncipe Dolgorúkov se limitaba a defenderse y a retirarse. Al igual que en Schengraben el príncipe Bagratión cabalgó lentamente en su blanco caballo caucasiano frente a las filas, exactamente igual que en aquella ocasión dio muy pocas órdenes e indicaciones, e igual que entonces, la acción de su ala derecha salvó a todo el ejército y él se retiró en completo orden.

XV

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comienzo de la batalla, sin querer ceder a la demanda de Dolgorúkov de comenzar el ataque, el príncipe Bagratión propuso enviar a su ordenanza de servicio Rostov al comandante en jefe, para dirigirle esta pregunta. Bagratión sabía que por la distancia de casi diez verstas que separaba un flanco del otro, si no mataban a Rostov, lo que era bastante posible y si llegaba a encontrar al comandante en jefe, cosa harto difícil, no alcanzaría a volver antes de la tarde.

—¿Y si encuentro antes al emperador que al comandante en jefe, Su Excelencia? —dijo Rostov con la mano en la visera.

—Le puede preguntar a Su Majestad —le dijo apresuradamente Dolgorúkov interrumpiendo a Bagratión.

Rostov salió al galope sin pensar en el riesgo y sin caber en sí de gozo. Le había dado tiempo a dormir unas cuantas horas antes del alba y se sentía alegre, audaz, decidido, con ese elástico movimiento y seguridad en la suerte, en ese estado de ánimo en el que todo parece posible y fácil. No se acordaba de sus sueños del día anterior de estar cerca del emperador, pero esos sueños eran tan vivos que habían quedado en su imaginación las huellas de lo que había sucedido de verdad. No pensaba entonces ni en el riesgo que corría, ni en el fracaso en presencia del emperador, ni aún menos en la posibilidad del fracaso de nuestro ejército. El emperador estaba con sus tropas, el día era claro, alegre, su alma estaba colmada de gozo y felicidad. «Solo hay que orientarse, para no perder el camino», pensaba él galopando alrededor del bien alineado escuadrón de caballería de Uvárov, que aún no había entrado en acción. Delante suyo escuchó descargas lejanas, que en el fresco aire de la mañana se escuchaban en intervalos de dos o tres disparos, lo que les hacía ser similares a una trilladura infructuosa y que no inspiraban ninguna sensación desagradable ni de horror. Eran sonidos alegres. Por delante de él se divisaban masas de infantería en movimiento. E igual que en la noche del día anterior todo le pareciera confusión, hoy creía firmemente en que todo estaba planeado y que cada uno conocía su posición y deber y aunque esto no fuera así todo iría muy bien. Cuanto más avanzaba las descargas se hacían más intensas y veía menos por delante de él. Acercándose a la guardia, advirtió que algunos jinetes galopaban hacia él. «Kutúzov y el emperador no deben estar muy lejos de aquí», pensó él y espoleó el caballo en la dirección de los jinetes. Eran nuestros leiv-ulanos cuyas desordenadas filas volvían del frente, algunos sobre el caballo y otros muertos y ensangrentados.

Rostov se hizo a la izquierda con su caballo y cabalgó lo más rápido que pudo.

«Yo no tengo nada que ver con eso —pensó—. Tengo que encontrar al comandante en jefe lo antes posible.» No le dio tiempo a avanzar unos cientos de pasos más, cuando a su izquierda, por el mismo camino por el que él iba, surgieron sobre toda la extensión del campo una enorme masa de jinetes montando caballos pardos y negros y vistiendo uniformes, corazas y cascos blancos, que iban al trote directos hacia él. Era el ataque de dos escuadrones de la guardia montada contra la caballería francesa. Rostov lanzó su caballo a todo galope para salir del camino de estos escuadrones que aceleraban la marcha y que a todo galope podían atropellarle. Ya era audible ese sonido tintineante, ese terrible sonido tintineante, ese sonido, que parece el de un huracán, de los caballos que se acercan, ya más de la mitad de la guardia montada galopaba, casi sin poder contener a los enérgicos caballos. Rostov veía sus acalorados rostros de un rojo encendido, ya escuchaba las voces de mando: «Marchen, marchen», cuando Rostov apenas alcanzó a esquivarlos. El caballero de la guardia real que se encontraba en el extremo de la formación, un hombre de colosal envergadura con un rostro lúgubre y de pómulos salientes, que alzaba el sable con furia como si quisiera cercenar incluso su cabeza, hubiera tirado irremisiblemente a Rostov de su Beduin (a Rostov le parecía ser tan pequeño y débil en comparación con esos hombres y caballos tan enormes), si no se le hubiera ocurrido menear la nagaika delante de los ojos de su caballo. El pesado caballo pardo con manchas que parecía tan confuso y agitado como su jinete se apartó bajando las orejas, pero el caballero de la guardia real picado de viruelas le clavó con fuerza las espuelas en los flancos y, el caballo, sacudiendo la cola y estirando el cuello continuó aún más veloz. Apenas hubo esquivado a la caballería escuchó sus gritos: «¡Hurra!», y al mirar vio que sus filas delanteras ya se mezclaban con otras, seguramente las de la caballería francesa con sus rojas charreteras.

Aquel era el brillante ataque de la caballería que sorprendió a los propios franceses. Tiempo después a Rostov le horrorizó escuchar que de toda esa masa de jinetes descomunales y hermosos, de todos esos brillantes y ricos jóvenes, oficiales y cadetes montados sobre mil caballos, tan llenos de belleza, fuerza y vida, tras el ataque, de todo el escuadrón solo quedaron dieciocho.

Pero en ese instante en el que Rostov había evitado felizmente el peligro de ser arrollado, envidió a la caballería de la guardia. La envidió, pero en ese mismo momento pensó en todos los riesgos que aún debía correr, toda la felicidad que podía alcanzar y que incluso seguramente alcanzaría (estaba seguro de ello) hablando con el mismísimo emperador, que dejando de mirar siguió galopando en dirección al flanco izquierdo, donde debía estar el alto mando. Pasaba al lado de la infantería de la guardia sin siquiera pensar en su amigo Borís, cuando escuchó una voz que le llamaba por su nombre y le preguntaba qué hacía en su destacamento.

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