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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (31 page)

El espíritu comunal de nuestra Galaxia pertenecía ahora al pequeño grupo de los seres más despiertos del cosmos, el desperdigado bando de los espíritus galácticos avanzados que tenían como meta la creación de una verdadera comunidad cósmica, con una sola mente: el espíritu comunal de miríadas de mundos distintos e inteligencias individuales. Se esperaba así alcanzar un conocimiento y una creatividad inconcebibles en el mero plano galáctico.

Con grave alegría nosotros, los exploradores cósmicos, que ya nos habíamos incorporado a la mente comunal de nuestra propia Galaxia, nos encontramos en íntimo contacto con decenas de otras mentes galácticas. Nosotros (aunque mejor podría decir «yo») experimentamos el lento movimiento de las galaxias como un hombre siente el movimiento de sus propios miembros. Desde mis múltiples puntos de vista observe la tormenta de nieve de muchos millones de galaxias, que fluían y giraban, apartándose cada vez más unas de otras junto con la incesante «expansión» del espacio. Pero aunque la vastedad del espacio aumentaba constantemente en relación con el tamaño de las galaxias, estrellas y mundos, para mí (con todos los seres que me acompañaban, en un cuerpo disperso) el espacio no era más grande que una gran sala terrestre abovedada.

Mi experiencia del tiempo cambió también, pues ahora, como en ocasiones anteriores, los eones eran tan breves como minutos. La vida entera del cosmos se me aparecía no como el paso pausado e inmensamente prolongado de una remota y oscura fuente a una eternidad aún más remota, sino como una breve carrera, precipitada y desesperada, contra la fugacidad del tiempo.

Ante las numerosas galaxias atrasadas, yo me veía a mí mismo como una inteligencia solitaria en un yermo de bárbaros y bestias. El misterio, la futileza, el horror de la existencia se me aparecían con su máxima crueldad. Pues para mí, para el espíritu de aquel pequeño grupo de galaxias despiertas rodeadas por hordas dormidas aún, y condenadas a muerte, no había esperanza de triunfo en ninguna otra parte. Se me había revelado ya —así creía yo— la totalidad de la existencia. No podía haber «otra parte». Yo conocía con exactitud la suma de la materia cósmica. Y aunque la «expansión» del espacio estaba apartando a casi todas las galaxias con una rapidez tal que la luz no alcanzaba a salvar el abismo, la exploración telepática me mantenía aún en contacto con la totalidad del cosmos. El espacio insuperable creado por la incesante «expansión» había separado físicamente a muchos de mis propios miembros, que telepáticamente, sin embargo, continuaban unidos.

Yo, la mente comunal de decenas de galaxias, creía ser entonces la mente abortada y deforme del cosmos vivo. La miríada de comunidades unidas en mí tenía que haberse expandido seguramente para abarcar toda la existencia. En el clímax de la historia cósmica la mente totalmente despierta tenía seguramente que haber alcanzado la plenitud del conocimiento y la adoración. Pero no era así. Pues aún ahora, en la fase última del cosmos, cuando la energía física estaba casi totalmente agotada, yo no había llegado sino a un bajo nivel de crecimiento espiritual. Yo era, mentalmente, un adolescente aún, y, sin embargo, mi cuerpo cósmico conocía ya la decadencia. Yo era el embrión en desarrollo del huevo cósmico y, sin embargo, la yema estaba ya pudriéndose.

Mirando retrospectivamente el panorama de los eones, me impresionaba menos la extensión del viaje que me había traído a este estado que su rapidez, su confusión, y aún su brevedad. Asomándome a las edades más tempranas, antes que apareciesen las estrellas, antes que las nebulosas nacieran del caos, yo no alcanzaba a ver aún ninguna fuente clara, sino sólo un misterio tan oscuro como los que enfrentan los minúsculos habitantes de la Tierra.

Igualmente, cuando yo intentaba sondear las profundidades de mi propio ser, no encontraba tampoco sino un impenetrable misterio. Aunque la conciencia de mí mismo había alcanzado un plano tres veces superior al de la conciencia de los seres humanos —del simple individuo a la mente-mundo, de la mente-mundo a la mente galáctica, y de ésta a la abortada mente cósmica— sin embargo, yo solo encontraba oscuridad en las profundidades de mi ser.

Mi mente había acumulado toda la sabiduría de todos los mundos de todas las edades; la vida de mi cuerpo cósmico era en sí misma la vida de miríadas de mundos infinitamente diversos, de miríadas de individuos infinitamente diversos; la creatividad y la alegría animaban mi vida común. Sin embargo, todo esto no era nada. Pues alrededor se movían las galaxias que no habían realizado su destino, la muerte de mis estrellas había empobrecido gravemente mi propia carne, y los eones se alejaban hacia el pasado con fatal velocidad. Pronto mi cerebro cósmico se desintegraría. Y entonces, inevitablemente, yo iría perdiendo mi preciado aunque imperfecto estado de lucidez, y descendería, a través de todas las etapas de la segunda infancia de la mente, hacia la muerte cósmica.

Era muy extraño que yo, que conocía toda la extensión del espacio y del tiempo, y que había contado las estrellas como ovejas, sin olvidar ninguna, yo que era el más despierto de todos los seres, yo, la gloria a la que habían sacrificado sus vidas miríadas de seres de todas las épocas, la gloria que esas miríadas habían adorado, mirara ahora a mi alrededor con la misma angustia sobrecogedora, la misma adoración humilde y muda con que los viajeros humanos que cruzan el desierto miran las estrellas nocturnas.

XIII - El comienzo y el fin
1. Regreso a las nebulosas

M
ientras las galaxias despiertas luchaban por utilizar plenamente la última fase de su conciencia lúcida, mientras yo, la mente cósmica imperfecta luchaba de ese modo, comencé a experimentar algo raro y nuevo. Era como si yo hubiese tropezado telepáticamente con un ser o seres de un orden que en un comienzo me pareció totalmente incomprensible.

Al principio supuse que yo había entrado inadvertidamente en contacto con criaturas subhumanas en las primeras edades de un planeta natural, quizá con algunos microorganismos ameboideos inferiores, que flotaban en un mar primigenio. Yo solo tenía conciencia de necesidades corporales, como la de asimilar energía física para el mantenimiento de la vida, la necesidad de movimiento y de contacto, la necesidad de luz y calor.

Impacientemente traté de dejar de lado este incidente trivial. Pero continuó acosándome, haciéndose cada vez más activo y más lúcido. Al fin alcanzó una intensidad de vigor físico y bienestar y una divina confianza que no se habían manifestado en ningún espíritu desde el principio de las estrellas.

No necesito hablar aquí de las etapas que me llevaron a entender el significado de esta experiencia. Descubrí gradualmente que no me había puesto en contacto con microorganismos, ni con mundos o estrellas o inteligencias galácticas sino con las mentes de la gran nébula antes que su sustancia se hubiese desintegrado en estrellas para formar las galaxias.

Al fin fui capaz de seguir la historia de estas mentes desde que habían despertado por vez primera, cuando sólo existían como discretas nubes de gas que se apartaban unas de otras luego del explosivo acto de la creación, hasta el tiempo en que luego de dar nacimiento a las huestes estelares, se hundieron en la senilidad y en la muerte.

En las fases primeras, cuando eran físicamente unas nubes tenues, tenían una mente que no era más que una informe necesidad de acción, y una percepción borrosa de esa congestión infinitamente débil en el interior de la propia y vacua sustancia.

Observé cómo se condensaban en globos de contornos más definidos, luego en discos lenticulares, con rayas brillantes y abismos oscuros, y se convertían en unidades más independientes, de una estructura más orgánica. La congestión interior, aunque muy leve, dio mayor animación a los átomos, no más apretados entonces, en relación con el tamaño de la nébula, que las estrellas en el espacio. Cada nébula era ahora un núcleo individual de débil radiación, un sistema aislado de ondas penetrantes que iban de átomo a átomo.

Y luego estos inmensos megaterios, estos titanes ameboideos empezaron a despertar mentalmente a una vaga unidad de experiencia. De acuerdo con las normas humanas, y aun de acuerdo con las normas de los mundos y estrellas inteligentes, esta experiencia de las nebulosas era de una increíble lentitud. Pues para estas entidades —a causa de su mismo prodigioso tamaño y el lento movimiento de las ondas con las que estaba físicamente relacionada la vida consciente— mil años no eran más que un instante imperceptible. Esos períodos que los hombres llaman geológicos, y donde aparecen y desaparecen una especie tras otra, eran vividos como nosotros vivimos una hora.

Cada una de las grandes nébulas era consciente de su cuerpo lenticular, como un volumen compacto de corrientes hormigueantes. Cada una de ellas anhelaba realizar su propia potencia orgánica, aliviar la presión de la energía física interior, y expresarse libremente en movimientos, pero anhelaban también algo más.

Pues aunque tanto física como mentalmente estos seres primordiales eran extrañamente parecidos a los microorganismos primeros de la vida planetaria, eran también notablemente distintos. Por lo menos tenían una característica que aun yo, la rudimentaria mente cósmica, no había advertido en los microorganismos: una voluntad o predilección que sólo puedo sugerir aquí con metáforas.

Aunque las más adelantadas de estas criaturas eran física e intelectualmente muy simples, había algo en ellas que me veo obligado a llamar conciencia religiosa, primitiva pero intensa. Parecían anhelar dos metas, y ambas eran en esencia religiosas. Tenían por una parte el deseo, o más bien la ciega urgencia, de unirse entre ellas, y tenían a la vez la ciega y apasionada urgencia de unirse de nuevo en la fuente donde habían nacido.

El Universo que habitaban las nébulas era, por supuesto, muy simple, un Universo en verdad pobre. Era también para ellas realmente pequeño. Para cada una de las nébulas el cosmos estaba compuesto por dos cosas: el propio cuerpo, casi informe, y el cuerpo de sus semejantes. En estas primeras edades las nébulas estaban muy cerca unas de otras, pues el volumen del cosmos era pequeño entonces en relación con sus partes, ya fuesen nébulas o electrones. En esa edad las nébulas —que en los días del hombre son como pájaros que vuelan en el cielo— vivían como confinadas en una estrecha jaula. De modo que cada una influía así notablemente sobre las otras. Y a medida que se organizaban más, que se transformaban en unidades físicas más coherentes, distinguían con mayor rapidez la estructura de las ondas natales de las irregularidades provocadas por la influencia de las entidades vecinas. Y como un recuerdo de la común nube ancestral, interpretaban esta influencia como signo de la presencia de otras nébulas inteligentes.

Así que ya en esta época las nébulas eran vaga pero intensamente conscientes de la presencia de las demás como seres distintos. La comunicación entre ellas era, sin embargo, débil y muy lenta. Así como unos prisioneros encerrados en celdas separadas se acompañan de algún modo con golpecitos en las paredes, y hasta pueden llegar con el tiempo a desarrollar todo un sistema rudimentario de señales, así las nébulas revelaban mutuamente su presencia con tensiones gravitatorias y largas pulsaciones de luz. No obstante, aun en esta fase de confinamiento, un mensaje tarda millones de años en llegar a destino. Cuando las nébulas llegaron a la edad madura, todo el cosmos reverberaba con sus transmisiones.

En la primera de las fases, cuando estas vastas criaturas se encontraban todavía muy cerca unas de otras, y aún en un estado de inmadurez, se preocupaban sobre todo en mostrarse mutuamente. Con animación infantil, se comunicaban trabajosamente la alegría que les inspiraba la vida, los apetitos y penas, los caprichos, las idiosincrasias, la pasión común por una vuelta a la unidad, y el anhelo de ser, como a veces han dicho los hombres, uno en Dios.

Pero aun en los primeros días, cuando pocas nebulosas habían alcanzado la madurez, y la mayoría vivía todavía en una cierta confusión mental, fue pronto evidente, para las mentes más despiertas, que estas criaturas estaban separándose cada vez más. A medida que las mutuas influencias físicas iban disminuyendo, cada una de las nebulosas observaba también que sus compañeras se alejaban y empequeñecían. Los mensajes tardaban cada vez más en despertar una respuesta.

Si las nebulosas hubiesen sido capaces de comunicarse telepáticamente, la «expresión» del Universo hubiese sido afrontada sin desesperación. Pero estos seres eran aparentemente demasiado simples para establecer un contacto mental directo y lúcido. De modo que se encontraron condenadas a la desesperación. Y como el tiempo vital era en ellas muy lento, les parecía que se habían separado cuando apenas acababan de encontrarse. Lamentaron amargamente la ceguera de la infancia. Pues tan pronto como llegaban a la madurez no sólo nacía en todas ellas la pasión por el mutuo deleite, que nosotros llamamos amor, sino también la convicción de que la unión mental era el camino que llevaba a las fuentes primeras.

Cuando se hizo evidente que la separación era inevitable, cuando las dificultades de comunicación comenzaron a desintegrar aquella comunidad tan difícilmente alcanzada, y las nebulosas más remotas estaban ya apartándose unas de otras a gran velocidad, cada una de ellas se preparó obligadamente a enfrentar el misterio de la existencia en absoluta soledad.

Siguió entonces un eón, o un breve instante para aquellas lentas criaturas, en el que buscaron, por medio de un dominio de la propia materia y por medio de la disciplina espiritual, la suprema iluminación que buscan naturalmente todos los seres despiertos.

Pero entonces apareció una nueva perturbación. Algunas de las nebulosas mayores se quejaron de una rara enfermedad que estorbaba sus meditaciones. Los bordes exteriores de la tenue materia comenzaban a concentrarse en pequeños nudos. Éstos se convirtieron con el tiempo en semillas de fuego intenso y congestionado. En el vacío intermedio no quedaban más que unos pocos átomos sueltos. Al principio el mal no fue más serio que una erupción trivial en la piel de un hombre pero más tarde se extendió a los tejidos más profundos de la nébula, y fue acompañado por graves perturbaciones mentales. En vano intentaron las criaturas sacar ventaja de la plaga y considerarla una prueba espiritual enviada por el cielo. Aunque al principio les bastó para defenderse un heroico desprendimiento, pronto los estragos de la plaga doblegaron toda voluntad. Les parecía ahora que el cosmos era un lugar de inutilidad y horror.

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