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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (7 page)

La creciente oposición comunista hizo al fin posible suprimir la oposición de los otros enemigos de la radio: los sacerdotes y los militares. Se dispuso que las estaciones dedicaran en el futuro mayor tiempo a la transmisión de servicios religiosos, y que de las licencias se pagaran diezmos a las iglesias. El ofrecimiento de transmitir la inmaculada unión, sin embargo, fue rechazado por los clérigos. Como concesión adicional se convino que todos los miembros casados de las mesas directivas de las estaciones debían probar, bajo pena de despido, que nunca pasaban una noche separados de sus mujeres (o maridos). Se dispuso asimismo que todo empleado que pudiera ser acusado de ideas tan desacreditadas como pacifismo o libertad de expresión fuese echado inmediatamente. Los soldados se apaciguaron con la aprobación de un subsidio estatal a la maternidad, un impuesto a los solteros, y la transmisión regular de propaganda militar.

Durante mis últimos años en la Otra Tierra se ideó un sistema para que un hombre pudiera irse a la cama a pasar el resto de sus días dedicado a recibir programas de radio. Su alimentación y todas sus funciones corporales quedaban al cuidado de doctores y enfermeras de las autoridades de las radios. Para compensar la falta de ejercicio el sujeto era masajeado periódicamente. El programa era al principio un lujo costoso, pero sus inventores confiaban en que pronto podría estar al alcance de todos. Hasta se esperaba que con el tiempo podrían eliminarse los médicos y ayudantes. Un intrincado sistema de eliminación de desperdicios completaría a otro de producción automática de comida, y distribución de líquido nutricio por tubos que irían a las bocas de los sujetos acostados. Esto permitiría que la condición de la sangre del paciente se regulase a sí misma automáticamente, tomando de las cañerías públicas las sustancias químicas necesarias para un correcto equilibrio fisiológico.

Aun en el caso de la transmisión misma no se necesitaría tampoco la asistencia del elemento humano, pues todas las experiencias posibles ya habrían sido registradas en sus exquisitos ejemplos. Éstos se transmitirían continuamente en un gran número de programas alternados.

Unos pocos técnicos y organizadores se necesitarían aún para inspeccionar el sistema; pero, apropiadamente distribuido, el trabajo no ocuparía a las autoridades de las transmisiones mundiales sino unas pocas horas de interesante trabajo por semana.

Los niños, si se necesitaban futuras generaciones, serían producidos ectogenéticamente. El director mundial de transmisiones proporcionaría las normas psicológicas y fisiológicas del sujeto receptor ideal. Los niños producidos de acuerdo con estas normas serían preparados con unos programas especiales de radio para una vida adulta de verdadero receptor. Nunca dejarían sus camas, salvo para pasar progresivamente a las camas mayores de la madurez. Al fin de la vida, si la ciencia médica no tenía éxito en impedir la senilidad y la muerte, el individuo podría asegurarse por lo menos un fin sin dolor apretando un botón determinado.

El entusiasmo por este asombroso proyecto se extendió rápidamente en los países civilizados, pero ciertas fuerzas de la reacción se opusieron amargamente a él. La gente devota y de ideas anticuadas y los nacionalistas militantes afirmaron que la gloria del hombre estaba en la acción. Los clérigos sostuvieron que sólo en la autodisciplina, la mortificación de la carne, y el rezo continuo podía aspirar el alma a la vida eterna. Los nacionalistas de todos los países declararon que sus pueblos tenían la misión sagrada de dirigir a los pueblos inferiores, y que de cualquier modo sólo las virtudes militares podían asegurar la admisión del espíritu en el Valhalla.

Muchos de los amos de la economía, aunque en un principio habían favorecido las transmisiones moderadas, como opio para los trabajadores descontentos, se volvieron ahora contra ellas. Necesitaban poder, y el poder requería esclavos que trabajaran en las grandes empresas industriales. Idearon, pues, un dispositivo que fuera a la vez una droga y un aguijón. Crearon en verdad el «Otro Fascismo», con sus mentiras, su culto místico de la raza y el Estado, su desprecio a la razón, su amor al dominio brutal, sus promesas a los jóvenes, que podrían satisfacer los deseos más viles o generosos.

Opuesto a todos estos críticos de la beatitud radial, e igualmente opuesto a la beatitud radial misma, había en todos los países un pequeño y confundido partido que aseguraba que la verdadera meta de la humanidad era la creación de una comunidad mundial con gentes alertas e inteligentemente creadoras, unidas por la mutua comprensión y el respeto, y la común tarea de realizar todas las posibilidades del espíritu humano en la tierra. Muchas de sus doctrinas eran una repetición de las enseñanzas de algunos profetas religiosos de la antigüedad, pero habían sido también profundamente influidas por la ciencia contemporánea. Este partido, sin embargo, era malinterpretado por los hombres de ciencia, maldecido por los clérigos, ridiculizado por los militaristas, e ignorado por los abogados de la beatitud radial.

Por esa época la confusión económica había arrastrado a los grandes imperios comerciales de la Otra Tierra a una competencia más y más desesperada. Estas rivalidades económicas combinadas con antiguas pasiones tribales de miedo y odio y orgullo habían provocado una serie interminable de escaramuzas armadas que amenazaban concluir en un Armagedón universal.

En esta situación los entusiastas de la radio señalaron que si se aceptaba su política nunca habría guerra, y que por otra parte, si estallaba una guerra mundial, esa política tendría que ser postergada indefinidamente. Iniciaron un movimiento en el mundo entero, y tal era la pasión por la beatitud radial que todos los países se alzaron reclamando paz. Se creó al fin una autoridad mundial de transmisiones, para que propagara el evangelio de la radio, arreglara las diferencias entre los imperios, y eventualmente se encargara del Gobierno del mundo.

Mientras tanto los «religiosos» de buena fe y los militaristas sinceros denunciaron desconsolados la bajeza de los motivos que inspiraban el nuevo internacionalismo, pero como ellos también se equivocaban a su modo, decidieron salvar a los Otros Hombres llevando a los pueblos a la guerra. Todas las fuerzas de la propaganda y la corrupción financiera se unieron heroicamente para fomentar las pasiones del nacionalismo. Aun así, la pasión por la beatitud radial era tan intensa y estaba tan extendida que el partido de la guerra nunca hubiera tenido éxito sin el auxilio de los fabricantes de armas, y la experiencia de estos hombres en fomentar dificultades.

Al fin se logró hacer nacer un conflicto entre uno de los más viejos imperios mercantiles y cierto Estado que sólo recientemente había alcanzado la civilización mecánica, pero que era ya una gran potencia, y una potencia que necesitaba desesperadamente mercados. La radio, que antes había sido la inspiradora mayor del internacionalismo, se transformó de pronto en los dos países en el principal estímulo del nacionalismo. A la mañana, al mediodía, y a la noche, se aseguraba a todo hombre civilizado que los enemigos —por supuesto de sabor subhumano y repugnante— estaban tramando destruirlo. Noticias sobre armamentos, historias de espías, relatos acerca de la conducta sádica y bárbara del pueblo vecino, crearon en los dos países sospechas tan irracionales que la guerra se hizo inevitable. Una provincia fronteriza se convirtió en tema de disputa. Durante aquellos días críticos Bvalltu y yo estábamos en una importante ciudad provincial. Nunca olvidaré cómo la gente se complacía en un odio casi maníaco. Una salvaje sed de sangre borraba todo pensamiento de hermandad humana, y aun de seguridad personal. Los Gobiernos dominados por el pánico empezaron a bombardear con cohetes de largo alcance a sus peligrosos vecinos. En el término de pocas semanas varias de las capitales de la Otra Tierra habían sido destruidas desde el aire. Cada pueblo se esforzó entonces en hacer más daño del que había recibido.

No hay necesidad de relatar minuciosamente los horrores de esta guerra: la destrucción de una ciudad tras otra, el pánico de las poblaciones, las multitudes que ambulaban dedicadas al pillaje y al crimen, el hambre y la enfermedad, la desintegración de los servicios sociales, la aparición de implacables dictaduras militares, la uniforme y catastrófica decadencia de la cultura y la decencia y nobleza de las relaciones humanas.

En cambio, intentaré explicar el carácter definitivo del desastre que sufrieron los Otros Hombres. Mi propia especie humana, en circunstancias similares, nunca se hubiese permitido, seguramente, una caída tan total. Sin duda, estamos también amenazados con la posibilidad de una guerra apenas menos destructiva; pero, cualquiera sea nuestra agonía próxima, nos recobraremos, ciertamente. Seremos insensatos, pero evitamos siempre caer en un abismo de absoluta locura. En el último momento la cordura tambaleante se yergue otra vez. No ocurrió así con los Otros Hombres.

3. Perspectivas de la raza

C
uanto más tiempo pasaba yo en la Otra Tierra, más pensaba que debía de haber una diferencia fundamental entre esta raza humana y la mía. En algún sentido era obviamente una diferencia de equilibrio. El
Homo Sapiens
, en su totalidad un ser mejor integrado, más dotado de sentido común, estaba menos dispuesto a caer en extravagancias arrastrado por alguna distorsión mental.

Quizá el ejemplo más notable de la extravagancia de los Otros Hombres era la parte que desempeñaba la religión en las comunidades más avanzadas. La religión era un poder mucho más fuerte que en mi propio planeta; y las enseñanzas religiosas de los profetas antiguos eran capaces de colmar de fervor hasta mi extraño y perezoso corazón. Sin embargo, la religión tal como la veía yo en aquella sociedad contemporánea, no era muy edificante.

Debo empezar por explicar que en la Otra Tierra las sensaciones gustativas habían tenido mucha importancia en el desarrollo de la religión. A los dioses tribales, por supuesto, se les había atribuido los caracteres preferidos de los propios miembros de la tribu. Más tarde, cuando aparecieron los monoteísmos, las descripciones del poder de Dios, de su sabiduría, de su justicia, de su benevolencia, fueron acompañadas por descripciones del gusto divino. En la literatura mística Dios era comparado a menudo con un vino viejo y suave; y algunos relatos acerca de experiencias religiosas sugerían que este éxtasis gustatorio tenía de algún modo relación con el reverente deleite de algunos de nuestros catadores de vinos, cuando saborean una rara cosecha.

Lamentablemente, a causa de la diversidad de tipos gustativos, pocas veces había habido un acuerdo acerca del gusto de Dios. Se habían librado así guerras religiosas para decidir si ese gusto era dulce o salado, o si su sabor preponderante tenía algunas de esas muchas características que nuestra propia raza no puede concebir. Algunos maestros insistían en afirmar que sólo los pies pueden gustar a Dios, otros otorgaban ese privilegio a las manos o a la boca, otros que sólo podía ser experimentado en un sutil complejo de sabores conocido como la inmaculada unión, que era un éxtasis sensual y principalmente nacido de la comunicación o la relación con la divinidad.

Otros maestros declaraban que aunque en Dios había en verdad un gusto, la esencia divina no se manifestaba a través de ningún instrumento corporal, sino al espíritu puro; y que el sabor de Dios era más sutil y delicioso que el de la bien amada, ya que incluía todo lo que había de más fragante y espiritual en el hombre, e infinitamente más.

Algunos llegaban a declarar que Dios no era de ningún modo una persona, sino su mismo sabor. Bvalltu acostumbraba a decir: «O Dios es el Universo, o es el sabor de la creación que invade todas las cosas».

Diez o quince siglos atrás, cuando la religión era, aparentemente, mucho más vital, no había habido iglesias o sacerdotes; pero las ideas religiosas dominaron la vida de todos los hombres hasta un grado increíble. Más tarde, habían aparecido las iglesias y los sacerdotes, dedicándose a preservar lo que era ahora evidentemente una conciencia religiosa cada vez más débil. Algo más tarde, pocos siglos antes de la Revolución Industrial, las instituciones religiosas habían alcanzado tal poder en los pueblos más civilizados que se les dedicaban más de las tres cuartas partes del presupuesto. Las clases trabajadoras, en verdad, que recibían en premio de su esclavitud una pequeña ración, daban a los sacerdotes gran parte de sus miserables ganancias, y vivían en una pobreza abyecta.

La ciencia y la industria habían desencadenado una de esas extremas y repentinas revoluciones ideológicas que eran tan características de los Otros Hombres. Fueron destruidas casi todas las iglesias o transformadas en fábricas temporarias o museos industriales. El ateísmo perseguido hasta hacía poco tiempo, se puso de moda. Todas las mentes superiores se volvieron agnósticas. Más recientemente, sin embargo, aparentemente horrorizados ante los efectos de una cultura materialista, mucho más cínica y vocinglera que la nuestra, los países más industrializados se volcaron de nuevo a la religión. Nació una fundación espiritista dedicada al estudio de la ciencia natural. Se resantificaron las viejas iglesias, y aparecieron muchos nuevos edificios religiosos, que pronto fueron tan numerosos como los cinematógrafos en la Tierra. En verdad, las nuevas iglesias absorbieron gradualmente al cine, y proporcionaron espectáculos filmados donde se unían hábilmente orgías sensuales con propaganda eclesiástica.

En la época de mi visita las iglesias habían recuperado todo su antiguo poder. La radio había competido un tiempo con ellas, pero al fin había sido absorbida con éxito. Los sacerdotes rehusaban aún, sin embargo, transmitir la inmaculada unión, que ganaba así prestigio en el pueblo, pues se consideraba que era demasiado espiritual para que se la transmitiera por el éter. Los clérigos más avanzados pensaban que si llegaba a establecerse un sistema universal de beatitud radial, sería posible también resolver este problema. El comunismo, mientras tanto, mantenía sus convenciones antirreligiosas; pero en los dos grandes países comunistas la «irreligión», oficialmente organizada, no se diferenciaba mucho de cualquier religión, excepto en el nombre. Tenía sus instituciones, su sacerdocio, su ritual, su moralidad, su sistema de absolución, sus doctrinas metafísicas, que aunque devotamente materialistas no eran menos supersticiosas. Y el sabor de la divinidad había sido reemplazado por el sabor del proletario.

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